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¿Quién es Martin Scorsese? Según Román Gubern, el director nacido en Nueva York en 1942 es “un cronista de las pasiones humanas autodestructivas”. Unas pasiones que, como describe Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes —el mayor libro sobre el llamado “New Hollywood” que se haya escrito—, parecerían emanar del propio director: “Marty Scorsese, exhausto, mal de salud y exaltado por un perpetuo colocón, intentó hacerlo todo; promiscuamente aceptaba varios proyectos a la vez. Llevaba tomando pastillas desde los tres años; por lo tanto, para él era lo más habitual del mundo. Tomaba fármacos como si fuesen aspirinas. Engordaba y adelgazaba sucesivamente. Cierto, la coca le quitaba el apetito, pero, tras pasarse dos o tres días sin probar bocado, se daba unos atracones de órdago, se atiborraba de comida-basura y de cualquier cosa que tuviera a mano. Además, él y sus amigos necesitaban alcohol para bajar y se pulían un par de botellas de vino o de vodka sólo para conciliar el sueño”.

Mark Cousins, historiador del cine, nos amplía un poco la información: “Martin Scorsese había estudiado artes cinematográficas en el NY University donde había visto un gran número de películas europeas. En la siguiente frase resumiría mejor que nadie los propósitos del nuevo cine: estamos luchando para conseguir una libertad formal. No es difícil entender el motivo: sabía mucho más de cine que cualquiera de los otros. Era más apasionado y supo valerse del lenguaje cinematográfico para expresar de una manera más directa que ningún otro director estadounidense de la época los rituales, la violencia y el frenesí del mundo en que creció. Nacido en 1942, se crió en el barrio neoyorquino de Little Italy. Su salud delicada le impidió participar de lleno en la vida de las calles pero por otra parte le permitió observarla mejor. Los cortos que rodó en la escuela de artes cinematográficas ya demuestran esa capacidad privilegiada de observación y tras un tiempo dirigió Malas Calles”.

La generación de Martin Scorsese, el conocido como “Nuevo Hollywood”, había crecido con los grandes clásicos de la época dorada de Hollywood y sabían que aquello era imposible de mejorar o siquiera de igualar: con Ford, Hitchcock, Wilder, Lang, Hawks, Minelli, Wyler, Mann y un largo etcétera, el cine ya había explotado todas sus posibilidades. Imbuidos de nuevas corrientes europeas como el cine de Bergman o Michael Powell, la incipiente nouvelle vague, las películas de Kurosawa y una gran camada de directores italianos como Antonioni o Fellini, estos cinéfilos para los que “el cine era prácticamente una religión secular” (Biskind), desarrollaron una fuerte autoconciencia que les llevó a una obsesión por la forma cinematográfica. Ángel Faretta define esa autoconciencia que se convertiría en la identidad de una generación que incluiría a Coppola, Kubrick, De Palma, Cimino o Spielberg en “saber que se sabe y saber qué se sabe”. Cineastas despojados de toda inocencia y con una plena militancia política e ideológica.

De nuevo Peter Biskind: “El Nuevo Hollywood duró escasamente una década, pero, además de legarnos un corpus de películas que hicieron época, tiene mucho que enseñarnos acerca de la manera cómo funciona Hollywood ahora, por qué las películas de hoy, con unas pocas y felices excepciones, son tan espantosamente malas, por qué Hollywood está en perfecto estado de odio y de crisis a sí mismo”. Tras el fracaso de New York, New York (Scorsese, 1977), Corazonada (Coppola, 1981) y, sobre todo, de La puerta del cielo (Cimino, 1980), el cine perdió su alma, su arte, y término reducido a la mera industria: “Una de las cosas que hacen del arte una fuerza a ser tenida en cuenta, incluso por aquellos a los que no les interesa, es la regularidad con que el mito engulle la verdad… sin ni siquiera un eructo de indigestión” (Stephen King, Danza Macabra). El cine vivió el mismo proceso que la sociedad: un alienante crecimiento radical del capitalismo en nuestras vidas.

Solo desde esa forma radical y, como ya se ha dicho, casi religiosa, de ver el cine, se entiende la crítica de Scorsese a la industria del cine a propósito del Imperio actual de Marvel en Hollywood, que es solo la consecuencia lógica del proceso iniciado en los años 80. Pero antes de eso vinieron unos años, durante aproximadamente una década, donde películas como Bonnie y Clyde (1967), Easy Rider (1969) o El exorcista (1973) eran éxitos de crítica y de público, y películas como El padrino (1972), El cazador (1978) o Toro Salvaje (1980) ganaban numerosos premios, incluido el Premio Oscar a la mejor película.

El crítico musical Alex Ross se refiere a esa época de explosión del rock y de la contracultura (Theodore Roszak) de la siguiente manera: “En 1968 y 1969, la cultura se escoró hacia el caos y la locura. La violencia llenaba los noticiarios: los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King, la masacre de My Lai en Vietnam, disturbios en los campus universitarios y en los centros urbanos depauperados. Ramon Novarro, el que fuera un tiempo amante de Harry Partch, fue torturado hasta la muerte por un chapero decidido a encontrar dinero escondido en su casa. Richard Maxfield, cuya pieza para cinta de 1960 Amazing Grace anticipaba el minimalismo con su uso de bucles que se entrecruzaban, se tiró por una ventana en San Francisco, con su mente trastornada por las drogas. Y, en agosto de 1969, Charles Manson animó a sus seguidores a cometer asesinatos espeluznantes en los cañones de Los Ángeles, citando el Álbum Blanco de los Beatles como inspiración”. El Nuevo Hollywood fue la respuesta cinematográfica a una época de cambio: que vio nacer y morir una forma de entender la cultura que se había generado, precisamente, a consecuencia de un sueño surgido de los rescoldos de otro sueño anterior.

Era inevitable que la irreverencia fuera una parte fundamental del Nuevo Hollywood: el amor libre, el consumo de drogas, la nueva música, la referencialidad y, sobre todo, una nueva forma de mostrar la violencia estrechamente relacionada con el que sería el tema fundamental de estos directores: el poder retratado desde dentro y sus consecuencias sobre nuestras vidas. Al fin y al cabo, el asesinato de los hermanos Kennedy y de Martin Luther King; la Guerra de Vietnam y todas esas imágenes de pueblos arrasados y sacerdotes quemados a lo bonzo; el escándalo Watergate y la dimisión de Nixon, estaban ahí. Los jóvenes ya no creían en los mismos ideales que sus padres y, por lo tanto, no podían hacer un cine similar: ni en ideas ni formalmente. La tragedia de esa generación de irreverentes colocados en la vorágine de un cambio cultural fue que el Nuevo Hollywood quiso, en efecto, cambiar el cine para que al final el cine efectivamente cambiara, pero en un sentido opuesto por completo. Querían domar la industria, y ganaron premios y prestigio en el intento, pero acabaron teniendo que atenerse a sus normas, en mayor o menor medida (en cada caso), para poder seguir haciendo películas.

Y en el centro del vórtice estaba el más talentoso de todos los cineastas de entonces, Martin Scorsese, un niño asmático, tímido, débil y muy nervioso criado en un barrio lleno de violencia y crimen, que se había pasado la infancia dentro de un cine y que dudaba, dada su religiosidad católica, entre hacerse gánster o sacerdote (finalmente optó por una tercera vía y se hizo cineasta). Influido por Visconti o por Pasolini más que por otros directores italianos, quiso plasmar la realidad de su barrio italoamericano, el mundo de los gánsteres a los que admiraba y temía por igual, al tiempo que plasmar su visión religiosa de la realidad: su cine es, en la mejor tradición iniciada por Caravaggio y su temprano proto-cine, una tensión constante entre carne y espíritu; un ejercicio de contraluz que se plantea el sentido del dolor dentro de la tragedia de la existencia.

Dabiv Bordwell y Kristin Thomspon escriben sobre la ambigüedad de su cine: “Como estudiante de cine, Scorsese conocía muy bien la ambigüedad de películas europeas como Dies Irae y El año pasado en Marienbad, por lo que no sorprende en absoluto que su propia obra invite a diferentes interpretaciones. El final de la película sitúa a Toro Salvaje en la tradición de las películas de Hollywood (como Ciudadano Kane) que eluden un desenlace cerrado y optan por cierto grado de ambigüedad, una negación de las respuestas convincentes. Esta ambigüedad puede hacer que la ideología de la película resulte equívoca, generando significados implícitos contradictorios e incluso conflictivos”. Y, aunque sea más adecuado hablar, en el caso de Scorsese, de teología (Donoso Cortés) que de ideología; y de una importante capacidad simbólica (Ángel Faretta), que permanece siempre abierta a nuevas interpretaciones, en lugar de una cierta ambigüedad; podemos plantear un consenso en torno a la apertura que tienen las obras de Scorsese.

Mientras los “autores” del Nuevo Hollywood se hundían en taquilla y perdían el favor del público, películas como Tiburón (1975) o La Guerra de las Galaxias (1977) arrasaban ante el gran público. Los productores decidieron apartarse de los delirios megalomaníacos de los directores más excéntricos para apostar, en su lugar, por productos de valor seguro realizados mediante fórmulas prefabricadas y dirigidos a grupos de espectadores muy concretos y perfectamente estudiados. Sigue siendo la receta vigente; lejos quedaban los grandes productores amantes del arte como David O. Selznick o Val Lewton: ya no importaba más el cine, solo el dinero.

La traición llegaba desde dentro —George Lucas y Steven Spielberg—, y la solución fue la importación de la etiqueta “cine de autor” de Europa, a modo de reacción, que más tarde cristalizaría en el llamado “cine indie”, producido con poco dinero y llevado a canales de promoción alternativos y minoritarios. Sin embargo, el cine independiente también terminó por convertirse en marca, como ocurre en nuestros días, para acabar integrado en la industria: en palabras de Joseph Heath y Andrew Potter, “rebelarse vende”; al fin y al cabo, se trataba de lo que Thomas Frank llamó “el negocio de la contracultura”. En ese contexto, directores como Coppola o el propio Scorsese, siempre tratando de innovar y de mantener un contenido más o menos subversivo sin apartarse por ello de la industria, eran auténticas excepciones que, sin embargo, mantenían viva la tradición incoada por Griffith de: “usar un arte ligado también plenamente a la técnica” (Faretta). Y al capitalismo.

Dos personajes apadrinaron de manera personal a Martin Scorsese: el productor cinematográfico Roger Corman y el director de cine John Cassavetes. Con ellos pisó por primera vez un plató y penetró en el otro lado de las películas. Ambos reconocieron una erudición, una pasión, una ilusión y un talento innato en el joven Scorsese y tutelaron sus primeros cortos. Ya entonces Scorsese descubrió la importancia de los storyboards a la hora de realizar un rodaje y plasmar lo planificado en imágenes filmadas. Esos primeros trabajos sirvieron para cimentar un estilo propio: aunque Scorsese admirada los westerns de Ford, pronto se dio cuenta de que, en sus palabras, “me encanta el cine clásico pero no sé hacerlo”.

En Casavettes, Scorsese encontró una vía para iniciar caminos que nadie se había atrevido a explorar antes; todo ello sin abandonar la evidente influencia que Scorsese también encontraba en películas como Rocco y sus hermanos (1960), El río (1951), Ciudadano Kane (1941), El buscavidas (1961) o, más tarde, Barry Lyndon (1975), donde Scorsese encontraría distintas respuestas narrativas que le llevaron a realizar una película tan innovadora y rompedora como la música que por entonces hacía Bob Dylan: Malas Calles. Pero lejos de acomodarse, algo que el director neoyorkino jamás ha hecho ni cuando se ha especializado en un género como el de los gánsteres, Scorsese seguiría la estela de Welles, Bergman, Hitchcock, Ford o Kurosawa, algunos de sus grandes referentes, y jamás dejaría de innovar hasta llegar a El irlandés (2019), su obra cumbre. Y se convertiría en un director a su vez muy influyente en nuevas generaciones de directores, al punto de que películas recientes de mucho prestigio crítico como La La Land (2016) o Joker (2019) no se entenderían, respectivamente, y desde luego no habrían podido concebirse, sin dos trabajos previos como New York, New York (1977) o El rey de la comedia (1982).

Scorsese supo filtrar en sus películas un fuerte contenido religioso de una manera muy lejana a lo alegórico —en el extremo opuesto estaría la película 2001: Una Odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick, que es una cosmogonía y una antropología desde la alegoría materialista y hasta nihilista más evidente—, de forma que el espectador en muchos casos no fuera consciente. Crucifijos, imágenes de santos, figuras que representan a la Virgen María, un cirio ardiendo sobre el que un criminal mantiene el dedo a pesar del fuego, citas bíblicas, interiores de Iglesias, personajes crucificados o que se dirigen adoptan la forma de la Cruz, la tentación carnal y el temor al pecado, referencias a obras de arte religiosas (la pietá en Al Límite), el plano de unas manos sangrando como si hubieran sido atravesadas por dos estacas o clavos, etcétera. Scorsese es un director excesivo, barroco, que hace gala de un inmenso arsenal técnico para contar sus historias y que suele valerse siempre de los mismos recursos —el plano picado, los giros de cámara, el uso del travelling, el plano aéreo, contrapicado, la cámara lenta, la voz en off, etcétera— para contar sus historias.

La religiosidad de Scorsese queda evidenciada en el tipo de historias que prefiere: narraciones de una vida compuesta por el éxito, la caída y la búsqueda de redención. En los personajes que mejor retrata: seres marginales, solitarios e inadaptados, habitualmente violentos y autodestructivos, que viven hundidos en el pesimismo pero que nunca abandonan del todo la esperanza. Y, por último, en la enseñanza que esconden: la carne y el espíritu son, en el fondo, lo mismo; nunca es tarde para alcanzar la salvación, a pesar de los pecados del pasado; y personajes, como R. De Niro en Mean Streets (1973) o A. Garfield en Silence (2016), que se comparan con Jesucristo, tratan de equipararse por la imitación, y que finalmente acaban pagando las consecuencias.

Tras la Palma de Oro de Taxi Driver (1973, con un guion muy personal y casi autobiográfico del calvinista Paul Schrader), llegó el fracaso mayúsculo de New York, New York (1977), el punto más hondo de la adicción a la droga y un inminente sentimiento de muerte. Scorsese pensaba que su carrera había terminado y que su vida acabaría pronto dado el consumo de alcohol y cocaína. Fue Robbie Robertson, músico de The Band y posterior colaborador en las bandas sonoras del cine de Scorsese, el que introdujo al director en la droga: un vicio que seguiría latente dos décadas después, tras varios divorcios, en los años 90. Como ocurrió en el caso de Stephen King y de tantos otros, la cocaína se convirtió en un elemento inseparable del trabajo de Scorsese, al punto de consumir a cambio su vida. Con su carrera estancada, la muerte de Scorsese como una víctima más del estilo de vida extremo de su tiempo, era una mera cuestión de tiempo.

Entonces Robert de Niro le llevó la historia real del boxeador Jake La Motta y le pidió que la contara. Scorsese no encontraba que aquella historia tuviera ningún interés y no tenía intención de dirigirla, pero descubrió, al profundizar en ella, que compartía un rasgo personal con La Motta: tenía unas manos pequeñas que a ambos les acomplejaban. Los dos hombres, además, estaban asediados por los celos y por la tentación; eran auténticos voyeurs: tan tímidos como cargados de deseo; y además, compartían unos orígenes similares y una cultura común recibida por unos padres inmigrantes restablecidos en Nueva York. A partir de ahí, esa historia de ambición deportiva, éxito y triunfo, autodestrucción, violencia y fracaso, y de intento de redención y salvación se convirtió, de forma paradójica, en la obra más personal y autobiográfica de Scorsese. De hecho, hizo algunas modificaciones significativas en el guion de Schrader —que sería el motivo de la separación de sus respectivas carreras; a pesar de que volverían a trabajar más adelante—, al punto de añadir la cita bíblica que cierra la película y que no estaba en el guión original: “Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: ‘Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador’. Les respondió: ‘Si es un pecador; no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo” (Juan IX, 24-26).

El cine de Scorsese está basado en un despliegue técnico deslumbrante y una imaginería visual barroca —siempre ha contado con grandes directores de fotografía: —Michael Chapman y, tras su muerte, Rodrigo Prieto—, puesta siempre al servicio de la narración; y una fuerte implicación del director en la dirección de actores —hay un gran componente de trabajo de improvisación con los actores—; en la reescritura del guion —ha trabajado mano a mano con grandes guionistas como, entre otros, Paul Schrader, Terence Winter, Steve Zaillian o —; y, sobre todo, en la técnica clave del cine: el montaje cinematográfico —Thelma Schoonmaker, su montadora habitual, ha declarado que “todo lo que sé de cine lo he aprendido trabajando con Scorsese”—. Según David Bordwell y Kristin Thompson, “el montaje es la coordinación de un plano con el siguiente”. Si Eisenstein inventó el montaje moderno y Hitchcock lo terminó de desarrollar tal y como hoy lo conocemos, ha sido Scorsese el director que, de lejos, más lo ha desarrollado. La elipsis, la velocidad en el cambio de plano, parece similar al corte de las notas que hacen grupos de rock como los Rolling Stones en sus canciones; y, ciertamente, el efecto es análogo: uno no puede dejar de mirar como uno no puede dejar de escuchar, y el tarareo posterior del tema musical corre parejo al bullicio mental de las imágenes en movimiento. Es un maestro del ritmo y también de la pausa como no ha habido otro en el arte cinematográfico.

Como el objetivo de este artículo es mejorar la comprensión de The irishman (2019), para explicar las razones por la que es la mejor obra de Scorsese, una de las mejores películas de todos los tiempos y, seguramente, la película con la que se agota el cine, voy a hacer una elipsis de diez años en la carrera como director de Martin Scorsese para poder hablar de Goodfellas (Uno de los nuestros, 1990). Se trata de la película con un ritmo más frenético y con un mejor uso de la música pop de todos los tiempos; también es la vuelta al cine de gánsteres del director después de Mean Streets (Malas Calles, 1973) y la primera película de una trilogía que comprendería Casino (1995) y culminaría con The irishman (2019). Scorsese también rodaría distintos documentales de música pop —El último vals (1978), Martin Scorsese presenta el blues (2003), No direction home (2005) y Shine a Light (2008)—, de cine —Un viaje personal a través del cine americano (1995) o Mi viaje a Italia (1999)—  y de la cultura —50 años de rebeldía (2014)—.

Entre medias habría que contar intentos de contar la historia de norteamérica, con la serie Boardwalk Empire (2010-2014), y de Nueva York, con la película mutilada por los productores Gangs of New York (2002), a partir de la reconstrucción del mundo de la mafia a lo largo de varias décadas. Tanto Goodfellas —Ray Liotta, Robert De Niro y Joe Pesci—, como Casino —Robert De Niro, Sharon Stone y Joe Pesci— y The Irishman —Joe Pesci, Al Pacino y Robert De Niro— están protagonizadas por un trío protagonista condenado a protegerse, ayudarse, autodestruirse y dividirse. De hecho, el libro en el que está inspirado The Irishman, I Heard You Paint Houses (“He escuchado que pintas casas”) del escritor Charles Brandt, fue publicado en 2004 y Scorsese compró los derechos por aquella época para adaptar la historia al cine. No fue hasta finales de la década de 2010 que Netflix accedió a producir la película; un problema que jamás tendrá lugar con un cómic de Marvel.

El novelista posmoderno Juan Francisco Ferré escribió lo siguiente después de ver El lobo de Wall Street (2013): “Viendo el otro día El lobo de Wall Street (una orgía capitalista de metraje excesivo: tres horas agotadoras de exhibicionismo enajenado y pura desmesura financiera puesta al desnudo en su pulsión desenfrenada de acumulación libidinal, inmersión salvaje en la plusvalía del deseo, la avidez insaciable y el delirio esquizofrénico del mercado, la inanidad existencial y la demencia del dinero, etc.) pensé todo el tiempo en Jota Erre de William Gaddis, que había terminado de releer a finales de año. Y en otras novelas memorables inspiradas quizá en ella: Cosmópolis, American Psycho, John´s Wife. El cine de Hollywood, como el público, está enamorado del éxito y, lo reconozca o no, admira a los triunfadores como Belfort. Con esta película problemática, el gran Scorsese se aproxima al máximo, desde su espectacular antítesis, a los postulados de la estética dialéctica de Brecht. El irónico plano final es de una crueldad insoportable (cuestionando directamente la hipocresía moral del espectador: ¿queda alguien en la maldita sala capaz aún de juzgar lo que ha visto?, ¿no es acaso la vida que todos querríais tener?, etc.). Ese es el límite que el cine americano nunca ha podido traspasar por razones obvias. La literatura, en cambio, está enamorada del fracaso. Los escritores lo están, en cuerpo y alma. Los lectores de literatura también. Después de todo lo que ha hecho para seducirla, la vida ha terminado poniéndose de parte del capitalismo. La literatura (con la excepción de algunos mediocres) no”. En otras palabras: hasta ese momento el cine no había hecho una película a la altura del desarrollo reciente del capitalismo más salvaje en el que estamos inmersos por completo; Scorsese es el cineasta que, con diferencia, mejor ha pensado el presente, a pesar de haber nacido en el lejano año de 1942. El anticapitalismo también le viene por vía católica, aunque sin olvidar el impacto generacional que tuvieron la contracultura y sus estilos de vida alternativos —hippismo— en su educación sentimental.

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El lobo de Wall Street no deja de ser una versión contemporánea de Ciudadano Kane (1941) —algo que Scorsese ya había tratado de hacer en El aviador (2004)—, título clave en la historia del cine norteamericano, al que Scorsese le añade un ritmo frenético que hereda de Goodfellas. También es una película violenta que muestra cómo las relaciones humanas quedan reducidas, en un mundo capitalista, a mero mercantilismo regido por las leyes de la oferta y la demanda sin que importen los afectos. A muchos les cuesta creer que el director de una obra endiabladamente rápida y desbocada como El lobo de Wall Street esté detrás de las cámaras en la pausada y meditativa Silencio. Se trata de un tipo de espectador puritano e intelectualmente socialdemócrata que prefiere a imitadores mediocres —otros, como el PT Anderson de Boogie Nights, resultan excelentes— de Scorsese, como David O. Russell o Adam McKay, tendentes ambos a la deconstrucción, a caer en lo kitch, a la frivolidad y al excesivo subrayado moral, antes que al propio Scorsese, cuyas conclusiones no son nunca tan obvias ni agresivas para con la inteligencia de su público. De hecho, el final de la película es demasiado explícito —dicho en términos teatrales: se rompe la cuarta pared— para lo que suele hacer Scorsese, puesto que señala directamente al público como alguien que en realidad admira y envidia a los tipos como Jordan Belfort (el protagonista de la película que, de hecho, hace un cameo en la escena). Se trata de una evidencia más de la autoconciencia de Scorsese, puesto que la sala en la que sucede esa escena se parece a una sala de cine —y la película empezaba como un anuncio de televisión— . La verdadera droga, parece decir Scorsese, es el dinero, y el auténtico vicio es el poder que otorga. El pacto fáustico que encontraremos en El Irlandés mediante el personaje de Joe Pesci que le entrega un anillo a De Niro, y que ya estaba presente en Toro Salvaje cuando Jake La Motta tiene que perder combates amañados para poder acceder al título mundial, se encuentra igualmente en El lobo de Wall Street: el personaje encarnado por Matthew McConaughey enseña a Leonardo Di Caprio —y, de paso, también al espectador— todo lo que hay que saber del negocio.

Otro viejo proyecto de Scorsese es Silencio, adaptando una novela del escritor japonés —y católico— Shūsaku Endō. Se trata de una película que dialoga directamente con otra adaptación de una excelente novela —de Nikos Kazantzakis—: la versión mística, carnal y heterodoxa de la Pasión de Jesús de Nazaret que filmó bajo el título de La última tentación de Cristo (1988). Sobre esta película escribió el crítico cinematográfico Ricardo Pérez Quiñones lo siguiente: “En Silencio, doloroso y sombrío drama espiritual cercano a las tres horas de metraje, el autor de Taxi Driver aborda, como ya hiciera en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), el tema de la fe; su torturado sendero; los distintos estadios de ánimo que lo conforman. Porque quien tiene fe tiene esperanza, pero también dudas, temor y hasta miedo. Quien tiene fe desea compartirla y hacer a los demás partícipe de ella. Es un don y una responsabilidad. Te da y te quita. Te conforta y te angustia. La fe, puesta a prueba, rara vez otorga paz interior. Antes al contrario, agita el alma confrontando las hipótesis de lo invisible con las certezas de lo visible: el ideal con lo real. Aunque lo peor de la fe es, sin duda alguna, su naturaleza irresoluble; la imposibilidad de confirmarla o refutarla a lo largo de esta vida. El silencio (de Dios) conduce primero al desánimo, al pesimismo después, y finalmente a la resignación. Esa resignación infinita a la que Kierkegaard consideraba el estado anterior a la fe, que para él no era otra cosa que la creencia ciega en el absurdo. Estado que el sufrido padre Rodrigues, calcando el camino de su predecesor y maestro, el padre Ferreira (ambos caras de una misma moneda), alcanzará, quizá sin saberlo y muy a su pesar, tras una misión evangélica suicida; plagada de peligros, sacrificios, tentaciones y tormentos en un Japón escarpado, opaco y neblinoso”.

Podríamos considerar que si El árbol de la vida (2011) de Terrence Malick es la respuesta católica a 2001: Una Odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick; Silencio (2016) de Martin Scorsese lo es a Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola; algo así como un “viaje al corazón de las tinieblas y al fin de la noche”, al horror cósmico y moral como fundamento de la existencia, desde una óptica puramente religiosa y tan carnal como espiritual. Seguramente, Scorsese sea el mejor director usando el recurso de una banda sonora diseñada por temas no originales seleccionados por él mismo en conjunción con el montaje de la película. Sin embargo, destaca aún más en su uso del silencio, que nadie ha sabido emplear con mayor acierto: recordemos el silencio antes de que Robert de Niro sea vapuleado en Toro Salvaje o cuando Leonardo Di Caprio tiene que gatear drogado por las escaleras del club de golf en El Lobo de Wall Street. El uso del silencio en una escena determinada cuando ha estado sonando durante toda la película música sin cesar o un ruido ambiente perfectamente cuidado es el doble de impactante. Recalca el momento crucial de la escena porque, igual que la luz destaca en la oscuridad, el silencio lo hace en el ruido. Y en el cine de Scorsese, además, adquiere unas dimensiones religiosas evidentes. Por eso la propia película titulada Silencio apenas tiene música aunque estamos escuchando de forma constante el sonido de la naturaleza. Pero en el momento de la apostasía del sacerdote protagonista, no escuchamos nada. Y entonces, por primera vez en la historia del cine, escuchamos algo parecido a lo que pueda ser una manifestación física del silencio divino.

Martin Scorsese es uno de los mayores artistas cristianos de todos los tiempos y, quizás, el más importante de la actualidad. En su vida privada y a pesar de su estricta educación católica y de sus años en el seminario, es un cristiano heterodoxo y un católico no practicante. Su obra ha resultado muy conflictiva para los sectores conservadores de la Iglesia; sin embargo, seguramente se trate del autor católico más importante en todas las artes de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Tampoco otros grandes artistas de tiempos pasados fueron acogidos por las altas instancias eclesiásticas: de Teresa de Ávila a Alfred Hitchcock. En Shutter Island, el tema del silencio de Dios, que será crucial en la película Silencio, resulta evidente: no en vano Max Von Sydow, actor clave en la filmografía de Ingmar Bergman —uno de los favoritos de Scorsese—, tiene un papel relevante en la película. El tema de Silencio es el silencio de Dios pero es, más aún, el conflicto perenne de la Naturaleza contra el Misterio; de la Vida contra el Sentido; del Dolor contra la Fe, del que nace la tragedia en su vertiente más profunda, puesto que aquello que tiene un sentido teológico no tiene un sentido humano: cristalización intelectual de la lucha entre la carne y el espíritu, que son una misma esencia aunque casi siempre se encuentren contrapuestas.

Silencio nace de un viejo deseo de Scorsese: ya de joven quería narrar la historia de un sacerdote que se sacrifica por sus fieles: alguien que les dice que pueden pisotear una imagen de Jesús pero que él mismo no lo hace para salvar a otros (la vanidad), puesto que compara su sacrificio al de Jesús y cree que debe imitarse. Sin embargo, la constatación de ese fracaso hará descubrir al sacerdote que no está a la altura de Cristo y que esa comparación, explícita en varias ocasiones de la película, entre los dos rostros, resulta excesiva e inhumana (aunque tenga su razón teológica).

El proceso de trabajo de Scorsese es siempre similar: escritura-dirección-rodaje-montaje. Scorsese no parte de guiones con grandes frases, ni muy literarios, a pesar de su habitual uso de la voz en off, sino que, como Hitchcock, prefiere que la atención se dirija a lo que los actores hagan en vez de  lo que dicen. Sin embargo, en Silencio hace una excepción cuando el sacerdote protagonista reza a Dios en soledad: “Me siento tentado por la desesperación. Tengo miedo. El peso de Tu silencio es horrible. Rezo pero estoy perdido. ¿O acaso estoy rezando a la Nada? A la Nada, porque Tú no estás aquí”. Se trata de unas palabras que plantean el punto central de toda tragedia teológica como la que se plantea en el Libro de Job, en Toro Salvaje o en El irlandés.

Un cristianismo del siglo XXI similar al cristianismo de los tiempos de los romanos: sin dogmas, formado en pequeñas comunidades, donde el creyente sea la Iglesia: eso propone Silencio. El divorcio de Scorsese le alejó de la práctica religiosa durante décadas y, a cambio, se ha acercado a otras formas de espiritualidad como la meditación trascendental. Por eso en Silencio se plantea una cuestión clave: si la Iglesia no antepone la vida de sus fieles a las tradiciones que constriñen de manera desproporcionada su vida, el catolicismo desaparecerá o quedará como costumbre burguesa o como un culto de apenas unos pocos radicales. La aproximación de Scorsese, tanto a nivel personal como sobre todo a nivel artístico, no es dogmática sino que se manifiesta a través de los límites físicos y espirituales de la condición humana. Esto hace que Scorsese no sea un artista católico más sino un místico que se aproxima a Dios a través de la cámara. Donde Mel Gibson y otros ponen rigidez doctrinal, Scorsese plantea preguntas sin respuesta y dilemas de interpretación abierta. Su cine no está centrado en la santidad, sino en el pecado; sus protagonistas son, por tanto, pecadores: incluso cuando el protagonista es un sacerdote o el propio Cristo. Porque cuando estos pecadores caen en la tentación de la carne a través de sus pecados —la lujuria o la vanidad, en los dos casos citados— es cuando se transparenta también su espíritu.

La imagen más emblemática de la película es una escena metafórica que sintetiza la visión del cristianismo que expone la película: la contemplación de las olas rompiendo contra el cuerpo de un cristiano-japonés atado a una cruz durante días, antes de morir. Pero el personaje que tiene más interés no es el del sacerdote protagonista, sino la representación de Judas que aparece en la película. Recordemos que Harvey Keitel encarnaba en La última tentación de Cristo a Judas, al que se mostraba como el discípulo favorito de Cristo, tal y como se plantea la película, al que el Hijo le pide la tarea más difícil: que le traicione para que la Pasión pueda tener lugar; consumada la traición —que será un tema central en El irlandés—, Keitel se suicida, no por la culpa sino por el dolor. El Judas de Silencio se llama Kichijiro (Yōsuke Kubozuka) y es el guía de los dos sacerdotes portugueses en un Japón hostil con los cristianos. A lo largo de la película, Kichijiro apostata y traiciona a otros cristianos, incluido el sacerdote protagonista, en varias ocasiones. Después de que el personaje de Andrew Garfield vea el rostro de Jesús en el agua al mirarse, es traicionado por Kichijiro, que recibe su pago en monedas. Sin embargo, Kichijiro pide confesión en varias ocasiones porque desea la absolución de sus pecados. La confesión se convierte en el tema central de este personaje junto a la traición: lo mismo ocurrirá en El irlandés. Es un pecador que el sacerdote desprecia y hasta expulsa pero con el que al final se iguala cuando también el sacerdote ha apostatado y aceptado vivir en la herejía. La pregunta final sobre este personaje, Kichijiro, extensible en último término a un sacerdote que ha abrazado la herejía para sobrevivir, es la misma pregunta que se nos plantea con Frank Sheeran en El irlandés: ¿puede salvarse un pecador? ¿Se puede cerrar la puerta o es mejor dejarla entreabierta? En palabras de dos viejos blues: I hear you knocking, but you can’t come in/ Keep a knockin’, but you can’t come in (Te he escuchado llamar, pero no puedes entrar/ Sigue llamando, pero no puedes entrar).

El irlandés es una tragedia perfecta que cuenta, a lo largo de varias décadas, la crónica moral de un hombre, de una generación y de un país entero. Para que el espectador pueda sufrir esa triple catarsis, es necesario emplear a los mismos actores para interpretar los papeles principales a pesar de que ello implica la necesaria introducción de la polémica técnica del CGI. A diferencia del protagonista de Casino, el personaje de Robert de Niro en El irlandés no es un pez gordo, sino un simple peón, un soldado, un simple killer que cumple órdenes —por eso se le quitan las gafas antes de matar a Hoffa y se le devuelven cuando el trabajo ha sido realizado— pero a través del cuál se puede dar una visión completa de la historia oculta pero más real que la oficial de América y, más concretamente, de uno de los momentos clave en el imaginario colectivo del norteamericano del siglo XX: la desaparición de Jimmy Hoffa: “estoy listo para formar parte de esta historia”. Se trata de un hombre gris, silencioso, discreto, que sabe hacer lo que hay que hacer y que guarda sus sentimientos bajo llave. La gelidez de su mirada representa el hieratismo de su psique.

Lo que narra El irlandés es la “cara B”, el negativo, la historia que no aparece en los libros de Historia, de algunos de los hechos cruciales de la generación de Scorsese que marcaron la Historia de los Estados Unidos y la conciencia moral del americano contemporáneo: el desastre de Bahía de Cochinos, la cruzada contra el crimen organizado de Robert Kennedy, el pasado mafioso de Cuba y del propio padre de los hermanos Kennedy, el caso Watergate y el papel de la inteligencia y del espionaje encarnados a través del “orejudo” Howard Hunt; los contactos oscuros de un Nixon, responsable del Watergate y financiado por Hoffa (al que concederá el indulto), etcétera. Porque lo que en realidad cuenta El irlandés es la realidad del poder en el país —entonces— más poderoso del mundo. Se trata del tema clave del Nuevo Hollywood que Scorsese ya había representado antes: con el político que aparece en Taxi Driver o con la escena final de Infiltrados que apunta directamente al Capitolio como verdadera residencia del crimen (por cierto, Trump aún no había llegado al poder ni se le esperaba). Y como ya sucediera en El lobo de Wall Street, aparecen numerosos personajes de la película mirando pantallas de televisión y descubriendo a través de su reflejo la realidad; se trata de una cristalización de la autoconciencia.

Steve Zaillian, ganador del Óscar por el guion de La lista de Schindler —proyecto que, por cierto, en un principio iba a dirigir Scorsese—, adaptó el libro de Charles Brandt en el que se basa El irlandés. La película tiene una estructura triple: una lineal, otra circular y un flashback. La lineal cuenta la historia de Frank Sheeran desde que entra en el mundo del crimen —en línea ascendente: conductor-sicario-guardaespaldas-traidor-preso— hasta que acaba sus días en una residencia de ancianos; la circular parte del viaje a una boda para contar la vida criminal de Sheeran hasta el asesinato de Jimmy Hoffa; y el flashback abre la película, escuchando la confesión de Sheeran en una residencia de ancianos, para cerrar la película con una puerta entreabierta que deja sin contestar la pregunta de si Sheeran alcanzará la salvación o no. A diferencia del sacerdote protagonista de Silencio, Frank Sheeran no se compara con Jesús, y aunque está dispuesto a salvar a Hoffa, no está dispuesto a sacrificar su vida por él.

Hay dos momentos donde los distintos niveles narrativos confluyen hasta terminar formando un mismo plano narrativo: en la fiesta en honor de Frank, donde recibe el anillo —símbolo principal de la película: que representa el pacto fáustico— , se funden la historia lineal y la circular; a su vez, la historia circular y el flashback desde la residencia de ancianos se fusionan cuando Frank compra su féretro. Dada su ambición y la gran cantidad de metraje que tienen sus películas, el cine de Scorsese es épico. Sin embargo, en El Irlandés, especialmente a partir del tramo final de la película, se introducen una gran cantidad de detalles, de pausas, de gestos sin aparente importancia y de silencios para darle realismo y restarle grandilocuencia —tanto el vértigo de Goodfellas como el manierismo de Coppola en El Padrino— al acto trágico del asesinato que, por contra, apenas dura un instante: dos disparos y un grito leve. Porque una película sobre la muerte, el paso del tiempo —no en vano a Jimmy Hoffa, el personaje cuyo asesinato vertebra la trama, le obsesiona la puntualidad al punto de que le regala un reloj a Frank—, la soledad y la vejez no puede banalizar un acto tan dramático como el asesinato de un amigo de verdad.

Como se ha dicho, el momento en el que Frank elige su propio féretro sirve para fundir los tres planos temporales de la trama: esos tres momentos temporales desde los que se cuenta una tragedia con tres niveles —personal, generacional e histórico— y tres personajes principales —Frank Sheeran, Jimmy Hoffa y Russell Bufalino—. También se terminan de plantear las tres preguntas explícitas de la película: 1) La pregunta que se plantea Sheeran ante Russell Bufalino: ¿Por qué los soldados alemanes cavaban su propia tumba si sabían que iban a ser fusilados después?; 2) La pregunta que le plantea Peggy a Frank: ¿Por qué no has llamado a la mujer de Hoffa todavía?; 3) La pregunta que le plantea Frank a su cuidadora: ¿De verdad no sabes quién era Jimmy Hoffa?. Aunque también habría que añadir una pregunta implícita en el tramo final de la película y en el último plano: ¿puede ir al cielo un asesino como Frank Sheeran?

Esa unión de las tres historias hacen que la catarsis generada por el asesinato de Hoffa se produzca; entonces ya no queda más que mostrar los efectos externos e internos del paso del tiempo y esperar un posible (o no) perdón divino. No se puede cambiar el pasado, tampoco es posible la reconciliación familiar, ni confesar todos los crímenes con arrepentimiento ante el sacerdote: tan solo resta esa puerta sin cerrar y el silencio de Dios. El espectador, entonces, adopta la perspectiva silenciosa, que es solo mirada, de Peggy, la hija de Frank, para asistir al mapa completo de la trama.

El olor del pez en el coche donde Jimmy Hoffa es llevado hasta el lugar donde será asesinado es como la culpa de Frank o el rastro del pasado en nuestro presente: no se puede borrar. Además, el uso del pez no es casual: el Ichthys o Ichthus, que en griego clásico significa “pez” y se representaba con la forma de un pez, era empleado por los primeros cristianos como símbolo de reconocimiento. Aludía a la figura proscrita de Jesús y en el contexto de la película significa que ese olor, esa culpa indeleble, no es una debilidad sino precisamente aquello que, como en la parábola del hijo pródigo, llevará a Frank a la salvación a pesar de la gravedad de sus pecados.

Sin embargo, el espectador es señalado directamente por Scorsese: un rasgo que se repite en toda la etapa final de su cine, como ya se ha señalado al hablar de sus últimos títulos hasta la fecha. La película quiere decirle al espectador que empiece a examinar su propio pasado porque, aunque nos olvidemos de la muerte, ella sigue ahí, esperando para aparecer en el momento en que uno no lo espera. En nuestra mano está, a través de la rectitud de nuestros actos, que la puerta de la salvación quede más o menos abierta, llegado el momento ineludible. Es por ello que El irlandés es una tragedia perfecta que se introduce de lleno dentro de las grandes obras artísticas de la cristiandad. No en vano se oyen campanadas de fondo en algunas escenas cruciales de la película o se incluyen elementos religiosos cuando se producen algunos asesinatos: Scorsese quiere remarcar el contraste carne-espíritu, materia-trascendencia, pecado-salvación y arrepentimiento-redención.

Aunque el tema de la familia es principal en El irlandés —Joe Pesci, representación del Diablo (“todos los caminos llevan a Russ”: el demonio solía ser representado en un cruce de caminos), no tiene familia; Al Pacino, un hombre corrupto pero capaz de amar a sus seres querido tiene hijos bien educados y hasta nietos; Robert de Niro cree que está protegiendo a su familia con la violencia pero en realidad solo les está alejando—, la primera mujer de Frank aparece y desaparece muy discretamente de la película mientras que de la segunda apenas se dicen unas palabras en el momento de su muerte mientras que la muerte de Hoffa nos es narrada durante más de media hora de película. No hay mujeres en El irlandés, a diferencia de en las otras películas de gánsteres de Scorsese: la tragedia es un sentimiento puramente masculino. En ese sentido, hay que añadir que la familia se convierte en la excusa, la justificación moral, que Frank se da a sí mismo y a los demás, llegado el momento, para sus crímenes; y solo al final de la película descubrirá que esto es una impostura. Más tarde será cuando descubra que a todos sus fracasos y pecados hay que añadir uno más, quizás hasta más grave que el de traidor de un amigo: el de padre de familia intimidante y ausente.

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El irlandés es una película que dialoga con todo el cine de Scorsese —las armas dispuestas y bien presentadas encima de la cama remiten a Taxi Driver—, con todo el género de gánsteres y, especialmente, con tres clásicos del género: El padrino (1972), Érase una vez en América (1984) y Goodfellas (1990). En varios momentos de la película —el travelling inicial, la escena del bautizo, la negativa a dar nombres en su primer juicio, etcétera— se homenajea y hasta se parodia a estas películas. Pero en El irlandés no se usan actores de corta edad para representar la juventud de los protagonistas, como si se hace en las películas anteriores; y, en ese sentido, Scorsese se propone ir un paso más allá en la representación de un tema central en esos tres dramas perfectos —cada uno en su propuesta— del sentimiento trágico de la mafia desde una óptica autoconsciente: el paso del tiempo y la cercanía de la muerte. El añadido principal de Scorsese sobre los títulos mencionados es un largo epílogo donde se narra con detalles la redención espiritual —que no sabemos si sirve para alcanzar la salvación o no— del protagonista: algo que el propio Scorsese ya había ensayado en el epílogo de Silencio, después de que el sacerdote interpretado por Andrew Garfield apostate y comience a vivir como un renegado.

Quizás la película que mejor prepara el terreno para El irlandés sea El aviador (2004), pero aquella con la que tiene una mayor hermandad espiritual es con Toro Salvaje: no en vano ambas películas empiezan y acaban desde la perspectiva de un hombre acabado, arrepentido por su pasado y anhelante de redención a pesar de no haberla conocido todavía. Se trata de dos películas herederas, en ese sentido, de la tragedia de Edipo: un hombre que debe conocer el dolor que le ha infligido a sus seres más queridos para poder ahondar en el autoconocimiento interior. Pero, más aún, son dos películas que beben sobre todo del Libro de Job y la dimensión trágica de una espiritualidad monoteísta. Recordemos, en ese sentido, las palabras de Milton: “En la literatura hebrea anterior hay tragedias aún superiores a la de Esquilo y a la de Sófocles”. Sin duda el Libro de Job es la tragedia perfecta que cuenta la historia de un hombre que lo pierde todo —en el original es a consecuencia de una apuesta entre Dios y el Diablo; en las versiones de Scorsese, es fruto de un pacto fáustico por el que se vende el alma al Mal— para llegar al fondo de su ser. Scorsese siempre tiene un contenido mítico en sus películas: Ícaro (Goodfellas), el Doppelgänger (Infiltrados), Caín y Abel (Casino), Edipo (Shutter Island) y el propio Cristo (Malas Calles, La última tentación y Silencio). Como reza la cita de Píndaro, “el hombre es el sueño de una sombra”.

La mejor actuación de la película, a pesar de la brillantez de Robert De Niro y de Al Pacino, es la de Joe Pesci encarnando a un ser diabólico. No en vano se muestra en dos ocasiones un cruce de caminos en el trayecto que conduce a la casa donde Hoffa será asesinado: se está cumpliendo la voluntad del Mal. De hecho, no es casualidad la similitud —esa habitación vacía como la que acabará habitando Frank Sheeran en la residencia de ancianos— entre el asesinato de Pacino en El irlandés y el asesinato de Pesci en Goodfellas; de hecho, es parte de ese travelling inicial que remite a los dos planos-secuencia más famosos de Uno de los nuestros: la presentación de los gánsteres y la escena en el Copacabana. Si Henry, el protagonista de Goodfellas, comienza diciendo que siempre quiso ser un gánster y termina confesando que, al haber dejado de serlo ya solo le queda “vivir como un gilipollas”; Frank comienza arrepentido en la residencia, explicando su ingenuidad sobre lo que significa “pintar casas” en el argot de la mafia, y termina confesando ante un sacerdote y pidiendo que le dejen la puerta entreabierta. Tanto en Goodfellas como en El irlandés se nos narra con lujo de detalles un solo día: Henry nos cuenta el día en que es detenido y Frank nos conduce al día en que asesina a su amigo Jimmy Hoffa. El ritmo y la música de un montaje frenético en Goodfellas contrasta con la pausa y el silencio de El irlandés: Scorsese ya no quiere que entremos en el mundo del protagonista, sino que prefiere que miremos con distancia para poder observar los hechos de la tragedia en sus totalidad.

«Porque vivir es una cosa y conocer otra, y como veremos, acaso hay entre ellas una tal oposición que podamos decir que todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida» (Miguel de Unamuno, Del Sentimiento Trágico de la Vida). Los hombres concebimos la vida como tragedia; porque la vida es, en esencia, dolor y nada más que eso. Hablamos de Dios, aspiramos a la santidad y buscamos con toda la ansiedad de la que es capaz nuestra alma la salvación; pero en su lugar encontramos silencio en nuestras plegarias, nos sentimos tentados constantemente por el Diablo y acabamos provocando el mal a quienes nos rodean. Aspiramos al Cielo y finalmente hallamos la muerte con el Infierno que, en el fondo, llevaba mucho tiempo habitando en nuestro interior. Dolor, dolor, dolor.

¿Por qué nos fascina el cine de gánsteres? ¿Por qué volvemos una y otra vez a las mismas historias, a la misma época, a los mismos temas y a las mismas viejas pero eficientes melodías? Porque nos permite entender el capitalismo, el dinero como forma de poder definitiva, con más precisión que el mejor texto de sociología o de economía. Porque nos permite revivir la tragedia —de Sófocles a Shakespeare, pasando por Séneca— y adaptarla a un nuevo contexto. Porque en él la masculinidad sigue siendo tan brutal como intemporal. Porque podemos experimentar en primera persona, con la potencia emocional de la catarsis más intensa, cómo todo intento de redención es frustrado por nuestra propia imperfección moral, y al final solo encontramos el gélido silencio y la implacable condena. Los hombres del siglo XXI somos contemporáneos de la constante e inevitable deconstrucción del macho. Nos sentimos ridículos, objeto de todas las burlas, pero no podemos evitar despertar a la ira, la frustración y el odio, ni sucumbir como niños al dictado de nuestros impulsos más elementales, porque esos han sido durante siglos nuestros mejores escudos frente a la tragedia del dolor y a la injusticia cósmica de la existencia. No se puede huir del sentimiento trágico de la vida, como tampoco se puede escapar del deber. Y es por eso que, cuando el barniz de la civilización se desprende por la proximidad del fuego amenazador, la misma sociedad que niega de forma sistemática la masculinidad acude, aterrada y con el más hipócrita de los rictus, en busca de los mismos guardianes de la virilidad que en circunstancias normales tiene condenados al ostracismo.

El cine de Scorsese es puramente trágico y, por tanto, representa la quintaesencia artística de lo masculino. Las mujeres en el cine de Scorsese representan el pecado —Toro Salvaje—, la tentación —Casino o El lobo de Wall Street—, la dualidad mamá/puta —Goodfellas— o la conciencia —El irlandés—. Casi siempre abandonan a sus maridos, a los que solo quieren por la seguridad económica y la protección física que les brindan, cuando la historia comienza a desmoronarse. Se trata de una actualización de las representaciones clásicas de la mujer en el arte occidental y en la ficción católica; también en la propia ficción cinematográfica: la femme fatale. Puesto que casi todas sus obras son trágicas y, en cierto sentido, teológicas, la mujer debe encajar en ese esquema apolíneo y solar donde lo dionisíaco, lo nocturno, sólo puede aparecer como constante amenaza. Y esa amenaza debe ser reducida a la entidad de objeto: la madre que cuida, acoge y engendra; la puta que estimula y satisface; al mismo tiempo, las mujeres se muestran como calculadoras estrategas que llenan su vida de un consumismo financiado por los negocios —normalmente inmorales e ilegales— de su marido. Son las mujeres, por su proyección a la maternidad y al parto, las que mejor toleran el dolor y más acostumbradas están, por la menstruación a la sangre; pero son los hombres, temerosos del dolor, los que más lo infligen. La representación expresionista de la violencia que es un rasgo evidente del cine de Scorsese no pretende ser realista ni normalizar el dolor, sino que lo introduce como elemento que genera repulsión, asco, náusea.

Darle sentido a ese sufrimiento de naturaleza extraña es el cometido de la religiosidad en el cine de Scorsese: transfigurar la violencia inherente a la crudeza del mundo en pasaporte para la salvación. No podemos huir del dolor y por eso necesitamos darle sentido mediante la religión: ahí confluyen con más fuerza que nunca la carne y el espíritu como aquello ínsito a lo humano. Ningún cineasta ha sabido transmitir esa violencia a la propia cámara como Scorsese —recordemos que se trata de alguien con una salud frágil y una corpulencia delicada—: el caso más evidente es la “Pasión” que filmó en Toro Salvaje, en la escena en que Jake La Motta baja la guardia ante Sugar Ray Robinson y se deja vapulear. También en el vértigo con el que filma una partida de billar en El color del dinero o un combate de boxeo en Toro Salvaje. La secuencia completa de esta última película, a la que acabamos de referirnos, mezcla a la perfección la carne y el espíritu; el dolor y el sufrimiento que busca su justificación en la trascendencia de la materia; la sangre y la purificación; todo ello responde a un tipo de cine que sólo puede ser realizado por un hombre.

Aunque no hay ninguna cinta bélica como tal en el cine de Scorsese, la guerra, el elemento constitutivo de la masculinidad desde que Homero la inmortalizara en La Ilíada, está presente en varias de sus películas: Robert de Niro en Taxi Driver ha vuelto de Vietnam; Leonardo Di Caprio en Shutter Island ha vuelto de liberar campos de concentración; y Robert De Niro en The Irishman ha vuelto de luchar en Italia durante la IIGM, y su labor de sicario es solo una extensión de su labor de soldado. La violencia es la esencia de la masculinidad como el dolor lo es de la vida.

La mejor explicación, desde el lado contrario y femenino que entiende el dolor como un elemento más de la comedia macabra que es la vida y de la danza dionisíaca de la existencia, lo encontramos en Sexual Personae de Camille Paglia: “El arte occidental es una película de sexo y sueños. El arte es la forma que lucha por despertarse de la pesadilla de la naturaleza. La identificación mitológica de la mujer con la naturaleza es correcta. La contribución masculina a la procreación es momentánea y efímera. La concepción es un momento preciso, uno más de nuestros fálicos apogeos de actividad, tras el cual, el hombre, ya inútil, se aparta. La mujer embarazada es demónicamente completa. En cuanto que entidad ontológica no necesita nada ni a nadie. La mujer encinta pasa nueve meses empollando su propia creación; yo mantengo que una mujer embarazada constituye el patrón de todo tipo de solipsismo, que la atribución histórica de narcisismo a las mujeres es otro mito que responde a la realidad. La solidaridad masculina y el patriarcado fueron las medidas a las que tuvo que recurrir el hombre para combatir la terrible sensación de dominio de la mujer, su impenetrabilidad, su alianza arquetípica con la naturaleza ctónica. El cuerpo de la mujer es un laberinto en el que el hombre se pierde. Es un jardín cerrado, el hortus conclusus medieval, en el que la naturaleza ejerce su brujería demónica. La mujer es creadora primordial, el auténtico primum mobile. Convierte un simple desecho en una tela de araña de sentimentalismo que flota en el imbricado cordón umbilical con el que ata al hombre. El sexo y la naturaleza son dos brutales fuerzas paganas. La femme fatale es una de las personas del sexo más inquietantes. No se trata de una ficción, sino que es una extrapolación de ciertas realidades biológicas de la mujer que permanecen constantes. El mito de los indios norteamericanos de la vagina dentata es una transcripción espantosamente directa del poder femenino y el miedo masculino. Metafóricamente, todas las vaginas tienen unos dientes secretos, pues el macho sale con menos que cuando entró. El mecanismo básico de la concepción requiere la acción del macho, pero poco más que una pasiva receptividad por parte de la hembra. La castración física y espiritual es el peligro que corre el hombre en la relación sexual con las mujeres. El amor es el sortilegio mediante el cual adormece su temor al sexo. El vampirismo latente de la mujer no es una aberración social, sino el desarrollo de la función maternal, para la cual la naturaleza la ha equipado perfectamente. Para el macho, cada nuevo acto sexual es una vuelta a la madre, una rendición. Para el hombre, el sexo constituye una lucha por su identidad. En el sexo, el macho es consumido y liberado de nuevo por la fuerza dentada que lo parió, la dragona de la naturaleza”.

Había aprendido la peor de las lecciones que puede dar la vida: la de que carece de sentido. Y cuando sucede tal cosa, la felicidad nunca vuelve a ser espontánea. La tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia… esa es la tragedia de cada hombre” (Philip Roth, Pastoral Americana). Desde la Tragedia Griega hasta la trilogía de El Padrino, pasando por Séneca o por Shakespeare, la concepción masculina de la vida es puramente trágica; no en vano la mujer —cuyos arquetipos más reconocibles serían Eva, Pandora, Medusa, la Puta de Babilonia o, sencillamente, la terrible pero seductora Lady Macbeth— aparece siempre como una femme fatale —piensen en la Bárbara Stanwyck de Perdición (1944) o en la Sharon Stone de Instinto Básico (1992)— por cuya culpa el hombre es expulsado del Paraíso y echado, en su lugar, en manos del Pecado. Así reza el Eclesiastés (25:15): “No hay peor veneno que el veneno de la serpiente. Toda maldad es poca junto a la de la mujer”. Y así lo ha representado durante siglos el arte clásico que los hombres hemos diseñado, junto a todo lo demás en nuestras sociedades, para mantener a las mujeres alejadas de su propia condición y a los hombres en una situación de dominación lo suficientemente compacta como para que no pueda ser revertida. El orden frente al caos; la jerarquía contra la destrucción; la norma para encauzar la creatividad; la perfecta edificación social a la que llamamos civilización frente al poder libre de la naturaleza bajo todas sus formas.

En cuanto que representante de la contracultura, Scorsese es crítico con la masculinidad que hoy se tiene por “tóxica”; pero como heredero de una cultura mediterránea patriarcal proveniente de Italia, él mismo es un pater familias clásico, con distintas mujeres en su vida, que entiende la condición humana desde unos postulados tradicionales en esencia. Esta esquizofrenia intelectual, a la que habría que añadir el elemento católico que ya sabemos fundamental, compone su esencia de artista posmoderno, ecléctico, barroco y trágico. No olvidemos que el mundo de la mafia es patriarcal por naturaleza, dado que el sentimiento trágico de la mafia es puramente masculino. Sin embargo, Scorsese vio acabar ese mundo con la irrupción de los 60, el auge de las bandas negras, la llegada de la droga y toda una serie de cambios culturales que le influyeron como artista. A este respecto, hay que recordar la fascinación del personaje interpretado por Harvey Keitel en Malas Calles por una mujer afroamericana: una mezcla de atracción por lo que considera exótico y de repulsa racista típica de una cultura de ghettos como la que fundó América (véase: Gangs of New York o incluso La edad de la inocencia; dos historias de amor que cuentan la Historia de Nueva York).

La historia de El irlandés no parece muy novedosa sobre el papel: otra narración de mafiosos más. Después de Coppola y Leone y todo lo que ya ha hecho Scorsese, y de esa parodia tragicómica y a la vez del todo grave que es la serie Los Soprano, parece que ya nada nuevo se puede decir. Y, sin embargo, Scorsese saber volver sobre su propio cine, sobre la historia reciente de su país, sobre el propio trayecto moral de su generación y sobre la historia del cine para cerrar todo un género que ha concedido algunas de las grandes películas de todos los tiempos y, puede que también toda la historia del cine, terminando de agotar sus posibilidades. Porque cuando uno sale de las más de tres horas que dura esa enorme obra de arte que es El irlandés, parece que ya no queda nada por decir y que, de manera inevitable, aquello que comenzó con un director italiano, Pastrone, y otro norteamericano, Griffith, solo podía acabar con un director italoamericano como Scorsese; y que aquello que comenzó con una película italiana, Cabiria (1914), y otra norteamericana, El nacimiento de una nación (1915), sólo podía culminar con una cinta que recoge la historia reciente de Italia y de los Estados Unidos como es El irlandés (2019).

Ningún arte ha dado tanto en tan poco tiempo como el cine; pero tampoco antes un arte ha agotado con tanta rapidez todas sus posibilidades y las ha repetido de manera tan original como incansable. Pocos cineastas han llenado sus películas de tantas referencias cinéfilas y de tanta ironía ácida como Scorsese, que se crió entre la generación de mayores cinéfilos —auténticas filmotecas andantes— de todos los tiempos. En su discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias en 2018, un año antes del estreno de El irlandés, Scorsese dijo que “el cine es siempre presente” para advertir, después, que “estoy muy preocupado por el futuro del cine”. A pesar de ser un consumidor constante y voraz de nuevas películas y de haber probado sobradamente su uso vanguardista del 3D o del CGI, así como de la inclusión de la tecnología —véase: el uso de los teléfonos móviles en Infiltrados (2006)—, la visión del futuro el cine que tiene el director neoyorkino no resulta nada halagüeña. Sin embargo, un artista no habla a través de discursos o de manifiestos, sino a través de su obra: y eso hizo Scorsese con El irlandés.

Como esa vieja fotografía de Jimmy Hoffa que ya no le dice nada a los jóvenes, el arte en general y el arte cinematográfico en particular, estrangulado del todo por la industria, la televisión y los productos prefabricados para grupos específicos de espectadores, ha perdido toda su relevancia. Francis Ford Coppola está retirado; Michael Cimino está muerto; George Lucas nada en dinero después de haber dirigido seis películas mediocres; Steven Spielberg está a punto de estrenar un remake de West Side Story; Clint Eastwood, Woody Allen y Brian de Palma sobreviven gracias a un escaso público de fieles y nostálgicos que añoran tiempos mejores; y Scorsese sigue filmando obras maestras, ampliando su filmografía y la propia historia del cine al tiempo que lanzando acertadas diatribas contra la deriva autoritaria de Hollywood tanto en lo comercial (cine de superhéroes) como en lo moral (imposiciones puritanas).

El irlandés es lo más parecido a un western crepuscular de Ford que puede hacer Martin Scorsese. Quizás el cine haya terminado, como se ha apuntado de manera insistente aquí, y ya solo quede asistir de manera temporal a nuevas variaciones de lo mismo que ya hemos visto cientos de veces; o, quizás, yo me esté dejando llevar por un delirio milenarista que es consecuencia del signo de los tiempos y lo mejor, lo más prudente y razonable, sea no hacer juicios tan rotundos para dejar, a cambio, la puerta de la historia del cine sin cerrar del todo.

Autor

Guillermo Mas Arellano