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La Semana Santa debe ayudarnos a la contemplación de la Pasión de Nuestro Señor. En ese sentido es importante hacerlo no tanto desde un enfoque “histórico” sino en el espiritual, pero partiendo en lo posible en aquél, “introduciéndonos” en aquellos momentos y lugares, así como recordar devociones e indulgencias hoy casi desaparecidas en nuestro entorno.     

     

En el plano histórico la primera consideración que hay que hacer es que para la Autoridad Romana, para Pilatos, fue una ejecución improvisada. Aunque el Sanedrín y los herodianos, fundamentalmente, habían determinado hace tiempo matar a Jesús, y a Lázaro, no habían tenido ocasión de prenderlo. Por otra parte, para que su muerte fuera “legal” tendría que ser a manos romanas, por lo que no quedaba en las atribuciones del Sanedrín determinar ni el momento, ni el lugar, ni la forma de hacerlo.

Como al anochecer del jueves, al aparecer la primera estrella, había comenzado el viernes de la preparación de la Pascua judía y primer día en que la misma se podía celebrar, a los enemigos de Jesús les urgía urdir su muerte antes de tan solemne sábado. A Pilatos le presentaron Jesús sobre las 8 horas de la mañana del Viernes Santo (“era de madrugada”; Juan 18, 28; consideremos que aquel mundo se regía por la hora solar y que era primavera como ahora), tras haber sido entregado por Judas sobre las 10 de la noche anterior, y haber sido juzgado por las autoridades religiosas. Pilatos primero Lo envió a Herodes, queriendo quitarse la responsabilidad de aquella causa, y luego, al no encontrar culpa alguna y tras fracasar indultarlo (Juan, 18), decretó una primera sentencia de azotes (“lo pondré, pues, en libertad, después de castigarlo”; Lucas 23, 22). Solo después de esta, y ante el tormentoso tumulto instigado por los sumos sacerdotes, escribas y herodianos (“los satélites”; Juan 19, 6, siempre según la Biblia de Straubinger), contraviniendo el derecho romano al ser “cosa juzgada”, sentenciada y con sentencia ejecutada, y tras un último intento de indultarlo (según S. Lucas hizo tres, incluido el que se concedió a Barrabás), sentenció la pena de muerte precisamente en la cruz.

Puesto que hay constancia que Jesucristo estaba colgado en la cruz hacia el mediodía, ya que “desde la hora sexta (12 H), hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona (15 H; Mateo 27, 45), y desde el Pretorio al Gólgota había unos 600 metros que consumieron su tiempo, esa cruz, como objeto material de suplicio, tuvo que ser improvisada en muy poco tiempo, alrededor de las 11 horas

La forma de la Cruz

De las visiones de la beata Ana Catalina Emmerik se desprende que la cruz tenía forma de Y griega mayúscula (esta cruz la llevó Nuestro Señor Jesucristo desarmada sobre sus hombros, como representa el dibujo de La amarga Pasión de Cristo, editorial Voz de Papel, traducción de José María Sánchez de Toca, recientemente fallecido por coronavirus).

Esa forma física de Y mayúscula tiene muchísimo parecido con la Tau, la última letra del alfabeto hebreo y a la decimonovena del  griego, la cual tiene profundos significados cristianos.

En este sentido, el profeta Ezequiel (9, 3-6) nos dejó que: … “Yahvé llamó entonces al hombre vestido de lino que tenía la cartera de escribano a la cintura, y le dijo: Recorre la ciudad, Jerusalén, y marca una Tau en la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en ella. Y a los otros oí que les dijo: Recorred la ciudad detrás de él y herid; no tengáis piedad, no perdonéis; matad a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres hasta que no quede uno; pero no toquéis a quien lleve la Tau en la frente; empezad por mi santuario”.

            La traducción “Tau”, y no “señal”, aparece en la Vulgata (… “et signa Thau”; traducción al latín de la Biblia hebrea y griega, realizada a finales del siglo IV dC.) y en Nácar Colunga (… “pon por señal una Tau sobre las frentes…”). La Tau «T» es la última letra del alfabeto hebreo y la decimonona del alfabeto griego, y según los traductores alejandrinos se corresponde a la que en el nuestro se denomina «“t”=te». En la Septuaginta (LXX, o “De los 70”), traducción al griego del Antiguo Testamento realizada en la antigüedad (s. III a.C.), el original hebreo de Ezequiel se traduce al griego por señal  (תָּו=Tav); pero en algunos textos griegos cristianos esa señal se transformó en Tau, lo cual se consagró en la Vulgata.

           San Francisco profesaba una profunda devoción al signo Tau. Con él firmaba cartas y marcaba paredes, y sanaba heridas y enfermedades. En el ánimo de Francisco pudieron influir el discurso con que Inocencio III abrió el Concilio IV de Letrán, la cruz en forma de tau que llevaban los monjes antonianos sobre el escapulario, la liturgia y el arte sagrado, etc. Para el Santo, la Tau, como la cruz cristiana, era signo de conversión y de penitencia, de elección y de protección por parte de Dios, de redención y de salvación en Cristo.

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Quizás por eso era el símbolo con el que los israelitas marcaban los dinteles de sus puertas en la celebración de la Pascua y en memoria de la primera, cuando se libraron del yugo egipcio marcando así sus puertas para evitar la plaga del ángel exterminador.

 Además de Ezequiel, a la Tau parece referirse el Apocalipsis (7, 2-4): “Luego vi a otro ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro ángeles a quienes se había encomendado causar daño a la tierra y al mar: No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios. Y oí el número de los marcados con el sello: 144.000 sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel”.

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto …

Diversas lecturas nos ponen magníficamente “en situación” para entender el profundo significado de La Cruz como instrumento de la redención, del “hacerse pecado” Nuestro Señor para redimirnos.

Relata el evangelio de San Juan (3, 13-17): “Dijo Jesús a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo, sino El que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre (Inb/Ben Adán), para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.

San Pablo escribió (II Corintios 5: 14 – 21): “A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él”.

            También dijo Jesús (Jn 12, 31-33) refiriéndose a los últimos acontecimientos de su vida aquí en la Tierra:Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y Yo, cuando sea levantado en alto, atraeré a todos a Mí”.

Y, más adelante (Juan 8, 21-30): …y entonces dijo Jesús: “… si no creéis que Yo SOY, moriréis por vuestros pecadosCuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo SOY, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque Yo hago siempre lo que le agrada”.  Ese “Yo Soy”, requiere una pequeña explicación, si se me permite: en el libro del Éxodo 3:14, Moisés, durante el episodio de la zarza que ardía sin consumirse en el monte Horeb, cuando le preguntó a Dios por su Nombre, obtuvo como respuesta: «Dijo Yahvé/Yahveh a Moisés: “ehyeh asher ehyeh”, “YO SOY EL QUE SOY. Así responderás a los hijos de Israel: Yo Soy me manda a vosotros”» (Nácar-Colunga); ó «“YO SOY EL QUE SOY”, y agregó: “así dirás a los hijos de Israel: “EL QUE ES me ha enviado a vosotros”» (Straubinger). Los judíos no se atrevían a pronunciar ese majestuoso Nombre, por lo que ponían las vocales (e, o, a) de “Edonay/Adonai” (Señor) bajo las consonantes de Yahvé (Y/J. H. V. H.), el “Tetragrámmaton”, para recordar al lector que, por respeto, debía decir Adonai en lugar de Yahvé, lo que dio lugar en el siglo XIV al nombre de Jehová.

Jesús estaba recordando el profético pasaje de la escritura que relata el castigo de las serpientes durante el Éxodo (Números 21, 4b-9): “En aquellos días, el pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo. El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes. Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado”.

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          Es decir, Nuestro Señor estaba diciendo cómo había de morir y el significado de aquella muerte.

Posiblemente, la forma de aquel “estandarte” fuera muy parecido a una Tau o una Y (similar a la horca de nuestros labradores), puesto que era eso: prefiguración del “árbol de la Cruz”.

          En el mismo sentido escribió San Pablo a los Gálatas 3, 7-14: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: Maldito todo el que cuelga de un árbol”. Y en Deuteronomio 21, 22/23 “Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado”.

Miraban al estandarte y quedaban curados.

           Uno de los cambios más drásticos que ha acarreado el posconcilio ha sido, en la práctica y en muchos casos, la pérdida del sentido de Sacrificio que, además del de recuerdo de la institución de la Eucaristía, conlleva la Misa. Y a ello se ha unido la postergación de muchas de las disposiciones papales anteriores y de la piedad popular. Es decir, de la tradición.

Dice el Concilio de Trento (Sesión XXIII, cap. 2): “En el divino Sacrificio que se consuma en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente (o sin derramamiento de sangre), aquel Sacrificio o aquel mismo Jesucristo que en el mismo Ara de la Cruz se ofreció a Sí mismo por modo cruento (o con derramamiento de sangre), una sola vez… Una sola y una misma Víctima y uno mismo es el que por medio de los sacerdotes la ofrece ahora; el mismo que se ofreció entonces a Sí mismo en la Cruz, siendo solamente diverso el modo de ofrecerla”

…… Ergo: en la elevación de la Sagrada Hostia contempla a Cristo levantado en la Cruz.

El Papa San Pío X, y la Sagrada Congregación de la Penitencia, sin duda teniendo presente todo lo anterior, concedieron una indulgencia de 7 años a los que mirando a la Hostia en la Elevación, en cualquier Misa y en todo lugar, dijeren como Santo Tomás la jaculatoria: “¡Señor mío y Dios mío!”.

            El Ave verum, compuesto en el siglo XIII para acompañar la elevación de la Hostia en la Misa, y traducido y versificado por Lope de Vega, se presta para saludar la elevación de Cristo en la cruz.

 Por supuesto, incluso en el actual Misal Romano dice: “…los fieles estarán de rodillas, a no ser por causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración. Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración”.

            Jesucristo reveló a Santa Gertrudis cuán agradable era a Dios esta práctica y cuán útil al hombre. “Todas las veces que se dirija la vista a la Hostia consagrada, se aumenta en méritos para el Cielo, y el goce de la vida eterna, dependerá del amor con que se haya contemplado en esta tierra el precioso Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo” (tomado de la vida de la santa).

            Recuperemos la tradición de honrar el momento culmen de la Misa, lucrándonos de las correspondientes indulgencias, momento que representa el centro de la Historia: el de nuestra redención.

Autor

REDACCIÓN