10/05/2024 01:02
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«Hace muchísimo tiempo, vi cómo iban las cosas. No dije nada. Soy uno de los inocentes que hubiese podido levantar la voz cuando nadie estaba dispuesto a escuchar a los culpables, pero no hablé y, de este modo, también me convertí en culpable. Y cuando, por fin, establecieron el mecanismo para quemar los libros, por medio de los bomberos, rezongué unas cuantas veces y me sometí, porque ya no había otros que rezongaran o gritaran conmigo. Ahora, es demasiado tarde.», se lamentaba Faber ante Guy Montag en Fahrenheit 451.
 
 
Era su queja, su pesar, la complicidad de aquel silencio pretérito, la confirmación de la cobarde decisión que, resignado, admitía en «La criba y la arena», la parte intermedia de la aclamada distopía de Ray Bradbury.
 
Trasladado a nuestra más rabiosa (y tecnológica) actualidad, no la recordamos por la fecha de su publicación en 1953 con el trasfondo de la censura americana por la Guerra Fría o la Guerra de Corea de aquellos años ni por ser la causa de la caza de brujas de McCarthy, el senador de Wisconsin, o sus posibles reminiscencias «macarthyanas» en la particular «cruzada» emprendida.
 
Hablamos de una serie de escenarios distópicos que han irrumpido en nuestras vidas sin necesidad de lanzallamas, sabuesos mecánicos o la aguja de procaína de Montag. Tampoco requerimos una dosis del soma de Un mundo feliz de Huxley o la «Habitación 101» de 1984 de Orwell. Eso sí, sucedáneos hay para dar y tomar; desde caprichosos decretos y sesgadas leyes hasta inoculadas sustancias en fase beginner, pasando por tu propio domicilio como estancia para el sufrido y anticonstitucional confinamiento, que todo hay que decirlo. Respecto a ejecutores como el malvado O’Brien, ministerios y portadores de sus carteras no nos faltan para postularse como dedo inquisitivo y brazo ejecutor de papá Estado.
 
Ahora, entre los ilustres personajes de las obras citadas, somos aquel acobardado Faber, la libre pensadora Clarisse, la incomprendida Julia, el inadaptado aunque salvaje John o el finalmente sumiso Winston Smith por mucho empeño que pongamos para cambiar las directrices de un paranoico mundo que, hoy día, sería presa fácil en un control de alcoholemia en carretera o a la hora de conseguir habitación en un pabellón psiquiátrico.
 
Las conspiraciones políticas de aquellas décadas del pasado siglo pasaron a mejor vida después de que, en unos primeros pasos no del gusto de todos (ni de la democracia yanqui), McCarthy actuara de oficio contra la intelectualidad e ideología ajenas al dictamen del tío Sam. Había otras vías, otras tendencias, y el comunismo andaba al acecho, machete entre los dientes, cauto y previsor ante potenciales «consumidores» occidentales del otro lado del Telón de Acero. Con la mentira, la propaganda y la manipulación, sus armas, el éxito de la misión parecía estar asegurado a la hora de echar sus redes a posibles adictos y adeptos a la causa soviética. Por entonces, el Proyecto VENONA no había sido desclasificado, aunque McCarthy, ahogado en su cirrosis hepática, ya había pasado a mejor vida de manera prematura.
 
Cualquier indicio, una trampa, un paso en falso, un contacto erróneo, un teléfono pinchado o una conversación tergiversada daban pie a una impositiva condena como resultado de un control de la información que manejaba la transferencia de datos, detalles, situaciones y perfiles para situar en el blanco a aquellos posibles usuarios que renegaban del sistema. 

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Por eso, si creemos que las tan de moda fake news o la manipulación de los medios son flor de un día, nada más lejos de la realidad y, a su vez, de la historia y gestión política de cualquier nación. Su perenne idiosincrasia está fuera de toda duda.

 
La información, antes y después, es una bomba de relojería cuando se halla en posesión de la persona equivocada. Su gestión y control pueden causar un gran daño; sobre todo, a la hora de generar discordia, crear división y provocar fracción en el ámbito objeto de su manipulación. De este asunto, eres consciente, ¿no?
 
Las fake news, salvando las distancias, son el Damien de La profecía, la versión adulterada de las diversas redes sociales que pululan por Internet. Las fake news representan la figura del hijo maldito, el malnacido, del vástago engendrado por el poder y la fuerza del Mal informativo. Las fake news son el producto final imperfecto de la ética periodística, si acaso sigue existiendo, el resultado de su sectarismo y sumisión al poder de turno. 
 
Y siempre ha sido así, aunque, ahora, su vertiginosa propagación cuenta con el aliado tecnológico de medios, promotores y empresas cuyo empeño principal radica en instaurar la deshumanización, las verdades a medias, la filtración de datos, la proliferación de la mentira y la creación de un mundo enloquecido a golpe de dictámenes secretos del NOM y planes o agendas varias que, como llevamos viendo en los últimos años, intensifican la percepción de desesperanza e incertidumbre de la población mundial. Para éstas, desgraciadamente, no existen vacunas. Para ti y para mí, Trankimazin, además de la bendita paciencia de la que hacemos gala sin necesidad de cloroformo.
 
Ahora, desconocemos si lo que nos cuentan es cierto o incierto, pero, en muchos casos, lo aceptamos por facilidad, conveniencia material o, más simple, seguir la corriente, el flow de un rebaño sumiso. Ahora, nuestra capacidad de decisión se ve ninguneada, vigilada, contrariada por oponentes que hacen y deshacen a su antojo. Ahora, nuestro conocimiento, nuestra lengua e independencia intelectual y la gestión de nuestras habilidades se ven minimizadas, laminadas y, si persisten en la protesta o denuncia, estigmatizadas por la acusación particular de la voz del amo y sus acólitos.
 
Y es entonces, cuando por los méritos acumulados, obtienes el bonus para entrar en otro tipo de espiral, la encaminada a la disidencia; así, sin atajos o rotondas que te permitan dar una vuelta a tus consideraciones antes de enfilar el definitivo desvío hacia la sinuosa y tortuosa ruta que has decidido emprender.
 
Aunque no lo quieras aceptar, el rigor, el academicismo, el conocimiento, la objetividad, la formalidad y, sobre todo, el hecho de tener arrestos para proclamar tu pensamiento, se están convirtiendo en los grilletes de tu libertad de expresión. 
 
Así parece ocurrir por estos lares con leyes customizadas en función de la habitual dosis de resentimiento y el capricho revisionista de sus sectarios redactores, tornados en prácticos ejecutores y cirujanos de parte de la Historia, esa que sólo les conviene para, sorprendentemente, jugar al despiste y echar balones fuera ante demandas sociales de calado, la de los acuciantes problemas que, aquí y ahora, avasallan al ciudadano de a pie. Para ellos, tampoco hay antídoto ni, por lo visto, anticipación o gestión efectiva. Subvenciones para el consentido revisionismo y el ataque al «disidente», sí; a gusto del ejecutor y sus prebendas.
 
las posturas antagónicas al pensamiento único no representan una amenaza a la democracia como pretenden vender, sino un desafío a la decadencia de ideas cuando se infravalora el esfuerzo, se premia la mediocridad y se relajan cuestiones como el rigor histórico, el uso adecuado del lenguaje o el respeto y la disciplina. De dignidad respecto a la vida o la humanidad de nuestras acciones, ni hablamos; empezamos a estirar las distancias.
 
Hoy no nos hace falta quemar libros porque hay gente que no lee, que no hace por aprender, que no sabe o no quiere instruirse, que descarta iniciativas responsables. A estas personas les basta con anclarse en las comodidades de su zona de confort, el «hooliganismo» de su ideología y su agradecido y bien alimentado estómago.
 
El reto es leer lo que tú quieres, tener criterio propio, mantenerte en tus trece y «abusar» del pensamiento crítico que la resistencia (o disidencia) te ofrece. Perder el paso significa no seguir el ritmo del tambor y cuando oigas campanas, asegúrate de que el sonido procede de la iglesia donde las oíste.
 
Detrás de Fahrenheit 451 existe la idea de que a más conocimientos, mayores dificultades para que la sociedad, que te quiere intelectualmente huérfano y cognitivamente estéril, progrese. 
 
También, pervive la idea de que el Estado sibilinamente fomenta y precisa súbditos mediocres, con cerebros lavados y centrifugados, entretenidos con las necesarias dosis de opio para la evasión de su dura y cruel realidad.
 
Es tu decisión y ésta forma parte de la acción que, reaccionaria, ha de traducirse en el socorro a la información, en tu rescate a las fuentes de conocimiento. Al final, serán éstas las que te permitan desequilibrar el duelo, sin necesidad de sable o pistola, con aquellas mentes vacías de alternativas e inteligencia. Entonces, el arte, la literatura y la cultura perdurarán contra la erosión del viento, el arrastre de cualquier marea, el temblor de la incertidumbre y el poder dictatorial del pensamiento único.
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