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En el paseo de Recoletos de Madrid, enfrente del imponente edificio de la Biblioteca Nacional se encuentra la estatua de uno de los grandes de la Literatura Española: Ramón María del Valle Inclán. El autor fue el escultor Francisco Toledo (1928-2004), profesor de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense, que en 1972 ganó el concurso para erigirla convocado por el Círculo de Bellas Artes. Tal vez se inspiró en la foto que Alfonso Sánchez –Alfonso– tomó a Valle-Inclán mientras paseaba en 1930 casi por el mismo lugar desde Cibeles a Colón. La estatua, de 2,30 metros de altura y fundida en bronce, fue financiada por el Ayuntamiento de Madrid e inaugurada en julio de 1973 en el punto donde hoy la vemos. Al parecer, Toledo tenía la idea de emplazarla en las proximidades del café La Granja del Henar –calle de Alcalá 40–, pared con pared con el Café Negresco, o de uno de los cafés de la Puerta del Sol –como el de la Montaña, en el número 2, o el de Levante, en el 5– tan frecuentados por el escritor y hoy todos desaparecidos.

En la estatua, Valle Inclán (Villanueva de Arosa, 28/X/1866 – Santiago de Compostela, 5/I/1936) ya triunfador a sus 64 años, todo un dandi con terno negro y chalina, con sus gafas de montura y lentes redondas, su característica barba luenga y puntiaguda, elegantes botines y con los brazos a la espalda, camina sobre una base de piedra caliza en un jardín arbolado. Pero decir brazos es impropio porque, viendo la estatua desde detrás, apreciamos que la manga izquierda de la chaqueta está vacía desde por encima del codo y que lleva el sombrero a la espalda cogido con la mano derecha. El escultor fue fiel al modelo porque Valle había sufrido la fractura del antebrazo en una disputa insensata en el Café de la Montaña el 24 de julio de 1899. El genial y atrabiliario escritor atacó con una botella al joven periodista Manuel Bueno Bengoechea que, al defenderse, le propinó un mal bastonazo en el antebrazo. La fractura de los huesos en varios fragmentos que la cirugía del momento no podía recomponer, hizo necesaria la amputación tres semanas después.

Como tantas veces en su vida, Valle-Inclán camina sin prisa por un bello paseo de su querido Madrid. El mal estudiante que con 24 años dejó la carrera de Derecho en el tercer curso en Santiago de Compostela; el bohemio que de joven vivió dos años en una miserable habitación en una casa en la calle Calvo Asensio, frontera entre Argüelles y Chamberí; el contradictorio, heterodoxo en todo, sablista y fumador de “cáñamo indio”; el autor de las Sonatas, Divinas Palabras, Luces de Bohemia y Tirano Banderas, pasea mirando a la Biblioteca Nacional. El ayer carlista y más tarde elogiador de Mussolini, el azote de periodistas y clérigos; el periodista aliadófilo durante la Gran Guerra porque pensaba que Alemania iba a acabar con el catolicismo, sigue mirándolo todo con sus gafas de miope. El admirador de Lagartijo y de Belmonte; el traductor de Eça de Queiroz; el escritor que viajó a Méjico en dos ocasiones y que, aquí y allí, se vio inmerso en un sinfín de trifulcas, parece barruntar un próximo estreno en el Teatro Español. El fustigador de Miguel Primo de Rivera, el poco amigo de Baroja y enemigo de Unamuno; el tiránico amo y señor de sus tertulias, camina, quizá, esbozando su próxima novela. El breve presidente del Ateneo y brevísimo de la Fundación de Amigos de la Unión Soviética; el revolucionario desengañado –»España sufre ahora la dictadura socialista»[1]–; el fugaz encargado de la cátedra de Estética de las Bellas Artes, y aun más fugaz Conservador General del Patrimonio Nacional, denunciador del saqueo de nuestros tesoros artísticos por los dirigentes republicanos… Protagonista de mil anécdotas, muchas reales y otras, las más, apócrifas, tal vez recuerda sus tiempos de actor. El dramaturgo, novelista y poeta del que Ramón Gómez de la Serna, –el otro gran Ramón de nuestra literatura, junto a Campoamor–, escribió una espléndida biografía, camina sin mirarnos. El amante de Galicia, la tierra chica que siempre llevó en el alma y a la que volvió para morir; el autor de El Ruedo Ibérico y una trilogía sobre las guerras carlistas, quizá rumia la psicología de un nuevo personaje. El autor de relatos magistrales y creador del esperpento en la literatura para poder mirar a los dioses desde arriba y convertirlos en guiñoles grotescos, marcha indiferente al mundo. El autor que, ya enfermo, cuatro años antes de su muerte escribió un testamento genial que no se atrevió a publicar en vida (… Para ti mi cadáver, reportero, / mis anécdotas, ¡todas para ti! / Le sacas a mi entierro más dinero / que en mi vida mortal yo nunca vi. / Caballeros, salud y buena suerte. / Da mis últimas luces mi candil. / Ha colgado la mano de la muerte / papeles en mi torre de marfil. / Le dejo al tabernero de la esquina, / para adornar su puerta, mi laurel. / Mis palmas, al balcón de una vecina, / y a una máscara loca, el oropel[2]) pasea, inmortal. Valle-Inclán vive en las páginas de sus obras publicadas por Espasa Calpe en aquella magnífica Colección Austral y en una cuidada edición por Espasa en dos tomos en 2002.

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El autor que, en 1928, en El Ruedo Ibérico (Tomo II. Viva mi dueño. Espejos de Madrid), testigo de la vida pública de su época y a la vez premonitorio, escribió: -¡Aquí todo es bufo! / ¡Bufo y trágico! ¡Pobre España! Dolora de Campoamor.

La estatua de Ramón María del Valle-Inclán pasea hoy por Recoletos. 

 

[1] Diario Luz, Madrid, 9 de agosto de 1933, Ramón María del Valle-Inclán, Entrevistas, Alianza Editorial, Madrid, 2000, p. 407.

[2] Amparo de Juan Bolufer. El poema “testamento” de Valle-Inclán: una historia textual, con su primer testimonio impreso. Nueva revista de filología hispánica, vol. LXVIII, nº 2, 2020; El Colegio de México, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios. Ciudad de México.

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Santiago Prieto