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A León Degrelle le conocí personalmente en 1978 en la Casa de Marbella de don Ramón Serrano Súñer en una tarde-noche espléndida del mes de septiembre y volví a verle dos veces más en Madrid (un día reunido con don Ramón y Dionisio Ridruejo, él y yo paseando por el Parque del Retiro), pero hoy lo recupero de mi “baúl de los recuerdos”  tras leer la estupenda entrevista que “El Correo de España” ha publicado con una de sus hijas y porque creo que es necesario que los jóvenes de hoy conozcan mejor a las grandes figuras del pasado.

Les reproduzco los capítulos 1 y 2 de la obra “Almas ardiendo” (de la que llegaró a venderse más de 1.000.000 de ejemplares)

AGONÍA DEL SIGLO 

“El mundo no es sino confusión y tormento. El odio destroza sus entrañas. Mata, mancha y arrastra a sus víctimas en el oleaje fangoso de su furor. Los hombres se buscan con maldad de chacales. Se les oye rugir en la noche iluminada por los rayos. Los pueblos se detestan.

Los individuos se detestan. 

Ya no respetan nada, ni siquiera al vencido que yace en la tierra, ni a la mujer que implora, ni a Los niños de ojos abiertos a los sueños. 

Ha muerto el soñar.

Solo vive la bestia, la bestia salvaje que pisotea a los tímidos y a Los fuertes, a Los inocentes y a los culpables. 

Todo titubea, el armazón de los Estados, las leyes de las relaciones sociales, el respeto a la palabra. 

Los hombres que antes, creaban la riqueza en un esfuerzo redoblado, se enfrentan ahora como fieras desencadenadas. 

Mentir es sólo una forma más de ser hábil. 

El honor ha perdido su sentido, el honor del juramento, el honor de servir, el honor de morir. Los que permanecen fieles a estos viejos ritos hacen sonreír a los demás. 

La virtud ha olvidado su dulce murmullo de manantial. Las sonrisas no son ya confesiones del amor sino reticencias, estafas o rictus.

Se asfixian las almas. El denso aire está cargado de todas las abdicaciones del espíritu. 

El olfato busca en vano un aura pura, el perfume de una flor, la frescura de una brisa impregnada de mar… 

El mar de los corazones está hosco. No tiene velas blancas. No hay alas que canten sobre su lomo Inmenso. 

Los jardines del corazón han perdido su color. No tienen pájaros. ¿Qué pájaro, por acaso, podría cantar en medio de la tormenta, mientras el hombre busca al otro hombre, para odiarle, para corromper su pensar, para hollar con los pies la rosa? 

Los dones han muerto, el don del pan para los cuerpos frágiles, el don del amor para las almas que sufren. 

¿Amar ¿ ¿Por qué ¿ ¿Para qué amar? 

El hombre, encerrado en su concha, ha hecho de su egoísmo una barricada. Quiere gozar. La felicidad, para él, se ha convertido en un fruto que devora ávidamente, sin recrearse en él, sin repartirlo, sin dejarle, siquiera, ver a los demás. 

¿Para qué aguardar al fruto maduro que tendría que repartirse entre todos? El amor, el mismo amor, ya no se da a los demás; se huye con él entre los brazos, deprisa, deprisa.

 

Sin embargo la única felicidad era aquello: el don, el dar, el darse; era la única felicidad consciente, completa, la única que embriagaba, como el perfume sazonado de Las frutas, de las flores, del follaje otoñal.

 

La felicidad sólo existe en el don. Su desinterés de sabores de eternidad, vuelve a los labios del alma con dulzura inmortal.

 

Dar: haber visto los ojos que brillan porque han sido comprendidos, alcanzados, colmados.

 

Dar: sentir esos anchos estremecimientos de dicha, que flotan como inquietas aguas sobre el corazón, súbitamente serenado, empavesado de sol.

 

Dar: haber llegado a esas múltiples fibras secretas con las que se tejen, los misterios ardientes de una sensibilidad, emocionada, como si la lluvia suave del verano hubiera refrescado los rosales que trepan por los muros polvorientos y cálidos.

 

Dar: tener el gesto que alivia, que hace olvidar a la mano que es de carne, que derrama un deseo de amar en el alma entreabierta.

 

Entonces, el corazón se torna tan leve como el polen de las flores, y se eleva como el canto del ruiseñor, con su misma voz ardiente, que alienta nuestra penumbra. Desbordamos la felicidad porque hemos derramado la capacidad de ser dichosos, la felicidad que no habíamos recibido para que fuera sólo nuestra, sino para derramarla, porque nos ahogaba, como la tierra que no puede retener sus manantiales, los deja desbordar sobre las flores numerosas de las praderas, o por las hendiduras de las rocas grises.

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Pero hoy, Los manantiales no brotan ya. La tierra, egoísta, no quiere despojarse del tesoro que la agobia. Retiene la felicidad y la ahoga.

 

Las rocas se secan y saltan en pedazos. Y Las flores, oprimidas en los corazones, sucumben. Se ha cegado el impulso de los manantiales.

Las almas mueren, no solamente porque solo reciben odio, sino también porque se ha desnaturalizado su propio amor, cuya esencia era probar y darse.

 

Esta es la agonía de nuestro tiempo.

 

El siglo no se hunde por falta de elementos materiales.

Jamás fue el universo tan rico, ni estuvo tan colmado de comodidades, gracias a una enorme y fecunda industrialización.

 

Jamás hubo tanto oro.

 

Pero el oro está escondido en los cofres blindados, más seguro que en las más profundas cavernas.

Los bienes materiales, monopolizados, sirven para matar a los hombres y no para socorrerles. Son una razón más para odiar.

Han convertido en garras, las manos que los tocan, y en jaguares Los cuerpos humanos que los utilizan.

Sin amor, sin fe, el mundo se está asesinando a sí mismo.

 

El siglo ha querido, ciego de orgullo, ser tan sólo el siglo de los hombres. Este orgullo insensato le ha perdido.

Ha creído que sus máquinas, sus «stocks». Sus lingotes de oro, le podrían dar la felicidad. Y sólo le han dado alegrías, pero no la alegría, no esa alegría que es como el sol que nunca se apaga en los paisajes que antes, ha llenado de ardiente esplendor. Las tristes alegrías de la posesión se han endurecido como púas y han herido a los que, creyéndolas flores, las acercaban a su rostro.

El corazón de los vencedores del siglo, vencedores de un día, está lleno de melancolía, de acritud, de una horrible pasión de apoderarse de todo, enseguida, de una cólera brutal, que se eriza frente a todos los obstáculos.

Millones y millones de hombres se han batido y se han odiado. Un huracán les arrastra, cada vez más desencadenado, a través de los aires encendidos. La lengua seca, frías las manos, adivinan ya,

en medio de su delirio, el instante próximo en que su obra de locos será aniquilada. Desaparecerá, porque era contraria a las leyes del corazón y a las leyes de Dios.

El solo, Dios, daba al mundo su equilibrio, dominaba las pasiones, señalaba el sentido de los días felices o desgraciados.

¿Para qué haber sido ambicioso, cuando el verdadero bien se ofrecía sin límites, generosamente, a todos los corazones puros y sinceros?

E1 mundo ha renegado de esta alegría, sublime y orgullosa, como los chorros de una fuente. Ha preferido hundirse en los pútridos mares del egoísmo, de la envidia y del odio.

Se asfixia en la ciénaga.

Se debate en medio de sus guerras, de sus crisis, en medio de los lazos resbaladizos de su egoísta pasión.

Aunque se reúnan todas las conferencias del mundo y se agrupen los jefes de Estado y los expertos, nada podrán cambiar. La enfermedad no está en el cuerpo. El cuerpo está enfermo porque lo está el alma. Es el alma la que tiene que curarse y purificarse.

La verdaderamente grande y única revolución que está por hacerse es ésa: aun tan sólo las almas, llamadas por el amor del hombre y alimentadas por el amor de Dios podrá devolver al mundo él claro rostro y una mirada limpia a los ojos purificados por el agua serena de la entrega generosa.

 

No hay opción: o revolución espiritual, o fracaso del siglo.

La salvación del mundo está en la voluntad de las almas que tienen fe.

Por esto, España mística, España de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, de San Francisco Javier, de San Ignacio, par esto, creo yo en tu misión, en una misión junta a la cual tus pasajeras desgracias nada son; misión privilegiada entre todas: la de derramar en las almas en agonía la sangre de tu alma ardiente.

Ningún país, hoy, tiene tu fe. Tu fe, la ruda fe de los penitentes de Lorca o de Sevilla y la de los Cruceros de Navarra. Tu fe alegre de las panderetas navideñas y la de las carretas abigarradas de la Romería del Rocío.

Ningún otro país ha sido bendecido con más amor por la Virgen, tu Virgen milenaria del Pilar, tu Virgen de los guerreros de Covadonga, tu Virgen del Camino para los que andan a tientas buscando su sendero. Tu Virgen de los Desamparados, para las almas a la deriva. Tu Virgen de las Angustias, para los corazones destrozados por el dolor.

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Toda tu tierra es oración, don alegre don doloroso, impulso místico, confianza y esperanza.

Tus mujeres, bajo sus mantillas negras, tienen los olos ardientes y dulces como los pétalos aterciopelados de los pensamientos. Tu pueblo se asocia a Dios en todos sus actos. Has conquistado una ancha parte del mundo confiando a la Virgen las velas de tus carabelas y clavando la Cruz en cada uno de los pedazos de tierra hallados por tus conquistadores y por tus monjes.

En todos tus monasterios, en cada iglesia, donde las campanas cantan por el aire azulado de la noche, en cada hogar donde los niños duermen mezclando el nombre de la Virgen a sus cándidos sueños, en toda tu resplandece la fe como ese sol que al amanecer se derrama sobre los ásperos montes y las llanuras onduladas, sobre los pueblos blancos y los torreones de los castillos, y los santos de piedra de tus catedrales.

Tú vives tu Dios. Tu juventud es como un ejército de Cruzados. Contempla, con el corazón henchido y desbordante, al mundo que le llama.

¡Español, hijo de Dios, sigue derecho tu camino!

¡El siglo te aguarda!

¡Las almas ardientes lo pueden absolutamente todo!”

 

VIDA RECTA

Los que titubean ante el esfuerzo es porque tienen adormecida el alma. El gran ideal da siempre fuerza para domar el cuerpo, para soportar el cansancio, el hambre, el frío.

¿Qué importan las noches en vela, el trabajo abrumador, o el dolor, o la pobreza? Lo esencial es conservar en el fondo del corazón la gran fuerza que alienta y que impulsa, que aplaca los nervios desatados, que hace latir de nuevo la sangre cansada, que hace arder en los ojos, adormecidos por el sueño, un fuego ardiente y devorador.

Entonces, nada es áspero ya. El dolor se ha transformado en alegría porque, gracias a él, nos damos más por entero, y el sacrificio nuestro se purifica.

La facilidad adormece el ideal. Le alienta, en cambio, él estimulo de la vida dura que nos hace adivinar lo profundo del deber cumplido, las responsabilidades que hay que afrontar, y la gran misión digna de nosotros.

Lo demás no cuenta. La salud nada importa.

No estamos en este mundo para comer a horas fijas, para dormir con regularidad, para vivir cien o más años.”

 

Obras

La protección de la dictadura franquista le permitió a Degrelle escribir numerosas obras de divulgación del ideario rexista y fascista. A comienzos de la década de 1970 fue uno de los principales promotores de CEDADE; Ediciones Nothung, la imprenta de la organización en Barcelona, publicó varios de sus libros, entre ellos Mil años de Hitler y Nuestra Europa. Otros títulos, incluyendo Espíritus apasionadosMemorias de un fascista y Carta abierta al Papa sobre Auschwitz fueron publicados por Editorial Fuerza Nueva y Ediciones D. 

Almas ardiendo (o Almas en la hoguera)
La campaña de Rusia
Memorias de un fascista
Hitler, nacido en Versailles
Tintin, mon copain
Carta abierta al Papa sobre Auschwitz
Mi camino de Santiago
El enigma de Hitler
¡Europa vivirá!
Majestad, usted y yo
Léon Degrelle, firma y rúbrica
Historia de las Waffen-SS europeas
Hitler. La marcha hacia el Reich (1918-1933)
Mis andanzas en México.
Llamamiento a los jóvenes europeos.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.