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El país de nunca jamás aparece descrito en la obra teatral del escritor escocés James Matthew Barrie, publicada y estrenada en Londres el 27 de diciembre de 1904 bajo el nombre “Peter Pan y Wendy”. Su éxito mundial ha sido incontestable y ha sido publicada en los cinco continentes con múltiples adaptaciones. También, ajeno a la voluntad de Barrie, ha dado lugar al llamado “complejo de Peter Pan”. Es fácil comprender el por qué si nos atenemos al perfil del protagonista y de sus amigos. El país de nunca jamás es una isla ficticia en la que habitan los “Niños perdidos” comandados por un chaval de diez años que se niega a crecer. Allí, sin ninguna norma, regla o responsabilidad,  los infantes no crecen, no quieren convertirse en adultos, de hecho los odian. Viven en permanente diversión y aventura. Un mundo de fantasía imposible que tiene el encanto de la inmadurez insensata e inconsciente.

 Me gusta leer y me encanta escribir. Soy así de extravagante, extraño y diferente. Es decir, en términos actuales no soy guay, soy un friki. Qué le voy a hacer, pero espero no cambiar.

 A estas alturas, muchos habrán adivinado el  motivo de haber escogido el título de mi artículo. No van desencaminados, aunque es bueno hacer precisiones oportunas al respecto. España es el país de nunca jamás, pero a diferencia de la isla literaria, es trágicamente real, terriblemente verdadero y amargamente cercano. Nada que ver con la lejanía de aquel mundo de aventuras interminables. En nuestra Patria los desastres parecen no tener fin. Allí, como personajes malvados se encontraban el capitán Garfio y su estrambótica tripulación, aquí tenemos a Pedro Sánchez y a todo su Consejo de Ministros. Los amigos del protagonista son los españoles, tan dados a comportamientos irresponsables y temerarios. Hasta aquí los símiles y las comparaciones literarias.

La escena española no es puro teatro, pese a que algunos de nuestros próceres así desempeñen sus cargos, es, sin exageraciones innecesarias, un maremágnum de despropósitos, desatinos, despilfarro, enajenaciones y ocurrencias de variado tipo. Los protagonistas del quehacer nacional, con notable desvergüenza, practican el escapismo y el tancredismo más descarado que se pueda interpretar. No tengo la menor duda de que el papel les viene demasiado grande, que sus limitaciones e incapacidades son notorias y palmarias. Mientras, el público –entiéndase el pueblo hispano- se entrega al juvenil alborozo nocturno, también diurno, y a la vida de no querer saber nada de lo que está ocurriendo. Un conformismo y una indolencia despiadada distingue el comportamiento de tantos, demasiados,  entregados al Carpe diem. Fiesta, fiestón, barriladas por doquier, cánticos al amanecer y un sin fin de actitudes deleznables y repudiables. Ajenos voluntariamente al mundo real que nos ha tocado vivir y padecer, viven  una vida sin límites, compromisos sociales y normas. La política del avestruz de esconder la cabeza bajo tierra es una filosofía de notable éxito entre amplios sectores sociales. No solo me refiero a los fiesteros, me refiero a los ciegos que no quieren ver, y a los sordos que no quieren oír. 

Tenebrismo al más puro estilo goyesco se abate sobre nuestro diario acontecer y, lo que es más traumático, en nuestro porvenir más inmediato. Un mundo de luces y sombras describen nuestro momento. Ramón María del Valle-Inclán, autentico referente cultural de la literatura del esperpento, no sería capaz de recrear una realidad tan grotesca y ridícula. Los adefesios y espantajos pueblan las bancadas de nuestras Cortes Generales; los personajes desaliñados, física e ideológicamente, capitanean una  vida nacional profundamente degradada y deteriorada. Su teoría política y social del esperpento cobra especial relevancia en la sociedad y la política española.

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 Mientras nuestros ancianos se enfrentan a un enemigo hostil y despiadado entregando sus vidas en tan desigual combate, hordas de bárbaros brindan hasta la madrugada ajenos al duelo. Mientras nuestros sanitarios defienden las vidas de aquellos que se debaten entre la vida y la muerte, gentíos de toda edad y condición se entregan a la burla de las medidas de seguridad necesarias para preservar la salud pública. Frente a aquellos que guardan su turno en las colas del paro y las innumerables filas del hambre, la insolidaridad toma carta de naturaleza en el vivir en el descontrol y la diversión. Para completar el cuadro aparecen los negacionistas que, desde una estupidez galopante y culpable, niegan la verdad señalada en los tanatorios, residencias y hospitales. A todos ellos, sin excusa posible, les llevaría a prestar servicios sociales de apoyo en los campos de batalla apuntados.

La “nueva normalidad” triunfalmente declarada por nuestro ínclito presidente, es una “nueva anormalidad” de la peor especie. ¿Cómo se pueden loar los errores y las fealdades certificadas? Los maestros de la sospecha, los artistas del engaño y los mediocres empoderados dirigen los destinos nacionales. Se corta en el ambiente el barrunto de un destino trágico con pena y sin gloria. La hecatombe que se avecina a partir de septiembre es histórica y espero que irrepetible. Un largo invierno se cierne sobre nosotros sin remisión, ni solución, a la luz de los hechos contrastados, los augurios presagiados y los cálculos realizados. La esperanza y la ilusión es lo único que nos queda en el solar hispano; el sacrificio y el trabajo esforzado el medio para afrontar nuestro destino; el ahorro, la continencia y el autocontrol, la receta para la subsistencia. No quiero vivir en este país del nunca jamás, aspiro a disfrutar de un mundo que, con una causa común compartida, llamada España,  encuentre el camino de la redención y la recuperación.

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No espero nada absolutamente de este gobierno holgazán e incapaz, convertido en  una de las peores plagas que jamás hayamos sufrido. Su actitud demagógica y  de evidente impotencia, después de unas vacaciones en tiempos de pandemia –auténtica guerra no declarada-, practica la política de echar balones fuera y lavarse las manos. Son auténticos recortadores, en términos taurinos, artistas del quiebro ante el toro de nuestro drama. Tienen cintura a la hora del engaño en la cita del morlaco y plasticidad en la interpretación de todo tipo de lances y suertes. Desde la grada política de sus aficionados, el aplauso está garantizado y el elogio tributado por los críticos de la fiesta que, con el micrófono y el teclado en la mano, relatan la crónica de la faena con desmedida generosidad, algunos comentarios compuestos sin haberse producido el festival. Las terminales mediáticas afines funcionan con excepcional eficiencia.

Sí Señores, espero que España deje de ser ese país del nunca jamás que hoy sufrimos bajo el mando y el embrujo de tanto pirata y mercader de  la verdad y la dignidad.

Autor

José María Nieto Vigil
José María Nieto Vigil
Historiador, profesor y periodista. Doctor en Filosofía y Letras. Director de Comunicación Agencia Internacional Rusa