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Recientemente, y coincidiendo con la recta final de las elecciones andaluzas ¡que tan bien es casualidad! algunos medios de comunicación, próximos al sector más radicalizado del gobierno o contemporizadores con la corriente política autodenominada progresista, han  comentado en alta voz, la última obra literaria de Ángel Viñas, Vicente Espinosa y Guillermo Portilla, en relación con el quehacer penalístico del auditor militar Acedo Colunga. Dejando a un lado los subjetivismos y la ideología memorialista del libro referido(1), me permito precisar algunas consideraciones históricas sobre la represión en la zona nacional, conducida por las autoridades militares.

No exagero, pues el informe firmado por Acedo Colunga, sobre el que disertan los indicados autores, es una memoria de las que acostumbraba a confeccionar la fiscalía periódicamente; aunque en el caso que nos ocupa, sometida a la tramitación militar de la época. No en vano, el Código de Justicia Militar exigía en su articulado que se conformase una estadística precisa sobre los procedimientos judiciales sustanciados(2). Sorprendentemente, los autores intentan desprestigiar su contenido, comparándolo con el sistema judicial de la Alemania hitleriana y el Tribunal de la Inquisición(3) cuando lo más lógico  hubiera sido efectuar la comparación con el sistema de justicia que se efectuó en el bando republicano con los tribunales populares, los juzgados militares o, mismamente, las tribunales administrativos, como la checa de Fomento y Bellas Artes.

Felipe Acedo Colunga nació en Palma de Mallorca en setiembre de 1896, residiendo largo tiempo en la localidad gaditana de Olvera. Cursó estudios de Derecho, estando en posesión del título de Doctor. Terminada la Licenciatura de Derecho, ingresó por oposición en el Cuerpo Jurídico Militar, convirtiéndose muy pronto en miembro numerario de la Real Academia de Jurisprudencia.

En 1917, fue encuadrado en el arma de Aviación, siendo destinado a Marruecos tres años más tarde, donde prestó servicios como piloto y secretario de las fuerzas aéreas. Posteriormente, recaló en la provincia de Sevilla, donde llegó a ser directivo del Real Aéreo Club de Andalucía. Precisamente, en agosto de 1932, se hizo cargo del aeródromo militar sevillano de Tablada, a las órdenes del general Sanjurjo, siendo objeto de un intento de asesinato por parte de un alférez de complemento en la madrugada del día 15, quien disparó contra Acedo Colunga a la puerta de su domicilio. Con todo, fue procesado tras el fracaso de la intentona militar del 10 de Agosto, siendo puesto en libertad en diciembre de dicho año, quedando en situación de disponible. No obstante, en 1934, ejercía ya como teniente auditor de primera clase, actuando como fiscal en los procesos militares incoados contra los dirigentes y cabecillas de la Revolución de Octubre, siendo encargado de acusar al dirigente socialista González Peña, para quien solicitó la última pena.

En 1935, fue designado asesor jurídico de la Dirección General de Aeronáutica, obteniendo, a principios de 1936, permiso para acudir a las reuniones parisienses del Comité Internacional de Técnico de Expertos Jurídicos Aéreos y la Comisión Internacional de Navegación Aérea, en representación del Estado.

Tenía el grado de teniente coronel y tras las elecciones fraudulentas del 16 de febrero fue perseguido por los partidarios del Frente Popular, lo mismo que su hermano José, quien fue cesado como agente del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, al estallar el Movimiento Nacional. Nuestro protagonista sufrió penalidades por los poderes actuantes de la izquierda, lo que le permitió obtener la Medalla de Sufrimientos por la Patria recién terminada la contienda.

En plena guerra civil, desempeñó su trabajo de auditor en la segunda División Orgánica; es decir, en la jurisdicción del general Queipo de Llano, siendo propuesto en noviembre de 1936, para intervenir como fiscal en los Consejos de Guerra Permanentes, ideados para actuar en Madrid cuando fuera liberada la capital. Para entonces, había ascendido ya a Auditor de Brigada, interviniendo en numerosos consejos de guerra como fiscal del Ejército de Ocupación.

Políticamente, fue un hombre de orden, promoviendo en 1931 la constitución de la agrupación nacional de propietarios de fincas rústicas, habiendo sido propuesto en 1936 para formar parte de una candidatura antirrevolucionaria por la provincia de Málaga, con ocasión de las elecciones generales de febrero. Tras la victoria bélica de 1939, su carrera militar y política fue meteórica:  consejero nacional de FET y de las JONS, asesor jurídico del Ministerio del Aire, consejero togado del Aire en el Consejo Supremo de Justicia Militar, Gobernador Civil de Barcelona, delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica, etc.

Durante su vida publicó varios trabajos sobre Aviación y Derecho Aéreo, impartiendo numerosas conferencias y representando a nuestro país en varios congresos internacionales, ya desde su juventud. Acedo Colunga estaba en posesión de numerosas medallas y reconocimientos de prestigio, entre ellas la Gran Cruz del Mérito Naval, la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar y la Cruz de Honor de San Raimundo Peñafort. Ostentaba además el número uno del Cuerpo Jurídico del Aire desde el año 1946, habiendo ejercido la Abogacía en la provincia de Sevilla.

Murió en Madrid en septiembre de 1965, a consecuencia de un infarto de miocardio, habiendo alcanzado la categoría profesional de general auditor del Ejército del Aire, estando en activo hasta 1964. Fue declarado hijo adoptivo de Olvera.

Efectivamente era un fiscal férreo y puntilloso, pero dotado de una vasta cultura y con una preparación jurídica envidiable. No en vano, el acceso al Cuerpo Jurídico Militar resultaba bastante difícil, pues el programa de oposiciones poseía por entonces más de setecientos temas, siendo sus exámenes orales; de una hora de duración cada ejercicio. Similar a lo que hoy serían las oposiciones al Cuerpo de Notarios, verbigracia. Las cualidades expuestas quedan fielmente reflejadas en el informe procesal que realiza en el Consejo de Guerra contra el socialista don Julián Besteiro, celebrado en Madrid en julio de 1939; una obra forense de excelente calidad jurídica y sociológica, pero deficiente en el petitum al solicitar para el procesado la última pena. En dicha ocasión, sus sólidos argumentos fueron rebatidos en las objeciones formuladas por el abogado defensor de Besteiro, el noble salmantino Ignacio Arenillas y López de Chaves, un jurídico militar también en posesión de una gran cultura(4), cuyo alegato final fue estimado en parte por el tribunal militar que juzgaba la causa.

Pues bien, el juicio sumarísimo seguido contra Besteiro(5), cuyas sesiones fueron públicas, muestra la independencia de los miembros de los consejos de guerra de la época, al no aceptar los razonamientos de la fiscalía, por muy pulidos y elocuentes que fuesen. Y  es que los magistrados se guiaban por su leal saber y entender, siendo libres en sus decisiones. Más aún: las sentencias dictadas eran revisadas con posterioridad por la Auditoría, el Cuartel General del Generalísimo o el Ministerio del Ejército, pudiendo Franco conmutar la pena impuesta en último extremo. Por ende, el maquillaje político de la actual Ley de Memoria Histórica no nos puede servir para explicar la naturaleza de estos aspectos procesales tan complejos, pues las actuaciones militares de carácter judicial en la España Nacional quedaron sometidas al Código de Justicia Militar de 1890 y demás normativa de la época.

Y aquí radica la equivocación de los autores del libro que comento: confunden el pensamiento o la sensibilidad particular de un concreto fiscal militar con el sistema represivo de la España Nacional. Y es un error cometido por personas ilustradas, por lo que cabría preguntarse si no se han dejado influir en exceso por concretas pasiones políticas. Parece como si los autores pretendieran tapar la persecución martirizadora, terrorista y bandoleril desplegada en el bando republicano con unos brochazos de pintura gruesa sobre los tribunales militares del adversario. Y, a mi modesto parecer, eso constituye mera candidez, empecinamiento o malicia.

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No hubo ningún plan de eliminación sistemática contra los republicanos, como no fuera el interés bélico por alcanzar determinados objetivos militares en una época de lucha revolucionaria; no en vano bastantes de aquellos se adhirieron al Movimiento. De hecho, a los poderes castrenses les sobraba con aplicar con rigidez la normativa militar, penal y administrativa, por entonces vigentes, para derrotar al enemigo interior y futurible. Y ese cuadro jurídico venía determinado por el Reglamento para el Servicio de Campaña, aprobado por ley en enero de 1882, el Código Penal de la Marina de Guerra de 1888, el Código de Justicia Militar de 1890 y la legislación sectorial sobre el orden público. Todas estas normas se interpretaban según las directrices de las Ordenanzas Militares, promulgadas sabiamente por Carlos III en 1768. Pues bien, en el amplio contenido de tales disposiciones existían suficientes preceptos para proclamar bandos militares de cualquier tipo, guerras sin cuartel, persecución de traidores y espías, castigos ejemplares, procesos sumarios, represalias, incautaciones, etc. En puridad, no hacía falta ninguna disposición adicional para perseguir al enemigo. Y es que los militares profesionales han sido siempre muy respetuosos con las reglamentaciones castrenses, hasta el punto que las tropas que se sublevaron en julio de 1936, lo hicieron bajo la cobertura de una ley que estuvo en vigor hasta la entrada en vigor de la presente Constitución; me refiero a la Ley Constitutiva del Ejército(6) de noviembre de 1878, cuyo artículo segundo proclamaba sin ambages el siguiente principio:

La primera y más importante misión del Ejército es sostener la independencia de la patria, y defenderla de enemigos exteriores é interiores.

Pues bien, si fuera verdad que los planteamientos que le achacan a Colunga, fueron aplicados inexorablemente a los vencidos, como han propalado los medios de comunicación aludidos -y sostienen alegremente los autores aludidos-, se hubiera generado una mortandad de cientos de miles de izquierdistas y soldados(7) … A lo mejor es la fantasía que quieren inculcarnos en nuestros cerebros, ¡Quién sabe! … Pero, lo cierto es que a día de hoy ya conocemos cuántas fueron las penas de muerte ejecutadas, tras dictarse las pertinentes sentencias judiciales: aproximadamente unas treinta mil (Hispán), correspondiendo a la posguerra unas catorce mil (Platón). Además sabemos que hubo centenares de miles de procesados por los trámites del juicio sumarísimo. Y también hemos conocido, en 1977, las ejecuciones judiciales inscritas en los Registros civiles del país, durante la guerra civil: unas catorce mil (Salas Larrazábal)…También tenemos referencia de las decenas de miles de prisioneros políticos en 1939 y de su liberación paulatina posterior, habiendo sido designado, precisamente, Acedo Colunga, en 1941, vocal del Patronato Central de Rendición de Penas, contabilizando este organismo hasta 1945 unos 180.000 expedientes sobre libertad condicional… Tampoco hemos de olvidar que en octubre de 1945 se dictó un indulto general para los condenados y procesados por delitos de rebelión y otros conexos, cometidos durante la guerra civil, siempre que tales reclusos no hubieran tomado parte en actos de crueldad, muertes, violaciones, profanaciones, latrocinios u otros hechos repugnantes.

Así las cosas, en diciembre de 1946, solo quedaban en las cárceles españolas 3004 presos por mor de la “rebelión marxista” (terminología estadística de la época) y 10.267, por delitos no comunes cometidos con posterioridad a la contienda; siendo la población reclusa de 36.379 individuos, englobándose en esta cifra los presos de carácter preventivo(8).

No hay por qué dudar de estas cifras, pues proceden de la estadística civil y militar, de obligado cumplimiento en aquella época; y sí, en cambio, de cualesquiera otras que no hayan quedado registradas debidamente en archivos militares o administrativos. Por el contrario, la represión extrajudicial ocurrida en la zona nacional sí es más difícil de dilucidar, por no condensarse ni recogerse en expedientes obligatorios. Con todo, podemos aproximarnos a su cuantificación de forma oblicua, tras consultar diversos materiales y archivos, si bien empleando un largo y fatigoso tiempo en analizar e interpretar los datos obtenidos.

En cualquier caso, mucho más sencillo es fijarse en el articulado de la normativa de orden público para tener una idea general más completa. Pues bien, la II República alteró sustancialmente la antigua legislación de 1870, dando carta blanca a las autoridades militares, una vez declarado el estado de guerra, merced a la Ley de Orden Público de julio de 1933. Más aun, la Ley Municipal de octubre de 1935 permitía que los alcaldes pudieran reprimir y castigar los actos contrarios al orden público, que iban desde la mera intranquilidad social hasta las acciones contrarias al sistema político imperante. No en vano, el decreto de 16 de septiembre del mismo año había autorizado a los agentes policiales y a quienes les auxiliasen, para impedir y, según proceda, reprimir, los actos contra el orden público, entre los que incluía las huelgas, la posesión de armas, las violencias y coacciones, la propaganda violenta, los acciones para cambiar el orden político, etc. Es decir, ni Acedo Colunga, ni siquiera su jefe directo, el general Queipo de Llano, tuvieron nada que ver en la confección e instauración de normas tan draconianas. Fueron los distintos legisladores del periodo republicano los únicos responsables.

En puridad, no hubo ningún plan, salvo el que pudiera derivarse de la aplicación del bando militar de 28 de julio de 1936, por el que se extendía la declaración de estado de guerra a toda la nación, distinguiéndose los juicios militares, por el procedimiento sumarísimo, de los procesos sancionadores, sobre orden público, de carácter sumario, en conformidad con la normativa de entonces. Pues bien, dicho bando militar fue aprobado por la Junta de Defensa Nacional de España en la ciudad de Burgos en la fecha indicada, no formando parte de dicho comité ni Franco ni Queipo de Llano… El referido bando militar, casi con absoluta seguridad, fue informado por el Teniente auditor de 1ª clase, José María Dávila Huguet, quien actuaba como auxiliar de dicha junta suprema. Y este jurídico-militar fue un jurista de reconocido prestigio, publicando varias obras sobre la legislación penal de carácter castrense, comenzando por  su edición de 1937 sobre el vigente Código de Justicia Militar(9), obra que fue catalogada oficialmente de “interés para el Ejército”, siendo nombrado en 1938 vocal del Tribunal de delitos monetarios.  Llegaría  a ser general auditor y director de la Escuela del Cuerpo Jurídico Militar, habiendo sido condecorado en 1960 con la Gran Cruz del la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Murió en Madrid en agosto de 1982.

Lo expuesto no constituye una interpretación peculiar de determinados profesionales de la milicia, en relación con la normativa aplicable, sino el pensamiento del Cuerpo Jurídico Militar de la época; y, por supuesto, del gobierno del Frente Popular, pues aprobó -curiosamente el 17 de julio del 36- el nuevo programa de las oposiciones para el acceso al susodicho cuerpo militar, donde se daba cabida a estas doctrinas penales y administrativas.

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Y por último: la terminología de “represión franquista” resulta inapropiada –lo mismo que si en Francia usáramos la expresión represión gaullista para designar la persecución de 1945-, en cuanto que las normas represivas y procesales antes referidas son anteriores al 18 de julio de 1936, exceptuando la constitución de los Consejos de Guerra Permanentes(10). De hecho, cuando el general Franco accede a la jefatura del Estado, en otoño del 36, designa a Lorenzo Martínez Fuset (auditor de guerra y notario por oposición)(11) como su asesor jurídico, a los efectos de inspeccionar las sentencias dictadas por los distintos tribunales de guerra, aprobándose millares de conmutaciones.

 

 

(1) Castigar a los Rojos; Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista, Crítica, Barcelona.

 

(2) Art. 690: “Las Autoridades judiciales de la Península y Ultramar remitirán trimestralmente á la Fiscalía Togada del Consejo Supremo de Guerra y Marina, pliegos comprensivos del número de procedimientos que en cada regimiento, batallón, establecimiento ó Academia del ramo de Guerra se sigan, con todos los datos necesarios para que, por aquella dependencia, se forme la estadística general de las causas criminales terminadas por sentencia firme, y de los sobreseimientos é inhibiciones que se hubiesen acordado…”.

Art. 691: “Al formar la estadística criminal del ramo de Guerra, la Fiscalía Togada emitirá juicio, en vista de los datos que aquélla contenga, acerca del celo é inteligencia que por los funcionarios llamados á intervenir en la administración de justicia se haya desplegado. Para este fin, las Autoridades judiciales informarán anualmente acerca del concepto que les merezcan los funcionarios del orden judicial que sirvan en los ejércitos ó distritos. A la vez, dichas Autoridades elevarán al Consejo Supremo las propuestas que estimen conducentes al mejoramiento de las leyes por que se rige la justicia militar”. Véase igualmente R. O. G. de 16 de diciembre de 1901 (C. L. núm. 281), por el que se aprueba el Reglamento de Estadística Criminal Militar.

 

(3) La comparación con el régimen nacional-socialista se me antoja desafortunada, en cuanto se basa en la recepción de informes de los inculpados por los tribunales castrenses, cuando la petición de dicha información personal era obligatoria, en conformidad con el articulado de nuestro Código de Justicia Militar de 1890, aparte de ser costumbre acreditada en el Ejército británico, con ocasión de la Gran Guerra. La referencia a la Inquisición resulta además pintoresca, no en vano, el premio Nobel Aleksandr Solzhenitsyn ya efectuó esa comparación en Archipiélago Gulag, pero con la mortandad generada por las actividades de la Cheká y los tribunales en varios gobiernos de la Rusia soviética, durante 1918 y mitad de 1919 (en plena guerra civil). Pues bien, refiere el escritor ruso que los muertos por la Cheká y los tribunales revolucionarios superaron el número de condenados a morir en la hoguera por el tribunal eclesiástico entre 1420 y 1498 (diez mil sacrificados)… No obstante, la cifra de fallecidos rusos, responsabilidad de la Cheká y los tribunales soviéticos, en veinte gobiernos de la Rusia central (unos 16.000 según  Solzhenitsyn), resulta incluso inferior al número de ejecutados y asesinados por los republicanos de izquierda en la provincia de Madrid durante la lucha fratricida de 1936-1939.

(4) El 18 de julio de 1962 fue condecorado con la cruz distinguida de San Raimundo de Peñafort.

(5) Causa 1449/1939, instruida por el Juzgado Militar nº 12 de la 1ª Región Militar.

(6) Los autores del libro comentado, en plena histeria memorialista, llegan a catalogar a esta norma de 1878, como un bodrio, cuando extendió su vigencia durante un siglo, observándose su contenido en varias guerras intestinas, así como en las etapas pacificas de la Restauración, régimen de Primo de Rivera, II República, era de Franco y reinado de Juan Carlos I, siendo únicamente modificada en 1889; respetando, eso sí, la letra y espíritu de la Ley Constitutiva de 1878 (cf. artículo 13 de la Ley de 19 de julio de 1889, Gaceta de Madrid del 20 de julio).

 

(7) Acedo Colunga, al término de su informe, adjunta unos datos estadísticos sobre la actividad de la  fiscalía militar del Ejército de Ocupación en los consejos de guerra celebrados desde la primavera de 1937 hasta finales de 1938, que ni siquiera han sido correctamente entendidos. A saber: sumarios, 6.770; procesados, 30.224; peticiones de pena capital por la fiscalía, 4.955; sentenciados a muerte, 3.189; peticiones de treinta años de presidio por la fiscalía, 4.964; sentenciados a treinta años, 3.953; condenados a otras penas, 7.700; absoluciones, 5.979; sobreseimientos, 9.403… Con relación a los sentenciados a la pena capital, hemos de añadir que el Cuartel General del Generalísimo revisaba minuciosamente dichas sentencias, reduciéndose las ejecuciones en un 40 por ciento aproximadamente. Con todo, se ha extendido, como si fuere una enfermedad contagiosa, entre ciertos  historiadores la creencia de que el procedimiento sumarísimo representaba una ilegalidad jurídica, lo que constituye una evidentísima opinión política fundamentada en la ignorancia o la mentira, habida cuenta que las reglas del procedimiento sumarísimo venían perfectamente detalladas en el tratado III del Código de Justicia Militar de 1890, tras ser aprobado su articulado por las Cortes; cuyo contenido no fue puesto en duda por legislador alguno, teniendo su origen en los consejos de guerra verbales de la primera mitad del siglo XIX. Cosa distinta fueron las comisiones militares de justicia.

 

(8) Fuente: Anuarios Estadísticos de España, INE. En la actualidad, la población reclusa alcanza los 43.422 individuos; pero, en enero de 2020, los reclusos sumaban 58.369 y en diciembre de 2002, 51.882 delincuentes. En cambio, a finales de 1933, el número de presos en establecimientos penitenciarios del país era solo de 12.574 personas. Cuarenta años más tarde, los reclusos sumaban 14.257 y, en diciembre de 1975, únicamente 8.440 individuos.

 

(9) Código de Justicia Militar; con notas aclaratorias y formularios, Imprenta Aldecoa, Burgos.

 

(10) Decretos núm. 55 y 191, BOE  (05.11.1936 y 27.01.1937).

 

(11) Martínez Fuset moriría en abril de 1961, siendo coronel auditor del Ejército del Aire, notario y consejero de varias entidades públicas y privadas. En 1944, el Ministerio de Justicia le concedió la Cruz de Honor de San Raimundo de Peñafort.

 

 

Fuentes: ABC, La Vanguardia, La Gaceta de Madrid, BOE, prensa histórica, archivo particular.

 

 

 

Autor

José Piñeiro Maceiras