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En primer lugar, habría que preguntarse el papel que juega la desigualdad entre los hombres en las relaciones políticas y qué importancia reviste en cuanto a la determinación de la naturaleza del poder, según Aristóteles. Éste menciona el caso de individuos que son absolutamente superiores a otros y a quienes debe prestarse obediencia porque en ellos hay una ley. Pero Aristóteles pone gran cuidado en advertir que tal excepcionalidad y que situaciones de ese tipo están totalmente fuera de lo común, siendo lo normal la situación contraria, a saber, que los hombres vivan en condiciones de igualdad aproximada, puesto que la polis es una asociación de hombres libres y no de esclavos y señores, y «debe tender a estar compuesta por elementos que sean iguales y homogéneos entre sí lo más posible». Por consiguiente, el concepto de ciudadanía está ligado, también en Aristóteles, al de igualdad, salvo en el caso predicho: «Son ciudadanos, en el sentido usual del término, todos los que en la vida ciudadana tienen, a la vez, condiciones para mandar y obedecer».

De esta igualdad no sólo quedan excluidos de la dignidad de ciudadanos los esclavos, sino todos cuantos realizan trabajos serviles, como los menestrales y labradores, que proveen a la polis de los productos básicos necesarios para su desenvolvimiento.

La doctrina que habría de dominar en el pensamiento político occidental no sería la Aristotélica, sino otra radicalmente distinta, que, en total antítesis con aquella doctrina de «desigualdad natural», afirma la «igualdad natural» de todos los hombres. De tal manera, dice Carlyle, que «no hay en toda la teoría política un cambio tan sorprendente y tan total como el que se produce de la tesis aristotélica a la actitud filosófica posterior, representada por Cicerón y Séneca.» Ahí está la teoría de la igualdad natural y sobre la naturaleza humana y la sociedad que encontró su expresión moderna en el lema de la Revolución francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad.

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Por lo que se refiere a la igualdad, dice Passerin, sorprende que haya dado lugar a tantas discusiones, pues debería ser obvio que se trata de un principio no empírico ni puede confirmarse apelando a los hechos. Si algo enseña la experiencia es que los hombres no son iguales, sino desiguales, y que también lo son en la esfera política, donde unos mandan y otros obedecen, unos tienen poder y otros no. Lo que hay que puntualizar es algo tan simple como que el principio de igualdad entre los hombres referido a la esfera política no es una proposición descriptiva, sino normativa, es decir, una afirmación acerca de una regla a adoptar y una dirección a seguir, no acerca del estado de cosas existentes.

A nuestro juicio, dice Passerin, con el que comparto, esto es, precisamente, lo que subyace en las formulaciones más antiguas del principio de igualdad entre los hombres, aludidas en expresiones como «por naturaleza» o «natural», que indicaban claramente el carácter normativo del principio y que concebían las desigualdades como algo «contrario a la naturaleza».

El principio de igualdad no es afirmación de un hecho, sino expresión de una elección, reivindicación de un valor que se remonta a los orígenes de nuestra civilización y del que no podemos renegar sin renunciar a ser nosotros mismos.

La mera afirmación de que existen razas superiores o etnias superiores como se deduce de las tesis nacionalistas les hace renegar de lo que son: españoles

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