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Los intelectuales cumplen un papel fundamental en el Nuevo Orden Mundial como generadores de un “caldo de cultivo” intelectual que, indirectamente, sirve de “lobotomía” generalizada en la población a través de los medios de comunicación, la llamada “cultura” —conocido como Arte en una época pre-industrial— y la infiltración de apologetas y convencidos en posiciones estratégicas de la sociedad; y de forma directa es utilizado para alimentar los proyectos de las élites plutocráticas de empresarios con vocación mesiánica y voluntad de “salvar” el mundo. Paradójicamente, esto se produjo con la llamada “Escuela de Frankfurt” donde autores como Adorno, Horkheimer, Fromm o Marcuse continuaron la crítica a los valores morales de Occidente iniciada por Marx, Nietzsche y Freud, entre otros, manteniendo, eso sí, un estilo de vida perfectamente burgués –en los EEUU, por cierto, que no en la URSS– y bien financiado por el mismo capitalismo que rechazaban con vehemencia. Son numerosas las obras que han alertado sobre el poder y la influencia que estos sacerdotes laicos ostentan en el marco de unas religiones seculares (comunismo, fascismo, liberalismo, feminismo, calentología): Intelectuales de P. Johnson; Pensadores de la nueva izquierda de R. Scruton; El opio de los intelectuales de R. Aron; La traición de los intelectuales de J. Benda; o El cura y los mandarines de G. Morán; entre otros.

Intelectuales como Sartre –que le dijo a Aron aquello de que “todo anticomunista es un perro”– actualizaron la lucha de clases al terreno racial. Él es autor del prólogo a un panfleto terrorista y racista anti-blancos llamado Los condenados de la Tierra, escrito por Franz Fanon, donde el filósofo francés decía: “No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado”. Lejos de ser algo casual, estos “intelectuales” —en el sentido peyorativo que Paul Johnson le dio al término en el libro homónimo— seguían un plan perfectamente fijado como apologetas de un “pensamiento contra-hegemónico” tal y como Antonio Gramsci lo fijó en sus Cuadernos de la cárcel. Se trata, en definitiva, de una lucha por alcanzar una nueva hegemonía cultural favorable a ese sujeto político popular que es el proletariado: “Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es dirigente sino sólo dominante, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de la ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían”. Se trataba de una paulatina infiltración en puestos de influencia como las universidades, los medios de comunicación, las posiciones de poder dentro del sistema, los cargos dentro del sistema judicial, etcétera, para ganar por la propaganda lo que no podían ganar por las urnas. En el caso de la “ideología de género”, esa religión postmoderna de sustitución, todos sus autores fundacionales en su primera etapa dedicada al “estudio” de la sexualidad resultaron ser una caterva de dementes, trastornados, degenerados, pervertidos, hipócritas y mentirosos compulsivos dignos de psiquiátrico. Veamos tres ejemplos brevemente:

1) El caso de Wilhelm Reich es el de alguien con unos trastornos sexuales muy tempranos mezclados con un “Edipo” de libro. Discípulo directo de Freud, pasó rápidamente del socialismo al marxismo, militando en ambos partidos. Ser autor de la obra Psicología de las masas del fascismo le valió la expulsión del “Partido Comunista Alemán”, gracias a lo cual viajó a los Estados Unidos. Allí se dedicó a buscar Ovnis con un “cazador de nubes” (hay imágenes) auto-fabricado; a “pasar consulta” a pacientes desnudas a las que tocaba mientras hablaban; y a descubrir el “orgon”, gracias al cual estableció las bases de la “orgonomía” o ciencia del orgasmo, que podía ejercer con sus “acumuladores de orgón” o “cajas sexuales” donde introducía a sus pacientes (femeninos) durante los experimentos. Acuñó el término “revolución sexual”, que en los 60 haría fortuna. Murió en prisión con 60 años y hoy es un ícono de la “liberación”;

2) Alfred Kinsey fue un entomólogo que en 1948 publicó el primer informe conocido sobre la “orientación sexual” donde analizaba a la sociedad estadounidense. En dicho informe se revelaban prácticas sexuales escandalosas y degeneradas, que eran tenidas como minoritarias, en cantidades sorprendentemente altas dentro de la población. Por supuesto, el informe estaba amañado y la mayoría de entrevistados por Kinsey resultaron ser presidiarios y trastornados. Aun así, todavía hoy en día muchos creen en la veracidad del informe y lo citan para defender el libertinaje, cuando no cosas peores. Lejos de quedar contento con eso, Kinsey fundó la comuna «Oneida», una auténtica secta sexual que duró hasta 1979 y llegó a tener más de 300 miembros. Además de dedicarse a las orgías y al nudismo como norma general, en las actividades de dicha comuna llegaron a registrarse casos de pederastia y abusos sexuales, con intervenciones policiales de por medio. De hecho, el fundador de la comuna, John H. Noyes, fue acusado de violación y se dio a la fuga como un cobarde. Recordemos que en 1977 varios intelectuales como Sartre o Simone de Beauvoir firmaron una carta pública donde exigían la excarcelación de varios pederastas, alegando: «Semejante tiempo en prisión preventiva para investigar un simple ‘vicio’, en el que los niños no han sido víctimas de la más mínima violencia, sino que al contrario manifestaron ante los magistrados que ellos habían consentido los hechos —aunque la ley actual les niega ese derecho al consentimiento—, ya puede considerarse escandaloso en sí mismo”. Abogaban por la “libertad absoluta de los cuerpos” aunque dichos cuerpos pertenezcan a, por ejemplo, alguien de 14 años copulando con alguien de 60 años;

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3) Pero si hay un teórico con buen prestigio intelectual hoy entre los profesores universitarios, ese es Georges Bataille. Muchas de sus obras son reeditadas continuamente y legiones de alumnos universitarios le dedican encantados sus tesis doctorales. Toda su obra se constituyó en torno al odio contra la religión y al estudio práctico del tabú, la represión y el deseo en su vertiente más delirante. Para él, el erotismo es “una aprobación de la vida hasta en la muerte”. Frases resonantes para enmascarar ideas terribles. Calificado como “sórdido fecalómano” por el periodista Bernard-Henri Lévy, para él no había obra más sublime en arte que la mutilación en la oreja autoinfligida por Van Gogh. Ya pueden imaginar el resultado de juntar ambas ideas, como al parecer hacía el propio Bataille en las orgías donde participaba y donde tuvo que intervenir la policía en más de una ocasión. Según Bataille, «la prohibición que cae sobre el incesto y el horror de la sangre menstrual son el fundamento de todos nuestros comportamientos«. Sobre teorías antropológicas de este calado está fundamentada la ideología de género.

Estos son los autores que se quiere imponer hoy desde ciertos púlpitos universitarios en el lugar de los clásicos del humanismo cuyas estatuas, al parecer, merecen ser retiradas de los lugares públicos, como la de Marcelino Menéndez Pelayo en la Biblioteca Nacional de España, como reza un artículo del ABC de 2006: “La directora de la Biblioteca Nacional, Rosa Regàs, ha decidido cambiar de lugar la estatua que, desde 1912, preside el vestíbulo de esta institución, dedicada a uno de los grandes intelectuales españoles vinculados con la Biblioteca: Marcelino Menéndez Pelayo”. Cualquier día nos encontramos en su lugar una estatua de George Bataille. En el ámbito de la literatura contemporánea, el estudio de autores como Arthur Koestler nos descubre el fundamento teórico que hay detrás del “arte del buen morir” o eutanasia, recientemente implantada en España y que se nos presenta como lo más actual cuando en realidad esa lucha ética ya tuvo lugar décadas atrás, y casi ningún país se dedicó a implantarla. Por su parte, la obra de Knut Hamsun, de Pan a La trilogía del vagabundo, nos descubre la conexión entre eugenesia, superioridad racial y, sobre todo, ecologismo, en relación con el conjunto de ideas heredado y canalizado por el partido Nacionalsocialista Alemán de Hitler, quien tampoco inventó nada nuevo —encontramos en políticos austriacos de décadas anteriores un programa similar al de los nazis— aunque sí que supo atraer personalidades geniales como la de Heidegger, la de Carl Schmitt o la de Louis Ferdinand Céline, uno de los grandes novelistas de su siglo reconvertido en panfletista anti-semita. En 1960 el novelista y marxista declarado Norman Mailer apuñaló brutalmente a su mujer, que sobrevivió de milagro. Dos décadas después, el filósofo estructuralista Louis Althusser, que revolucionó con su trabajo el estudio textual de la obra de Marx, estranguló a su esposa y posteriormente vivió con ello en libertad, como narra en su libro El porvenir es largo. Y Pablo Picasso, el comunista millonario, mantuvo un romance a sus 32 años con Marie-Thérèse Walter de 15 años. Como relata la nieta del pintor: “Sometía a las mujeres a su sexualidad animal, las domesticaba, las embrujaba, se las comía y las aplastaba sobre el lienzo. Tras pasar muchas noches extrayéndoles su esencia, una vez que estaban exangües, se deshacía de ellas”. También Foucault, a la sazón drogadicto, sadomasoquista y alcohólico, enfermo de SIDA y amante de “jóvenes efebos” se adelantó a su tiempo con su curioso trayecto ideológico: de la moral relativista de esos totalitarismos blandos a los que denominamos “populismos” a la genuflexión incondicional ante totalitarismos religiosos tan duros como es el islam de Jomeini. Décadas después, otros muchos autores han tratado de argumentar filosóficamente su odio al género humano. En fechas recientes han destacado intentos como el de Thomas Ligotti que en su libro La conspiración contra la especie humana propone el fin consensuado de la reproducción. Estas nuevas ideologías son una consecuencia del existencialismo, cuyo pilar es el hastío por una vida absurda que merece ser despreciada: el odio a la vida de un relativismo extremo. En palabras del gran G.K. Chesterton: «Quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural«.

El feminismo ha sido una ideología plagada de personajes delirantes: Margaret Sanger, pionera del feminismo, vivió toda su vida dilapidando la fortuna de su marido en proyectos por la emancipación de la mujer. Pero es un caso menor en comparación con el paso por el Hospital Psiquiátrico de personajes tan relevantes como Kate Millet —”El amor es el opio de las mujeres, como la religión el de las masas”— o Shulamith Firestone —quien acuñara el término “servidumbre biológica” en su libro La dialéctica del sexo—. No en vano la locura fue uno de sus temas fetiche. Y muchas de sus conclusiones se basan en mentiras, como las conclusiones manipuladas por Margaret Mead a partir del estudio de la cultura samoana.

En su libro La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper escribía: «Nuestra educación tanto intelectual como ética se halla corrompida, La ha corrompido la admiración del brillo, de la forma en que se expresan las cosas, que pasa así a reemplazar su apreciación crítica (y no solo en la esfera de lo que se dice, sino también en la de lo que se hace). La pervierte la idea romántica del esplendor del Escenario de la Historia sobre el cual interpretamos nuestro papel. Se nos educa para actuar con el pensamiento puesto en los espectadores«. Estudiando las semblanzas de los «grandes intelectuales» de la modernidad comprobamos que rara vez hacen lo que dicen y que casi todo lo que dicen está más pensado para el «Escenario de la Historia» que para su aplicación práctica. Para Popper, la génesis de los totalitarismos se encontraba esencialmente en tres pensadores: Platón, Hegel y Marx; culpables de algunos «vicios» intelectuales todavía vigentes como el historicismo, el maniqueísmo moral o el irracionalismo subjetivista. De la misma forma, Hugo Ball se remontaba en Crítica de la inteligencia alemana a Lutero y a Kant para explicar un nacionalismo alemán que, más tarde, alumbraría el nacionalsocialismo hitleriano.

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El periodista reconvertido a historiador Paul Johnson explica bien en su extraordinario libro Intelectuales la razón del auge de estos personajes y sus discursos irracionales, acríticos y supuestamente «ilustrados»: «Con el declive del poder eclesiástico durante el siglo XVIII apareció un nuevo tipo de mentor que vino a ocupar el vacío y atraer la atención de la sociedad. El intelectual laico podía ser deísta, escéptico o ateo, pero estaba tan dispuesto a aconsejar a la humanidad sobre el modo en que debería dirigir sus asuntos como cualquier pontífice o pastor. Desde muy pronto, demostró una especial devoción por los intereses de la humanidad y un deber evangélico para que esta avanzara según sus enseñanzas, si bien para la consecución de sus objetivos autoimpuestos se dotó de una aproximación mucho más radical que la de sus predecesores religiosos. No se sentía vinculado a ningún corpus establecido por religión alguna revelada. La sabiduría colectiva del pasado, el legado de la tradición o los códigos preceptivos de la experiencia ancestral podían respetarse mediante una cuidadosa selección o podían descartarse por entero acudiendo al sentido común. Por primera vez en la historia de la humanidad, y paulatinamente con mayor confianza y audacia, el ser humano se atrevió a afirmar que únicamente con sus capacidades individuales podía diagnosticar los males de la sociedad y ponerles remedio. Y más aún, que podía concebir fórmulas mediante las cuales transformar no solo la estructura social sino los hábitos fundamentales del resto de seres humanos. En oposición a sus predecesores eclesiásticos, dejaron de ser siervos e intérpretes de los dioses para convertirse en sustitutos de estos. Su héroe era Prometeo, quien robó el fuego celeste para entregárselo a los hombres«. El dogma al que serían fieles los intelectuales en el futuro sería la «corrección política».

Los nombres que estudia P. Johnson en su libro resultan bastante elocuentes: Rousseau, Marx, Ibsen, Tolstoi, Hemingway, Brecht, Russell, Sartre, etcétera. A los que, décadas más tarde, el pensador más importante del conservadurismo moderno, el también inglés Roger Scruton, añadiría a Gramsci, Foucault, Hobsbawn, Lacan, Deleuze, Habermas, Said, Zizek o Chomsky. La mayoría de la población no ha leído a esos autores pero todos sin excepción manejan sus ideas. Los intelectuales han cimentado a nivel individual en cada caso –como la Masonería, a través de distintas logias– el mundo en el que vivimos sin la necesidad de hacerlo explícito. Quizá nadie como el gran Tom Wolfe ha sabido sintetizar la dudosa moralidad de lo “políticamente correcto” y de sus apologetas al afirmar “La llamada corrección política es marxismo desinfectado. Mire esos intelectuales, los supuestamente más cultivados, sometidos a la corrección política, a ese marxismo rococó, porque piensan que no queda bien oponerse a él”. Y sin embargo, la “corrección política”, la maldita corrección política, es la “hegemonía cultural” —en el sentido gramsciano— de nuestros días. Contra esa hegemonía cultural no se puede luchar sin acabar siendo defenestrado, condenado al ostracismo, amenazado, vilipendiado, calumniado o, sencillamente, olvidado en el mundo cultural y excluido de sus circuitos académicos y universitarios. Así lo sufrieron autores como Stefan Zweig que vieron arder sus libros durante el delirio nacionalsocialista; autores como Isaak Babel que murieron asesinados por el régimen comunista de Stalin; autores como Dalton Trumbo que se vieron abocados al anonimato para poder seguir trabajando; y así lo sufrieron en carne propia muchas décadas después intelectuales internacionales de la talla de Raymond Aron o, en España, de Gabriel Albiac, que sufrió amenazas de muerte, calumnias y la aversión unánime de la progredumbre nacional. La única consecuencia de esto es la huida de los intelectuales de talento de las universidades públicas hacia universidades privadas, de otros países, a institutos o a vivir de otra cosa que no implique vender el alma y prostituir el intelecto. Quién pierde, en definitiva, es la Universidad, es decir, el alumno, como evidencia Jordi Llovet en su libro Adiós a la Universidad, que escribió tras prejubilarse; o Jordi Ibáñez Fanés, que renunció al puesto de Decano dado que se dio cuenta de que no podía cambiar nada, como cuenta en su libro El reverso de la historia; o, recientemente, Miguel Ángel Quintana Paz, que ha optado por un proyecto serio de financiación privada donde le dejan pensar y enseñar sin cortapisas. De esta forma, la auténtica educación y el pensamiento con enjundia se convierten en privilegios reservados a las minorías que tienen acceso a ellos o que se los pueden permitir mientras que la mayoría de los alumnos se reducen a recibir una educación paupérrima y una cultura miserable determinadas por el plan marcado por unos intelectuales que sólo ofician la liturgia oficial de este Nuevo Orden Mundial en tiempos del Gran Reseteo.

Autor

Guillermo Mas Arellano