21/11/2024 18:47
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Una larga y dura travesía por el desierto colmada de penuria y muerte. Cuarenta años, hasta que por fin se llegó a la Tierra Prometida. Fue una prueba terrible, pero finalmente superada por el pueblo de Israel. Nuestro Señor Jesucristo también marchó al desierto de Judea en una mística búsqueda interior y de sufrimiento humano, digna solo de Dios hecho Hombre.

Después de cuarenta días derrotó nada más y nada menos que al mismísimo demonio y sus tentaciones. Cuarenta. Cuarenta años o días. Cuarentena. Ante la peste del s. XIV que asoló con crueldad Europa, los quaranta giorni impuestos en Venecia: los cuarenta días de aislamiento, confinamiento y desesperación, sirvieron, al menos en parte, para salvar de la muerte a un gran número de la población. Hoy siete siglos después, el mundo entero del s. XXI se enfrenta ante una situación aún peor.

Si la idea de La Peste Negra en el imaginario colectivo de Occidente quedó grabada a fuego en el alma humana, el coronavirus ya se instaló en el imaginario colectivo, esta vez global. Bulos, mentiras, desinformación y propaganda en medios gubernamentales, privados y en las redes son utilizados, aún no se sabe muy bien por qué o por quién, con oscuros propósitos ante la muerte de seres queridos, amigos o vecinos cubiertos de una pátina de insoportable frivolidad e infantilismo que deja al descubierto una gran parte de banalidad y egoísmo.

Ante el repentino e inesperado cambio irreversible de nuestra vida cotidiana por un extraño y desconocido virus nos encontramos por vez primera ante una auténtica amenaza global donde nos va la vida, nuestra historia personal y comunitaria compartida. Estamos siendo puestos a prueba en una lucha por la supervivencia en una guerra inédita contra un poderoso y cruel enemigo invisible que va ganando la partida. Hay pueblos con un trasfondo histórico en muchos aspectos similares, pero lógicamente diferentes al español, donde ciertos valores son comunes y respetados más allá de diferencias geográficas, humanas e incluso culturales, que ante la adversidad prevalecen, identifican y unen a los hombres que comparten algo más que un pasaporte o carnet de identidad.

En muchas naciones vecinas, y no tanto, no existen complejos ni prejuicios por manifestar su amor a la patria, a la tierra de sus ancestros con el uso orgulloso de los símbolos que los representan, más que nunca, en tiempos de guerra y de lucha entre la vida y la muerte. Lo hombres no vivimos solos, sino en comunidad y esa comunidad tiene una historia y una identidad, guste más o menos, a más o a menos, pero indiscutiblemente así es. Eso en común se manifiesta conceptual y simbólicamente en la Patria, la Tradición, las raíces y la identidad. Lamentablemente en España, inexplicablemente, sufrimos de un déficit en este sentido. Aún sigue costando mucho decir alto y fuerte ¡Viva España!, poner sin complejo una bandera en el balcón o hacer sonar el himno como muestra de unión y amor comunitario ante la lucha que hoy libramos todos ante la muerte que acecha.

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No digo que no exista ese sentimiento patrio o que no existan españoles orgullosos de serlo porque si los hay, pero es indudable que algo no marcha bien cuando vemos estos días que se cuelgan en los balcones dibujitos con un arco iris y el símbolo de la paz, se canta Rapsodia Bohemia de Queen, Hola don Pepito, Hola don José o se sale al balcón disfrazado de Pokémon gritando “Me aburroooo”.

España tiene un problema y no es solo el virus. Aún no hemos abierto los ojos ni siquiera cayendo por el abismo. Son decenas de miles de españoles que a día de hoy han muerto sin tener el consuelo de ver por última vez el rostro de un ser querido, millones de parados sin ningún tipo de ingresos sin posibilidad de trabajo y hay algunos que se quejan por estar todo el día viendo Netflix o sacando al perro a la calle una y otra vez.

Otros muchos somos conscientes de que tenemos hoy más que nunca necesidades, necesidades elementales, naturales y a su vez de profundo calado ante la desgracia e incertidumbre que nos rodea. Necesidad de una familia, un hogar, del amor que nos da seguridad y tranquilidad, del saber quiénes somos, a dónde vamos y de dónde venimos. Y estas necesidades no deberían tener partidos ni ideologías, no deberían ser de izquierdas o de derechas sino naturales y elementales.

Para los españoles o los que habitan su tierra proveniente de otras patrias, pero que dejan hoy su simiente en esta tierra, esa unidad, eso en común con sus vecinos, amigos, parientes y familia debería estar representada por símbolos comunes y de unidad como una bandera, un himno, una lengua y una historia en común única y grandiosa.

Pero cuidado, que tampoco el mundo no se divide de manera maniqueísta entre el Bien y el Mal absoluto, también entre los que dicen amar o aman la patria se esconde mucho miserable e inmoral. También lo contrario, los canallas están en todas partes y no tienen partido ni religión. Desde hace tiempo ya, mucho antes de la pandemia, han ido forjando este mundo hipócrita, banalizado e infantil.

Han impuesto una agenda que nadie necesitaba, nos han impuesto una idea falsa de nosotros mismos como seres sin raíces, con múltiples identidades intercambiables a la carta, sin historia ni lugar, donde la rojigualda es un emblema de la “dictadura fascista del franquismo” y consentimos un himno sin letra para no herir sensibilidades. Criamos seres blandos en un mundo sin fronteras, nómadas de un tiempo efímero, material e intrascendente, consumidores felices y miembros de colectivos segregados de esclavos de una falsa libertad anómica, multiforme y liquida donde el placer está en el vértice de una pirámide social con conectividad 5G.

El donar alguna migaja tecleando un número de teléfono con el smartphone por un niño raquítico al borde la muerte, que aparece en la televisión a la hora de comer, o para salvar la las tortugas marinas de tragarse una bolsa de plástico, los hace sentir comprometidos con la humanidad y el planeta despojándose así del pecado de la mala conciencia para seguir disfrutando del estado de bienestar hedonístico y colectivista. Detrás del colectivismo se esconde el más absoluto individualismo. La nueva religión del buenismo se impuso como dogma absoluto. Hoy nos encontramos en este punto de la Historia. La segregación global de los españoles por la pandemia nos empuja no se sabe muy bien hacia dónde.

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El discurso único del “intelectual colectivo” mediático, regado con dinero público, nos impone un confinamiento no solo físico sino mental donde ni siquiera Orwell había llegado tan lejos. Los muertos por el coronavirus son números, estadísticas y graficas finalmente incinerados sin deudos ni funeral. Una pandemia, un virus nos está matando, pero esto no debería impedir amar a nuestra propia patria, preservar nuestras raíces e identidad y recuperar los principios de la tradición y de lo eterno. Esto no significa negar las diferencias que hacen al todo, sino lo contrario. No hablo de preservar falsas etnias, culturas cerradas o chauvinismo patriotero sino de lo contrario.

El patriotismo reconocido en una Historia en común es como reconocerse con un nombre y un apellido. El amor patrio es un bien común, es nuestra lengua, nuestro arte, nuestros bienes pasados, presentes y nuestro futuro. El amor patrio es también el amor a esos españoles que se enfrentan a la muerte sin protección dándolo todo por salvar una vida de alguien a quién ni siquiera conocen en un hospital, abandonados a su suerte por la negligencia y mezquindad política de los que tienen la responsabilidad de gobernar. Hacen más falta la verdad y la responsabilidad de los que nos gobiernan que los aplausos a las ocho de la tarde y después seguir viendo la maratón de series en la plataforma de pago. El amor patrio es el que se resiste a licuarse en ese magma de la infección del pensamiento único y la estupidez del buenismo infantil de la globalización viral. Son tiempos de fundamentar esa necesidad urgente de comunidad con nombre, historia e identidad, también de sitio seguro, lugar protegido donde poder vivir, formar una familia y dejar un legado que sobreviva a la pandemia después de la cuarentena. Y ese sitio se llama España. Quaranta giorni, cuarenta días de una cuarentena sin fecha cierta para vencer a la peste, dejar de ser nómadas, alcanzar la tierra prometida y derrotar a los demonios que nos trajeron hasta aquí recuperando nuestro amor patrio, nuestro bien común y dejando atrás este desierto, para siempre.

José Papparelli

Autor

REDACCIÓN