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Hubo un tiempo, hace apenas unas décadas, en que era común escuchar que estábamos al final de la historia. Según este lugar común posteriormente desmentido, nada relevante nos sucedería ya a los humanos pertenecientes a la era posthistórica. Guerras, crisis, revoluciones, pandemias, grandes relatos para explicar el universo y palabras rimbombantes para justificar actos horribles eran apenas signos de un pasado cada vez más lejano. Se equivocaban. Despertamos del sueño de prosperidad con los monstruos de la pobreza espiritual y material crecientes.
Desde entonces los acontecimientos no han parado de sucederse. Noticias de usar y tirar para un tiempo donde nada profundo parece poder arraigar. En plena cumbre de la OTAN en Madrid, los periódicos vuelven a rebosar actualidad. Decisiones políticas no sometidas a sufragio que parecen dirigir nuestros pasos en la Historia. Juzgamos en la televisión a hombres inocentes con calumnias sólo para poder comentar después en Twitter la jugada. Mantenemos a nuestros políticos corruptos en el poder con el único fin de poder criticarles y sentir así el prurito de la superioridad moral de baratillo. Legiones de tertulianos cunden multiformes por la parrilla televisiva, desprendiendo ignorancia con aplomo para que puedan ser corregidos desde el sofá de casa con delectación pedante. Y conforme nuestra estupidez crece en una estadística abrumadora, el desarrollo de las Inteligencias Artificiales multiplica la brecha de nuestra dependencia tecnológica.
En Walter Benjamin leemos: “La Humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo en sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Los cineastas ponen imágenes a nuestro estado civilizatorio terminal. Nuestros grandes escritores trazan otra novela de denuncia sobre el estado decadente de la sociedad. Los articulistas describen pormenorizadamente los valores dejados en la cuneta en nombre del sacrosanto Progreso. Las iglesias desiertas y los museos “turistificados” ejemplifican mejor que nadie el maltrecho signo de los tiempos. Las redes sociales son el mejor termómetro anímico del aislamiento, del solipsismo y del complicado cuadro patológico que manifiesta el sujeto contemporáneo.
Lo más grave de todo, sin embargo, es el grado de aceptación que tal estado de cosas ha alcanzado en nuestra cultura. Obras inconformistas de los 90 y los primeros 2000 como las de Easton Ellis (American Psycho), Beigbeder (Windows on the world), Palahniuk (El club de la lucha), Houellebecq (Plataforma) o Sorokin (El hielo) han dejado paso ahora a las películas de superhéroes y las novelas pseudo-autobiográficas de burgueses acomodados de mediana edad. Lo que parece ser una anécdota relativa al gusto de los consumidores, es en realidad el mayor significativo de nuestra servidumbre intelectual. No queremos luchar más: sólo nos apetece seguir asistiendo al reality show perpetuo de una hiperrealidad encaminada a la extinción.
El soma que Aldous Huxley describía en Un mundo feliz ha terminado convirtiéndose en la Nostalgia que Alan Moore creó para Watchmen. Precisamente nuestra nostalgia se ha convertido en la mayor droga paralizante para evitar cualquier atisbo de intento por salir del túnel. Atrapados entre el enésimo remake inmediato y el penúltimo reboot efímero, pareciera que no podemos decir nada nuevo salvo lo mucho que añoramos regresar a la infancia individual y colectiva. Antes de que la inocencia se perdiera. Somos una sociedad infantilizada cuyos individuos no entienden el mundo en el que viven pero que comprueban en su experiencia diaria, a cada instante, hasta qué punto la realidad les desagrada. Por eso necesitan algo con lo que evadirse de ella: esa droga paralizante llamada nostalgia. Que el capitalismo sabe producir a un ritmo industrial masificado y con el grado de especialización propio de cada cesta de la compra particular de Amazon.
Somos voyeurs incansables de nuestra propia decadencia. Miramos compulsivamente pantallas donde refulgen silenciosos actos de perversidad kitsch. Nos encanta regodearnos en nuestra marchita condición posmoderna. Adictos al zapping inane, asistimos encantados al espectáculo único de nuestra degradación en todas y cada una de las pantallas disponibles en cada hogar del planeta. Vaciados de todo contenido que no sea la constatación del rumbo tiempo atrás errado, estamos enganchados al frenesí estúpido de un movimiento huero y absurdo. 24 horas al día y 7 días a la semana: la programación debe continuar, incluso cuando lo único verdaderamente original que se pueda captar sea el propio fin del mundo. No olviden suscribirse al canal y darle al botón de “me gusta” antes de que la luz se apague.
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