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– Bueno, amigo Merino ¿y hoy de qué quiere usted que hablemos?
Ese era su saludo cuando llegaba cada tarde sobre las siete a su casa de Príncipe de Vergara (antes «General Mola»). Aquellas charlas, que se sabía cuando empezaban, pero no cuando terminaban, porque muchas noches me quedaba a cenar con Doña Zita y su hijo Fernando y se prolongaba la conversación hasta bien entrada la madrugada, jamás podré olvidarlas. Les aseguro que oír hablar a «Don Ramón» era un verdadero placer, ya que no sólo era un pozo de sabiduría y tenía una memoria prodigiosa, sino también su voz, una voz suave y dulce que te conquistaba por si sola… Sí, fueron muchas tardes-noches, que llenaron mi vida la década de los 80 y parte de los 90.
– Pues, D. Ramón, hoy me gustaría que me diese «su» versión de su salida del Gobierno y su ruptura con Franco. He leído casi todo lo que se ha publicado y parece que nadie se pone de acuerdo.
– ¿Y en qué no se ponen de acuerdo «mis amigos» los historiadores?
– Para unos, D. Ramón, Franco le cesó por los «sucesos de Begoña», para otros la causa fue el «lio» que tuvo usted con la Marquesa de Llanzol, con hija incluida, para otros que Franco le utilizó como «cabeza de turco» para lavar la imagen «pro-nazi» que había tenido el Régimen hasta ese momento… No sé, porque otros dicen que fueron los falangistas los que pidieron su cabeza por considerarle un traidor a José Antonio, y otros que fueron los militares monárquicos…
– Vale, vale, Señor Merino, no se rompa la cabeza, yo le voy a aclarar las cosas. Mire usted, es posible que todas esas cosas que usted acaba de citar influyeran en mi «pariente», pero tras todo eso se esconde la verdad, la verdad – verdad, la que casi todos no han querido ver… Pero, déjeme que, sin embargo, le aclare antes algo importante. Se ha dicho que yo fui «cesado», y es cierto porque mi «cese» salió publicado en el BOE del día 3 de septiembre de 1942. Sin embargo, la verdad es que a esas alturas yo ya había presentado mi dimisión en dos ocasiones y Franco sabía que yo ya no estaba de acuerdo con el camino por el que ya circulaba el Movimiento. Por tanto, y lo recuerdo muy bien, la mañana que me dijo que tenía que destituirme él lo pasó fatal y yo casi me bailo unas sevillanas. Él dijo, muy serio y apenas sin voz, «Lo siento, Ramón, te tengo que sustituir» y yo le respondí, con una sonrisa que me llegaba de oreja a oreja, «Gracias, Paco, no sabes la alegría que me das.» Ahora sigamos con las causas de mi «cese». Es verdad que los «sucesos de Begoña» provocaron una situación difícil, sobre todo por la postura que adoptó el General Varela, que consideró el enfrentamiento de falangistas contra carlistas y la «bombita» que uno de ellos tiró, como un atentado contra el Ejército. Tanto que el resultado fue el fusilamiento inmediato de uno de los falangistas (¡y menos mal que sólo fue uno, porque el general monárquico pedía la cabeza de todos!) Pero, en realidad, aquello fue una tormenta en un vaso de agua, si aquellos «sucesos» ocurren unos años atrás Franco no les hubiera hecho ni caso, cuando más lo hubiera resuelto con el cese de Varela y el del Ministro Galarza.
– Entonces ¿por qué le cesó a usted también? – me atreví a interrumpirle.
– Ay, amigo mío, porque allí estaba ya agazapado, y casi a escondidas, el hombre que se estaba apoderando de la conciencia del «pariente».
– ¿A quién se refiere, D. Ramón?
– Al marino que llegó de Baleares, al entonces todavía capitán Carrero Blanco. Porque el sibilino que ya sabía por donde flaqueaba Franco le hizo la advertencia que en aquellos momentos iba a ser más decisiva. «Excelencia, Mi General, si cesáis a Valera y a Galarza y no cesáis a Serrano todo el mundo, y principalmente el Ejército, va a pensar, lo que ya piensa casi toda España, que el Ministro Serrano es más fuerte que nadie y que puede con todos.» ¡Ay, y aquello sí fue una banderilla de fuego, porque iba directa al corazón de «Dios», el «Dios» que entre todos los serviles estaban levantando… No, los «sucesos de Begoña» no fueron determinantes. Como tampoco lo fue lo mío con la Marquesa de Llanzol… porque, aunque se haya dicho todo lo contrario, Franco pasaba de rumores y amoríos sin inmutarse… ¡A Franco sólo le importó siempre lo que se hiciera bien en su beneficio!
– Sin embargo, la hija de aquel «romance» o lo que fuese –me atreví a decir yo– nació justo 6 días antes de su cese… Parece que sí, que tuvo que ver en el asunto.
– Mire, Merino de ese tema no voy a seguir hablando. Sí, le aseguro que no todo lo que se ha dicho o rumoreado es verdad, la verdadera verdad de mis relaciones con la Marquesa de Llanzol la tengo escrita, pero mientras vivan algunas personas que todavía viven o mientras viva yo no se publicará mi «verdad». Algún día le contaré la verdad, toda la verdad y se conocerán mis buenas relaciones con mi hija.
– Entonces ¿por qué le cesó su «pariente»?… (Así le llamaba siempre «Don Ramón» a Franco.)
Mire usted, Merino, «mi cese» no fue consecuencia de un acto en concreto, mi cese se fue fraguando en la cabeza de mi «pariente», (porque desde que me casé Franco fue siempre para mí mi cuñado, o al menos el marido de mi cuñada) mucho antes, tal vez desde el mismo día de la Victoria. Porque Franco tenía las ideas muy claras, al menos las suyas, él quería «su» España, «su» Estado, «su» Ejército, «su» Partido… Y todo lo que no fuera «suyo» no tendría valor alguno. Si a esto le suma usted el servilismo y casi adoración que encontró a su alrededor ya tiene el cuadro completo. Un cuadro curioso: un hombre que se cree Dios y una Corte que le quiere hacer Dios… Y bastó sólo un año para que él se lo creyera y le invadiera la HYBRIS, sí, esa enfermedad de los griegos que se apodera de los hombres cuando quieren hacerse Dioses. Verá, usted sabe muy bien lo que costó ganarse los «navicerts» de ingleses y americanos para que pudieran llegar a aquella España casi hambrienta el trigo argentino y otros alimentos canadienses. Pero yo no sabía lo que comenzó a pasar nada más llegar a España aquellos alimentos, aunque muy pronto me llegaron informaciones de que «algunos» se estaban aprovechando y enriqueciendo a costa del pueblo. Y eso, en cuanto lo supe me fui al Pardo (ya estábamos en Madrid) y le pedí al «pariente» que actuase rápido y cortase aquella corrupción ¡no se podía jugar con el hambre del pueblo!… ¡Ay, lo malo es que los principales responsables de aquella «felonia» estaban muy cerca de él, ya que la palma se la llevaba su hermano Nicolás. Naturalmente a partir de aquel momento todos los corruptos, o los que aspiraban a serlo porque se creían en su derecho tras la Victoria, se convirtieron en mis enemigos. Como también se convirtieron los generales que se dejaban sobornar por los ingleses (más de 10 millones de libras esterlinas) para influir en Franco a favor de los aliados. Y otro tanto pasó con los falangistas…
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