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“El Correo de España” se complace en reproducir la conferencia que hace años pronunció don Ramón Serrano Súñer sobre José Antonio, su gran amigo y compañero de estudios y mañana publicaremos el discurso fundacional: “el mejor discurso de su vida”

 

Alfonso García Valdecasas, Julio Ruiz de Alda y José Antonio Primo de Rivera, de i-d, en el Teatro de la Comedia de Madrid, durante el acto de la fundación del nuevo partido Falange Española. EFE/jgb

Mañana se cumple un aniversario más de la Fundación de Falange española. Sucedió el 29 de octubre del año 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid y con tres oradores: García Valdecasas, Julio Ruiz de Alda y José Antonio Primo de Rivera, La sala estaba abarrotada y el ambiente muy cargado… pero el joven José Antonio, que aquel día solo tenía 30 años, ilusionó a los asistentes desde sus palabras de saludo:

“Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo”

Pero no quedó ahí el entusiasmo, porque según la Prensa y según sus amigos que esa noche estuvieron allí para apoyarle (Agustín de Foxá, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, José María Alfaro, Pedro Lain, Antonio Tobar) fue el mejor discurso de su vida.

Y puso de pie a sus ya camaradas cuando dijo: “Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres”

Pero, llegado este aniversario no se me ocurre nada mejor como recuerdo imperecedero del hombre que ilusionó a la juventud de aquella España y que sigue siendo para muchos luz y faro de sinceridad política y de amor a España, que reproducir  las palabras que un día escribió su mejor amigo, Ramón Serrano Súñer, en una conferencia que pronunció con motivo del 20 aniversario de su muerte.

Texto conferencia

Mi amistad con José Antonio.

¿Pruebas de mi amistad con José Antonio? Sólo estas pocas: nuestra entrañable y conocida camaradería en los años universitarios; nuestra colaboración en defensa de las “Asociaciones profesionales” de estudiantes; algunas colaboraciones de tipo jurídico en los primeros tiempos de nuestra actividad como abogados. Cuando luego José Antonio iba a Zaragoza se hacía dirigir la correspondencia más íntima a mi casa en donde se alojaba. Cuando venía yo a Madrid, íbamos juntos a comer, a pasear, al teatro, cosas propias de amigos. Recuerdo que agobiado yo con la preparación de unas oposiciones sin el tiempo necesario, aislado en un piso libre en la calle de Hortaleza que la bondad de mis amigos López Roberts me ofrecía para estudiar en mejores condiciones, me localizó e irrumpió una tarde allí para llevarme al teatro “Maravillas” donde iba a cantar Raquel Meller, recién llegada del extranjero, sólo durante tres funciones. Aunque los dos teníamos por la genial “cupletista” (como entonces se decía) gran admiración, yo me resistía a perder unas horas de estudio, pero él me argumentaba, casi empujándome, que aquella distracción haría luego más fecundo mi trabajo. Nos fuimos en su “Chevrolet” hasta el teatro y al día siguiente, venciendo mi “indignación”, repitió la visita.

José Antonio fue testigo de mi boda, teniendo que desplazarse desde Madrid, en momento muy azarosos para él, a Oviedo, y me nombró, en mi calidad de “amigo de toda la vida”, albacea en su testamento. (Muerto su padre, me encargó que formulara un recurso en relación con la suscripción de los Alcaldes y la “Unión Patriótica”.) Cuando se anunció el día en que iba a plantearse en la Cámara el suplicatorio para procesarle por tenencia de armas, muy contrariado porque pensaba que en aquella fecha no podría estar en Madrid, me rogó que lo impugnara yo en el caso de que efectivamente él no hubiese podido asistir, y si por fortuna para él no resultó necesario que lo sustituyera, yo, rompiendo la disciplina de la minoría, voté en contra de su concesión. Entre muchas preocupaciones, decepciones y amarguras tuvo José Antonio algún momento de ilusión y de esperanza y proyectó una lista de Gobierno en la que yo era Ministro de Justicia, y en cambio no figuraba en ella un solo nombre de los que a su muerte se crecieron políticamente unos centímetros y se instalaron vitaliciamente en un poder que, según su confesión, no era falangista.

Entrevista Franco – José Antonio

Como es lógico, dada mi amistad con ambos, fui testigo e intermediario en las contadas entrevistas y comunicaciones –sólo dos y una carta– que tuvieron lugar entre Franco y José Antonio. Antes de que Franco fuera nombrado Jefe del Estado Mayor, el Ministro Hidalgo le había invitado a participar en unas maniobras militares –o a presenciarlas– que se celebraban en la zona del Pisuerga. José Antonio, ya muy preocupado por el sesgo que tomaba la política del país, me había hablado varias veces de él y más aún de Mola, insistiendo en que cualquiera de los dos eran los hombres que podían y debían realizar la operación quirúrgica para encauzar la vida del país, cuando aún era tiempo y sin recurrir a la sempiterna equivocación militarista de sustituir las fuerzas políticas por el Ejército. (El general Goded, en quien reconocía inteligencia y capacidad superiores, no le inspiraba simpatía por haber conspirado contra su padre). A juicio de José Antonio debía ser una simple operación rápida –sin sangre, o con poca sangre– que abriera las puertas a una experiencia política nueva. En la ocasión de las maniobras militares del Pisuerga, José Antonio creyó conveniente concretar esas exhortaciones en una carta dirigida a Franco, complementaria de otra más amplia que había dirigido al Ejército en general y en la que precisaba todo su pensamiento. Para hacerla llegar a su destino –en el delicado momento a que me refiero– movilicé a mi inolvidable hermano Pepe que podía hacer de mensajero sin llamar la atención pues por razón de su destino en Obras Públicas estaba encargado de aquellas carreteras).

José Antonio y Franco no habían tenido otro encuentro anterior más que al coincidir en mi casamiento, ceremonia en la que ambos fueron testigos. Sólo más tarde, en la proximidad de las elecciones de 1936, José Antonio quiso entrevistarse con Franco que en su día había recibido la carta a que vengo refiriéndome  sin demasiado interés. José Antonio estaba entonces obsesionado con la idea de la urgente intervención quirúrgica preventiva y de la constitución de un Gobierno nacional que, con ciertos poderes autoritarios, cortaran la marcha hacia la revolución y la guerra civil que, a su juicio, se haría inevitable si, como él profetizaba, perdían las elecciones las derechas e incluso si las ganaban. Me encargué de organizar el encuentro que se celebró en la calle de Ayala en casa de mi padre y mis hermanos. Fue una entrevista pesada y para mí incómoda. Franco estuvo evasivo, divagatorio y todavía cauteloso. Habló largamente; poco de la situación de España, de la suya y de la disposición del Ejército, y mucho de anécdotas y circunstancias del comandante y del teniente coronel tal, de Valcárcel, Angelito Sanz Vinajeras, “el Rubito”, Bañares, etc., o del general cual, y luego también de cuestiones de armamento disertando con interminable amplitud sobre las propiedades de un tipo de cañón (creo recordar que francés) y que a su juicio debería de adoptarse aquí. José Antonio quedó muy decepcionado y apenas cerrada la puerta del piso tras la salida de Franco (habíamos tomado la elemental precaución de que entraran y salieran por separado) se deshizo en sarcasmos hasta el punto de dejarme a mí mismo molesto, pues al fin y al cabo era yo quien los había recibido en mi casa. “Mi padre –comentó José Antonio– con todos sus defectos, con su desorientación política, era otra cosa. Tenía humanidad, decisión y nobleza. Pero estas gentes…”

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(…) La ‘Falange’, como es sabido, había sido excluida de la alianza derechista que presentaba sus candidaturas en las elecciones de febrero de 1936. Las candidaturas de ‘Falange’, que entonces no contaba con masas, fracasaron, y José Antonio quedó sin investidura parlamentaria lo que, aparte de ser injusto, era sumamente peligroso para él en aquellas circunstancias, cuando ya estaba procesado y en prisión. Los estados mayores de la derecha recapacitaron sobre aquella situación y se acordó proponer a José Antonio como candidato para la segunda vuelta electoral (o elección parcial) que debía celebrarse en la circunscripción de Cuenca. Pero, deseosos de una mayor espectacularidad, se decidió unir en la misma candidatura el nombre de Franco y el de José Antonio. Con razón a éste le parecieron muy desafortunadas la ocurrencia y la combinación, no sólo por la idea que él tenía sobre la ineficacia de la presencia de Franco en las Cortes, falto, a su juicio, de toda capacidad oratoria y polémica, sino también porque la unión de los dos nombres en la misma candidatura le parecía una provocación excesiva al Gobierno, con lo que el triunfo electoral iba a resultar imposible. Un día me pidió que fuera a visitarle a la Cárcel Modelo donde se encontraba y así me lo manifestó sin rodeos rogándome que interviniera para conseguir cerca de Franco su exclusión de la misma. “Lo suyo no es eso –recuerdo casi literalmente sus palabras– y puesto que se piensa en algo más terminante que una ofensiva parlamentaria, que se quede él en su terreno dejándome a mí este en el que ya estoy probado.” Mientras José Antonio razonaba su punto de vista dirigiéndolo a mí con afectuosa serenidad, su hermano Fernando –hombre inteligente, serio, y su principal apoyo según varias veces me contó–, que se encontraba junto a él detrás de la reja del locutorio, apostilló con indignación y amarga ironía: “Sí, aquí para asegurar el triunfo de José Antonio no faltaba más que incluir el nombre de Franco y además el del cardenal Segura.”

Los dirigentes de “Acción Popular” comprendieron y aceptaron las razones de José Antonio y éste, haciéndose cargo de que habiendo dado ya Franco su aprobación para figurar en la candidatura el intento de su exclusión podía desairarle, me pidió que fuera yo personalmente a gestionar su renuncia voluntaria y con este fin me desplacé a Canarias. Salí muy temprano, a las 8 de la mañana, en un avión de la “LAPE”, aquellos aviones que tenían un fuselaje casi de cartón y madera con un pasillo central y un solo asiento a cada lado, correspondiéndome a mí precisamente el que estaba a la altura del de Negrín que iba a Las Palmas a visitar a su padre que era médico allí. Me saludó un tanto sorprendido y me preguntó –creo que reticente– si iba a hacer turismo a su tierra; contestándole, sin disimulos, que iba a pasar un par de días con mis cuñados. Poco rato después, habiendo yo terminado la lectura de los periódicos de la mañana, me dijo si quería algún libro para leer, y abriendo un pequeño maletín que llevaba junto a él me ofreció una edición muy cuidada de El Príncipe de Maquiavelo. En Casablanca, donde el avión hacía escala y almorzamos –bien por cierto, convidándome él “porque ya estábamos cerca de su terreno”, insistió–, tuvo interés en que habláramos de la situación política sin manifestar especial hostilidad hacia José Antonio, subrayando la “peligrosa actividad” a la que Calvo Sotelo estaba entregado para terminar diciendo: “Estos galleguitos son de cuidado.” Llegamos a Las Palmas y me presentó a su padre que le esperaba en el aeropuerto. No pude continuar en el avión hasta Santa Cruz de Tenerife porque el aterrizaje allí resultaba entonces casi siempre peligroso, como me explicó el piloto, que era Ansaldo, el mayor y más sordo de la dinastía, creo que se llamaba José, y era hombre muy simpático.

Caída la tarde embarqué en un vapor de la Transmediterránea que se llamaba Vieira y Clavijo, hoy ya desguazado según mis noticias. En las primeras horas de la mañana desembarqué en Santa Cruz de Tenerife. Me esperaba allí un oficial que me condujo a la Comandancia donde fui recibido con afectuosa curiosidad. Aunque la cuestión era delicada y difícil de plantear lo hice de la única manera posible: con claridad y también con afectuosa sinceridad, arguyendo que, aparte de la razón de prudencia que se imponía y de la mayor necesidad que José Antonio tenía para alcanzar un acta de diputado en el Congreso con las inmunidades consiguientes, a él –a Franco– no le haría provecho ni prestigio entrar en un juego para el que no estaba especialmente destinado, ya que la dialéctica del soldado se acomodaría difícilmente a las sutilezas y malicias del escarceo parlamentario y tendría que soportar, además, las desconsideraciones que allí eran habituales y, posiblemente, el fracaso si en sus intervenciones le envolvían algunos de los formidables parlamentarios del frente adversario con su indudablemente superior entrenamiento. Lo suyo no era eso y con las mismas palabras de José Antonio le argumenté que “si pensaba en algo más terminante que una ofensiva parlamentaria, lo más discreto sería que se quedara en su terreno y dejara a José Antonio este otro en el que estaba bien probado”. Con toda probabilidad estas consideraciones no dejaron de hacerle mella y la idea de verse desairado –como habría ocurrido– en un terreno que no era el suyo, le persuadió. Al principio de la conversación escuchó con algún nerviosismo y desagrado, pero la verdad es que no tardó en rendirse con naturalidad y creo que sin reservas.

Cumplida aquella misión, siguiendo encarcelado José Antonio, y al corriente yo de la conspiración, era lógico que procurase evitar el aislamiento de éste con respecto a lo que del movimiento militar podía esperarse, y así, cuando fue trasladado desde Madrid a Alicante –ya para cortar el flujo de visitas de sus amigos a la Cárcel Modelo de Madrid, como se adujo por algún personaje importante, ya para impedir que pudiera ser víctima de un golpe de mano de la extrema izquierda–, le visité allí en compañía de Mayalde y también continué la comunicación por medio de otro compañero de minoría parlamentaria, y del maurista Fermín Daza, buenísima persona, que simpatizaban con él.

 

Proyecto de golpe de Estado.

Sabido es que José Antonio no acababa de mostrarse optimista y confiado en relación con los planes que los militares iban concretando con absoluta autonomía. Consideraba él necesaria la intervención militar, pero le asaltaba el doble temor de que ésta se realizase entregando el poder a la derecha o dando paso a una situación semejante a la Dictadura militar de su padre. Tales temores le inspiraban reservas y vacilación antes de comprometer en el proyecto a las fuerzas falangistas que, como resultado del desastre electoral de la derecha, crecían en toda España. Su idea, mil veces publicada, era la de que España necesitaba una revolución de carácter socio-económico compatible con una fuerte reafirmación del espíritu nacional y no le parecía que tal necesidad fuera sentida por los políticos más visibles de la derecha (reconocía la capacidad de algunos como Calvo Sotelo, por ejemplo, pero no tenía con ellos afinidad de pensamiento ni de sensibilidad), ni pudiera ser bien interpretada por el arbitrismo al que siempre se inclinarían los militares si ellos tomaban la empresa en sus manos.

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Le inspiraba alguna confianza Sanjurjo por su modestia y su valentía y porque lo creía bien inclinado hacia él. L inspiraba aprecio y confianza Mola, al que consideraba hombre metódico y racional: “Este hombre no parece un general español pues trabaja al estilo de un general alemán”, me dijo en una ocasión. Franco no le inspiraba simpatía ni mucha confianza, y quizá por todas esas causas, en los días inciertos que precedieron al Alzamiento de julio, José Antonio se aferraba más y más a su idea del Gobierno de concentración nacional que, con plenos poderes, pudiera impedir el conflicto trágico que ya se presagiaba y orientar al país hacia algunas reformas a través de las cuales se pudieran plantear las cosas de otro modo. ¿Era una utopía? Él lo consideraba posible y no veía otra solución. “No le des vueltas, Ramón, no hay otra fórmula para evitar el horror de la guerra que puede venir, que vendrá, estoy seguro, y que a todo trance hay que evitar. Es una solución clásica y un tanto gastada pero es la única: un Gobierno nacional en el que yo tendré que sentarme con Calvo Sotelo, con Prieto – sentarme junto a éste me resultará menos incómodo que tener otras compañías–, con Gil Robles… Cuando se haya conjurado el peligro ya veremos quién lleva el gato al agua. Hoy es esto lo que hay que proponer al Ejército: hay que contar con él para que apoye esta solución, pues de otra manera estamos perdidos y llegará la tragedia.” No es extraño que iniciada ya la guerra civil y aislado él en Alicante garrapatease en su celda los borradores con la lista de un gobierno de ese tipo que Prieto conservó y dio a conocer; y que, como consta en su proceso, se ofreciera al Gobierno republicano para mediar y atajar la sangría de cuyo desenlace no se prometía nada bueno.

No es menos cierto que consintió en que, finalmente, los falangistas participasen en el proyecto de golpe de Estado suponiendo que se trataría de eso, no de una guerra civil, y que él podría imponer de un modo o de otro sus puntos de vista. Se quedó en Alicante renunciando al proyecto de fuga –del que yo no tuve noticias precisas– porque, según creo, recibió garantías respecto a la seguridad del golpe en la región de Valencia. Por mi parte yo hice lo que pude para intentar que fuera trasladado a las cárceles de Burgos, de Vitoria o de alguna ciudad en las que creía más seguro que en Alicante y para ello hablé a Martínez Barrio –a la sazón Presidente del Congreso– invocando la antigua condición de diputado de José Antonio y la relación cortés de adversarios que entre ambos existió, pretextando para ello las malas condiciones sanitarias que principalmente con el gran calor de la temporada de verano ofrecía la cárcel de Alicante. Martínez Barrio  me oyó con atención y con amabilidad en la tribunilla desde donde presidía las sesiones, prometiéndome su ayuda. Esto era en el mes de mayo y en seguida me trasladé a Alicante donde pude comunicar con José Antonio por el locutorio de abogados. Encontré  José Antonio en aquel día de muy mal humor. Le hablé de lo tratado con Martínez Barrio diciéndole: “Mientras no se pueda obtener tu libertad esto sería un alivio para tu situación. El Presidente, Martínez Barrio –le dije–, me ha recibido con comprensión y cortesía dentro de la natural desconfianza; no sé si es que estaba pensando en lo mismo que yo: en tu mejor situación para el momento del estallido.” José Antonio –que agradecía con largueza cualquier acto de amistad especialmente en aquel tiempo difícil– me contestó con estas palabras que literalmente recuerdo: “No te ocupes de eso, la poca influencia que tengamos quiero que se utilice para sacar a éste de aquí –señalando a Miguel que con aire enfurruñado se había quedado un paso más atrás– porque éste no tiene nada que ver con lo nuestro”.

Los últimos días.

Cuando, fracasado el Movimiento en Valencia, José Antonio se queda aislado y llegan a él las noticias de que lo planeado como mero golpe de Estado se ha convertido en guerra civil, no se resigna al hecho, porque lúcidamente prevé sus consecuencias, y se ofrece al Gobierno republicano como mediador, dejando a sus familiares en rehenes. A tal fin prepara un manifiesto, analiza con pesimismo la situación, y arrostrando sin miedo el peligro, con entereza, señala los errores de un bando y del otro y propone como solución deponer las hostilidades; redacta un programa de gobierno y una lista de nombres para constituir, con carácter nacional, el que debe realizarlo y arrancar hacia una época de reconstrucción política y económica del país, sin persecuciones y sin acciones de represalia, que hiciera de España un pueblo tranquilo, libre y atareado.

Teme, frente a los excesos, atropellos y vejaciones de los republicanos, la desoladora mediocridad política del otro lado; los tópicos y la falta de un sentido nacional de largo alcance que conducirá, a la vuelta de unos años, otra vez, a la revolución negativa.

Luego viene el emocionante discurso ante el tribunal popular cuyos vocales políticos respondieron martilleando sí, sí, sí, un veredicto de condena a muerte. Se precipita la ejecución, sólo tiene ya tiempo de dejar aquel testamento sereno, cuidado y delicadísimo. Y el proceso de su vida se corta. Porque no es cierto que haya habido sobre vivencia en lo que vino después. Hay sólo utilización y deformación.

Mañana texto fundacional íntegro de José Antonio Primo de Rivera

Por la transcripción Julio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.