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Tras el discurso de clausura del Segundo Consejo Nacional de Falange, que tuvo lugar en el cine Madrid de la Plaza del Carmen, el 17 de noviembre de 1935, los dirigentes de la formación comenzaron a gestar la idea crear un himno que cerrara de manera solemne y grandiosa este tipo de actos y otras celebraciones organizadas por la Falange. La idea tuvo una aceptación inmediata, empezando por el propio José Antonio: «voy a reunir a una escuadra de nuestros poetas y hasta que no lo tengamos no los suelto». Entre los elegidos para componer esa escuadra de poetas se encontraban Agustín de Foxá, José María Alfaro, Rafael Sánchez Mazas, Pedro Mourlane Michelena, Jacinto Miquelarena y Dionisio Ridruejo. De la música se encargaría el compositor Juan Tellería. Tras asistir al estreno de la película “La Bandera”, parte de los elegidos se reunieron en casa de Marichu Mora, donde José Antonio los convocaría para el día siguiente: «Os espero mañana por la noche en la cueva del Or-kompon. Irá el músico. Si falta alguno, mandaré que se le administre el ricino». Al parecer la “administración de ricino” constituía un método infalible para aunar voluntades y evitar discrepancias.

La cueva del Or-Kompon era un restaurante vasco que se encontraba en la calle Miguel Moya. Agustín de Foxá recogería este momento en su libro “Madrid de corte a checa” y escribiría posteriormente en 1940 un relato ampliado para Ediciones Españolas con ilustraciones de Carlos Saenz de Tejada, donde narraba la gestación del himno aquella noche del 3 de diciembre de 1935. En su narración nos describía el restaurante: «Era una especie de cueva con acuarelas de Guipúzcoa en los zócalos, carros de bueyes rojos con lana sobre la testuz, caseros de boina, frontones, maizales y curas con paraguas bajo los cielos plomizos de Loyola», tal vez la presencia en el grupo de los vascos Mourlane Michelena, Miquelarena o Sánchez Mazas que se había criado en Bilbao, así como el maestro Tellería, influyó en la elección del local. Aquella noche solo se escribiría la letra del himno, la música había sido compuesta un año antes por Juan Tellería y llevaba por título “Amanecer en Cegama”, localidad natal del músico, a la que se añadirían posteriormente las estrofas que nacerían aquella noche en el Or-Kompon. A algunas personas el inicio de esta melodía les recuerda el comienzo de La Marsellesa.

José Antonio Primo de Rivera con uniforme falangista durante un mitin. Foto Campúa. 

Además de los poetas ya citados y el propio José Antonio, formaban parte del grupo Agustín Aznar y Luis Aguilar, dos hombres de “acción” de Falange, famosos por lo contundente de sus métodos. La misión de ambos no era tanto vigilar ante un posible amenaza (en aquellos tiempos los enfrentamientos armados entre falangistas y miembros de otras organizaciones opuestas era algo habitual), como evitar la “deserción” de los allí reunidos hasta que la letra no estuviera compuesta. Si fallaba la amenaza del ricino, allí estaban Aznar y Aguilar como segunda línea de persuasión.

Nada mejor que el relato de Agustín de Foxá, uno de los testigos y protagonistas, para hacernos una idea de lo que ocurrió en la Cueva del Or-Kompon aquella noche:

El tema de la conversación de aquella noche fue el teatro y la música. Se comentó El joven piloto, zarzuela de Luis Bolarque y de Jacinto Miquelarena.

Había un gran jaleo de vasos; los mozos trajeron chacolí, sidra y bacalao; alguien dijo:
—Vamos a hacer una sangría.

Después de la cena, el maestro Tellería se puso al piano. Tocaba pasodobles y tangos.
—Oye; toca eso que hiciste el otro día.

Sonó una música enérgica, alegre y guerrera.
—¿Te gusta, José Antonio?
—Está bien. ¿A ver cuántos poetas hay aquí?

Nos contó, añadiendo:
—Vamos a hacer un himno para que lo canten los chicos.

Un mozo trajo unas cuartillas y nos desperdigamos por las mesas. Bolarque, con su fino oído musical, hacía los “monstruos”, es decir, las estrofas sin sentido que llenaban la música y que luego había que sustituir por otras poéticas. Recuerdo que uno de ellos era:

“Adiós, adiós, el Capitán se va.”

Hecho sin duda, bajo la influencia de la desoladora estrofa de José María Alfaro que ya hemos citado. Trazó el plan José Antonio.
—Nuestros muchachos exigen una canción alegre, de guerra y de amor, pero exenta de odio. No ha de ser engolada ni solemne. En la primera parte debemos hablar de la novia; luego, de la muerte, haciendo una alusión a la guardia eterna de las estrellas, y después algo sobre la paz y la victoria.

Con su voz caliente, un poco nasal, nos recitó media estrofa que ya traía pensada:

Traerán prendidas cinco rosas
las cinco flechas de mi haz.

El músico, despeinado, golpeaba las teclas. Yo escribía en una mesa entre migas de pan y las peladuras en espiral de la fruta. Quise poner un arranque brioso.

De cara al sol con la nueva camisa
que me bordaste ayer.

José Antonio y Rafael Sánchez Mazas hicieron algunas modificaciones. Se suprimió la preposición “de” y se puso “camisa nueva” por necesidades de rima. En el segundo verso se añadieron las palabras “tú”, que daba energía y perfilaba la idea de la novia, y “en rojo” porque resultaba corto ese verso. Hubo una larga pausa. Todos meditaban sobre las cuartillas y algunos mordían el lápiz y miraban al techo. Al final se nos acercó Ridruejo leyéndonos un papel arrugado. Había modificado una idea de José Antonio y añadido el verso completo.

Volverán banderas victoriosas
al paso alegre de la paz.

No fue tan fácil capturar el adjetivo “alegre”. En los primeros papeles (que Bolarque conservó hasta la revolución) aparecían los adjetivos “recio” y “fuerte”.

No recuerdo exactamente quién lo propuso. Únicamente sé que, cuando quedó flotando en el aire, hicimos el ademán de cogerlo con la mano. Eso era. Alegre.
—Eso, eso es magnífico.

Aznar, que vigilaba la puerta, preguntó por José María.
—Está arriba en la barra. Voy a buscarle.

No salía la segunda estrofa. A mí me resultaban barrocos todos los intentos basados en centurias formadas sobre nubes y desfiles pálidos de muertos. Bajó Alfaro y nos recitó la estrofa de la sonrisa de la primavera.

Volverá a reír la primavera
y será la vida, vida nueva.

Eran las dos y media de la madrugada. Encendí un pitillo, algunos querían marcharse pero Agustín Aznar y Luis Aguilar vigilaban la puerta.
—De aquí no sale nadie.

Campanudo y taciturno, don Pedro Mourlane, el canciller, como le llama José Antonio en las cenas de Carlomagno, tachaba con una línea de lápiz el segundo verso, que ya no iban a repetir los camaradas, y escribía con letra menuda encima unas palabras. Preguntó:
—¿No os gusta más esto?

Que por cielo, tierra y mar se espera.

Todos aprobamos unánimes y le felicitamos.

José María Alfaro acaba de encontrar la palabra decisiva, la promesa del amanecer de España. Escribió al lado de José Antonio:

¡Arriba, escuadras, a vencer,
que en España empieza a amanecer!

Impaciente propuso Bolarque:
—Aunque el himno está incompleto, vamos a cantarlo.

José Antonio se frotaba infantilmente las manos y nos agrupamos todos alrededor del piano. Se abrieron los primeros compases. Comenzamos a cantar. La música sonaba vibrante; eran voces juveniles que invocábamos a la muerte y a la victoria; nos poníamos firmes inconscientemente y levantábamos el brazo.

Era que estaba allí el himno arrebatándonos, sorprendiéndonos a nosotros mismos, vivo ya, independiente, desgajado de sus autores.

En los ojos de José Antonio brillaba una luz de entusiasmo velada por una ligera tristeza. Le parecía escuchar en la apartada calleja las pisadas rítmicas de sus camaradas que marchaban hacia un frente desconocido. Y se imaginó a sus mejores, pronunciando moribundos en la tierra, en el mar y en el aire, aquellas palabras que hacía unos minutos sobre el papel no eran nada y que ya no pertenecían a los poetas.

Comentaba José Antonio, todavía enardecido:
—Ha quedado estupendo.

Añadía:
—Le haremos cantar en la calle de Alcalá con acompañamiento de pistolas.

Exaltábale Rafael:
—Esto es lo bueno, lo popular, los consonantes fáciles: “lleva” con “nueva”.

Aludía a los dos versos de la primera estrofa.

Flotaba sobre las mesas el humo denso de los pitillos. Salimos de “Or-Kompon”. Hacía frío aquella noche. Subimos por Alcalá, entre faroles, levantándonos los cuellos de los abrigos. Al día siguiente en el despacho de mi padre –espadas, cotas de malla, viejos libros ilustrados por Gustavo Doré- encontré yo la estrofa de los caídos. José Antonio había interpretado poéticamente el más allá por medio de la estrellas. Fui fiel a su idea; pero, por razones métricas, escribí, en lugar de estrellas, “luceros”. Me quedó así la estrofa:

Si caigo aquí, tengo otros compañeros
que montan ya la guardia en los luceros,
impasible el ademán,
y están
presentes en nuestro afán.

Fui por la noche a buscar a José Antonio y se la leí. Como la estrofa resultaba corta con relación a la música, añadió él estos tres versos:

“Si te dicen que caí” y “volverán banderas victoriosas” láminas de Carlos Saenz de Tejada (1940). 

Si te dicen que caí, me fui
al puesto que tengo allí.

Le hice un reparo.
—Dos veces “caí” no me gusta.
—Tienes razón.

Entre los dos escribimos:

Formaré juntos a mis compañeros
que hacen guardia sobre los luceros.

Acabábamos de hacer la Canción de la Falange. Bajamos los dos por la calle de Ológaza y me despedí de José Antonio. Tardé varios días en volverle a ver. Por la Gran Vía pasaban grupos de gente que salían del “Cine Avenida”, donde acaba de estrenarse la película titulada La Bandera. Había neblina en los faroles.

Todo esto sucedía exactamente el cuatro de diciembre del año 1935.

Agustín de Foxá

El himno tendría su puesta de largo el 2 de febrero de 1936 en un multitudinario mitin en el cine Europa de Madrid de la calle Bravo Murillo, en el corazón del barrio de Tetuan, que era conocido por aquel entonces como “la pequeña Rusia” por la fuerte implantación que las formaciones izquierdistas y anarquistas tenían en la zona. Desde ese día el “cara al sol” pasaría a formar parte esencial de la estudiada simbología y cuidada puesta en escena que la nueva formación política incluía en todos sus actos públicos. Durante la guerra se convertiría en todo un clásico, tanto en las celebraciones y actos oficiales, como entre la tropa, que lo adoptó como un canto propio. Su popularidad fue en aumento en paralelo al aumento de la influencia que la Falange iba adquiriendo en la zona franquista, aunque para muchos esa influencia no era tal, sino que más bien se trataría de una fagocitación del naciente régimen del ideario falangista, necesitado de una base ideológica sobre la que sustentar su identidad. Esta “apropiación”, que implicaba también la fusión con los carlistas en una misma organización, causaría malestar entre muchos “camisas viejas” que entendían que se había perdido la esencia de los principios fundacionales. Este malestar llevaría a muchos de ellos a la cárcel, e incluso a ser condenados a muerte, como el propio Manuel Hedilla, sucesor de José Antonio al frente de la Falange tras la muerte de este, quien sería condenado a dos penas de muerte por conspirar contra Franco, penas que le serían finalmente conmutadas.

José Antonio Primo de Rivera flanqueado por Julio Ruiz de Alda, Raimundo Fernández Cuesta y otros falangistas, fotografiados en febrero de 1936 a la salida de un mitin en el cine Europa de la calle Bravo Murillo.

Finalizada la contienda, el “Cara al Sol” tomaría carácter de himno oficial del nuevo régimen junto con el “Oriamendi” y la propia “Marcha Real”. Su presencia era constante en la vida pública española, llegando incluso a cantarse en las escuelas. Seguramente ninguno de los asistentes a la cena en la Cueva del Or-Kompon en aquella fría noche de diciembre de 1935 imaginaron el destino que le esperaba a su creación.

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REDACCIÓN
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