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“Prieto ha sido envidioso, soberbio, orgulloso; se creyó superior a todos; no ha tolerado a nadie que le hiciera la más pequeña sombra. Lo sucedido en Bilbao le retrataba. Le gustaba estar siempre en primera fila mimado, alabado y admirado. Estar inactivo sin exhibirse, sin poner de relieve sus sobresalientes condiciones le producía efectos desastrosos.”
En este encierro desesperanzado por el virus podemita me he encontrado con las «Cartas a un amigo» de Francisco Largo Caballero (que, en mi criterio, escribió, ya desde el exilio, en 1946, pensando en alguien como Pedro Sánchez, su heredero como Secretario General del PSOE), que fueron publicadas como «Mis Recuerdos», y que son el relato más fidedigno de la «traición» que cometieron Juan Negrín, Álvarez del Vayo y otros socialistas contra Pablo Iglesias, el fundador del Partido.
¡Dios, y dicen que la Historia no se repite!
Les aseguro que leyendo estas Cartas que he seleccionado para «El Correo de España», de entre las muchas que escribió el llamado «Lenin español» antes de descubrir lo que de verdad era, es, el Comunismo, un español de hoy no puede sino echarse a temblar. Porque lo que está haciendo Don Pedro Sánchez no es ni más ni menos que lo que hizo Don Juan Negrín durante y después de la Guerra… y sobrecogedora su acusación más directa: para este hombre sólo cuenta él, de ahí su o Negrín o Franco…porque para él no existe España, ni el PSOE, ni nadie, sólo él.
Pero, pasen y lean… y así sabrán mejor lo que se nos viene encima. POR CIERTO, Y COSA CURIOSA, QUE LAS CARTAS QUE HOY REPRODUZCO LAS ESCRIBIÓ EN BERLÍN, DESDE EL CUARTEL GENERAL DE LA COMANDANCIA DEL EJÉRCITO RUSO DE OCUPACION, los primeros días de junio de 1945. Él, que siempre fue anticomunista.
LAS LUCHAS DENTRO DEL PARTIDO SOCIALISTA
Querido amigo: Supongo que alguna vez se habrá preguntado —como lo han hechos otros amigos—: ¿Qué ha ocurrido entre Largo Caballero y Prieto para enemistarse, y para que este último aproveche toda ocasión para molestar y ofender al primero? Por mi parte le afirmo categóricamente que nunca realicé, ni de obra ni de palabra, nada contra él ni contra ningún otro correligionario. Podré haber discutido con pasión, con vehemencia; pero jamás salió de mi boca ni de mi pluma una palabra ofensiva, ni cometí acto alguno menoscabando su prestigio o su dignidad. Ahora bien, esto no significa que yo tenga de Prieto el concepto que otros tienen de él. Para mí, Indalecio Prieto nunca ha sido socialista, hablando con toda la propiedad, ni por sus ideas ni por sus actos; pero ello no ha sido óbice para que lo tratase en todo momento con la consideración que todo afiliado merece.
Yo también me he preguntado: ¿Habré hecho algo inconveniente hacia él para agredirme como lo hace? He repasado mi memoria, y no he encontrado más que lo siguiente:
Formando parte los dos del Gobierno presidido por el señor Azaña, se produjo la crisis total, y Acalá Zamora encargó a Prieto de formar Gobierno con la condición de incluir en él a representantes lerrouxistas. Yo me opuse, no a que formase Gobierno, sino a que diera entrada en él a los correligionarios de Lerroux, porque me parecía que era un descrédito para el Partido Socialista que figurasen esos elementos en un Gobierno presidido por un afiliado a nuestro Partido, pues a más de que la historia de Lerroux siempre fue con justicia combatida por el Partido por su significado inmoral, en aquel momento estaba marcado con el sello deshonroso de haber defendido a Juan March, conocido por «el último contrabandista». La Minoría Parlamentaria Socialista se inclinó a mi opinión, y Prieto tuvo que declinar los poderes. Imagino que esto le debió llegar al alma por no haber comprendido el verdadero significado y el sentido moral de mi oposición. Desde entonces, no ha desaprovechado ninguna ocasión para satisfacer su rencor, y sus amigos se han aprovechado de este incidente para difundir que yo era el culpable de que Prieto no hubiera constituido Gobierno, con el cual podía haberse evitado la guerra civil. Fácil es comprender la inexactitud de tal afirmación.
El caso es, que un incidente sin gran importancia —un caso de amor propio— ha servido de motivo para causar grandes males al Partido y a la Unión General de Trabajadores.
Posteriormente, la Minoría parlamentaria mostró sus discrepancias con Prieto en otros asuntos. Estos hechos le hicieron pensar en desposeer a la Minoría de la autonomía de que disfrutaba con arreglo a los Estatutos del Partido, y quiso que estuviese subordinada a la autoridad de la Comisión Ejecutiva y del Comité Nacional, a causa de que en éste contaba con delegados de provincia, amigos incondicionales, algunos de ellos desautorizados por las Agrupaciones de su región, a causa de su conducta en el Partido.
Según nuestra organización general, la gestión de concejales diputados provinciales o diputados a Cortes, sólo podía ser discutida y juzgada por las organizaciones que los eligieron y por los Congresos. La pretensión era antirreglamentaria a todas luces. En la Comisión Ejecutiva habló de ello, y se le demostró con el texto de la Organización a la vista, la imposibilidad de aceptar su criterio, pero él no se conformaba; quería dirigir la Minoría Socialista de las Cortes.
Pocos días antes de la huelga de octubre se reunió el Comité Nacional previamente convocado. Estatutariamente, como Presidente de la Comisión Ejecutiva presidía yo sus sesiones. La discusión del Orden del día transcurrió normalmente pero, al final, Prieto presentó una proposición cuya aprobación significaba una infracción a la Organización General del Partido y, en cierto grado, la supeditación de la Minoría Parlamentaria a la Comisión Ejecutiva y al Comité Nacional. Me pareció que se cometía un acto de deslealtad presentando por sorpresa una proposición sobre asunto ya tratado por la Ejecutiva y, además la aprobación implicaba, implícitamente, la condena de mi gestión en el asunto de mi proposición contra la mayoría reaccionaria del Parlamento que impedía hablar a los diputados socialistas; asunto que yo pensaba llevar en su día a resolución del Congreso Nacional. Puesta a votación la proposición de Prieto fue aprobada por la mayoría de los Delegados utilizando su criterio personal pues sus representados desconocían el asunto. En ese momento declaré que yo no podía hacerme cómplice de una infracción tan grave de la Organización y presentaba la dimisión del cargo de Presidente, quedando así en libertad de dirigirme a las Agrupaciones informándoles del hecho a fin de que tomasen los acuerdos pertinentes; anuncio que lealmente ponía en conocimiento de la Ejecutiva y del Comité Nacional. Dicho esto me ausenté.
Al Comité, y especialmente a Prieto, les debió parecer peligroso mantener el acuerdo y, después de haberme ausentado acordaron dejarlo sin efecto, encomendando al Secretario compañero De Francisco que fuera a comunicármelo. Así lo hizo manifestándome que él estaba identificado con mi interpretación y que también dimitiría si yo no aceptaba la resolución del Comité anulando el acuerdo. Desaparecida la causa, naturalmente debía desaparecer el efecto y no tuve inconveniente en volver a ocupar la Presidencia.
Lo ocurrido sirvió de pretexto a los asturianos emigrados para —como le tengo dicho— verter la especie de que había dimitido en vísperas de la huelga revolucionaria por miedo a las consecuencias. Debo decir que al mismo tiempo que enviaba mi dimisión al Comité Nacional, remitía otra carta a la Comisión organizadora del movimiento diciéndola que deseaba continuar cooperando en sus trabajos, y tuve la satisfacción de ser aceptado. ¿Dónde estaba el propósito de escaparme de las responsabilidades de la huelga revolucionaria?
¿Habían olvidado que yo estaba representando también en aquella Comisión especial a la Unión General como Secretario suyo? Además de esto, en aquel momento no era posible saber cuándo se realizaría el movimiento.
Prieto se sometió a anular el acuerdo, pero quedó en acecho para vengarse.
Absuelto por el Tribunal Supremo, volví a desempeñar mis obligaciones en la Unión General y el Partido. En la cárcel quedaban: Enrique de Francisco, Wenceslao Carrillo, Díaz Alor, Pascual Tomás, Hernández Zancajo y otros.
Se convocó al Comité Nacional del Partido a reunión ordinaria, debiendo tratarse, entre otros asuntos importantes, lo referente a las elecciones que habrían de celebrarse.
Prieto y la frontera con Francia
Prieto, que estaba en el extranjero, pasó la frontera y entró en España, no para hacerse responsable del movimiento, sino para asistir a las sesiones del Comité Nacional. Resultaba sorprendente la facilidad que tenía para pasar la frontera sin ser visto por la policía.
En el Comité Nacional planteó nuevamente la cuestión de la Minoría Parlamentaria. Había llegado el momento de la revancha. Me opuse a que fuera discutido un asunto que reformaba la Organización General del Partido, cuestión que estaba fuera de las atribuciones del Comité. Sin embargo, fue aprobado. Consecuente con mi conducta, dimití. No quería autorizar con mi presencia semejante trasgresión reglamentaria. Se hicieron gestiones a fin de que retirase mi dimisión, pero sin desistir del acuerdo tomado; además, me resistía a colaborar con quienes por dar satisfacción a sus rencores y odios personales, no sentían escrúpulo en saltar por encima de todo lo estatuido en los Congresos. De este modo quedaba yo en libertad para tratarlo con las Agrupaciones.
Se hizo un plebiscito entre las Agrupaciones para elegir Presidente. Todas las Agrupaciones, menos una, votaron mi nombre, pero yo no aceptó por las razones expuestas.
Con mi conducta se solidarizaron los componentes de la Ejecutiva que continuaban en la cárcel y, por lo tanto, las vacantes eran de todos los principales cargos. En vista de esto, la Agrupación Socialista madrileña, la más importante del Partido, se dirigió a las de provincias, proponiéndoles que en la votación se incluyesen todos los cargos para hacer una renovación completa de la Ejecutiva. Con anterioridad, algunos ejecutivos no solidarizados visitaron a los encarcelados para que retirasen sus dimisiones, invitación que fue rechazada.
La lucha de “claridad” y “el socialista”
De la votación cada Agrupación hacía dos Actas, una para la Secretaría del Partido y otra para la Agrupación de Madrid. De las Actas resultaba elegida la Ejecutiva completa propuesta por la Agrupación Madrileña, pero Ramón Lamoneda, Secretario eventual, anuló los votos de la candidatura completa a pretexto de que no se ajustaban a los términos de la convocatoria, pero aceptó los votos para la candidatura propuesta por la Secretaría. En el Partido se produjo gran escándalo, y hubo numerosas protestas publicadas en el periódico
«Claridad», porque «El Socialista» se negaba a publicarlas.
El periódico oficial del Partido realizó una campaña indigna contra mí y contra los correligionarios que participaban de mi opinión y colaboraban conmigo. Nos tildaban de despechados; hasta se insinuaba cobardemente que estábamos vendidos a la burguesía. A esta campaña sin igual en los anales del Partido, ayudaba «Democracia», periódico editado por Saborit, como ya hemos dicho. De este modo, los espíritus se envenenaban y esto le explicará de dónde provenían los males que se han inferido a la Unión General y al Partido.
Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 4 de junio de 1945. Le abraza, Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: La situación se hacía insostenible para el Gobierno Lerroux-Gil Robles. Nadie recordaba un período político tan inocuo para la gobernación del Estado. Todos, amigos y enemigos, reconocían que el Gobierno no carburaba, que carecía de capacidad para sacar al país del atolladero en que la sevicia de las derechas le había metido. El más suave de los ditirambos que dirigían a Lerroux era el de que chocheaba. Las cárceles estaban llenas de condenados por la huelga de octubre, pesando sobre algunos penas graves. En el extranjero había algunos cientos de españoles. La opinión reclamaba soluciones para este problema, que tenía paralizadas no pocas de las actividades del país, y los componentes del Gobierno estaban a la greña. Los de Gil Robles y Calvo Sotelo hacían responsables de la esterilidad e inutilidad gobernante a los lerrouxistas, y los lerrouxistas, a las derechas. Se hacía necesario convocar nuevas elecciones de diputados a Cortes.
Los partidos republicanos y el Partido Socialista, Unión General de Trabajadores y demás organismos políticos y obreros estaban de acuerdo para hacer una «Coalición electoral». Le llamo la atención sobre esto de Coalición electoral, no Frente Popular, porque éste se constituyó bastante después, y del cual ya hablaremos. Algunos confunden las dos cosas, cometiendo un gran error. Las coaliciones electorales son circunstanciales, exclusivamente para la lucha en el período electoral, y terminada la cual cada grupo recobra su independencia para hacer cada uno separadamente la política con arreglo a sus ideas y programa. El Frente Popular tiene una misión más permanente. Sus componentes están comprometidos a una acción dada, y actúan conjuntamente en defensa de los fines que previamente se han dado. La fijación de sus puntos de vista ha de hacerse en las reuniones privadas del Frente Popular. Frente Popular, Partido Unificado y Juventudes Unificadas, representan la política de mano tendida; todas tienen el mismo origen y los mismos fines.
Nunca me han convencido las uniones políticas permanentes, pues terminan por esfumar la significación de cada partido y pierden su personalidad política. La opinión se desorienta; no sabe cuál de los partidos le conviene más para la defensa de sus intereses e ideas, y los errores o los aciertos caen fuera de la responsabilidad directa de cada partido, y el error de uno puede arrastrar a todos en la caída. Para los partidos de clase, es el suicidio.
La Coalición electoral con Azaña
El director de la Coalición electoral era don Manuel Azaña. Jefe del partido de Izquierda Republicana. La primera resolución que adoptó fue la de no admitir en la Comisión organizadora y directora de la lucha a representaciones de organismos obreros, ni de algunos partidos republicanos. La coalición la componían todos los elementos de izquierda, pero la dirección la llevaban Izquierda Republicana y el Partido Socialista. Los demás habrían de someterse a sus resoluciones.
La Unión General protestó de tales exclusiones pues, con arreglo a ellas, la organización obrera, la que había de dar el mayor contingente de votos a la coalición, no podía estar representada en la Comisión electoral.
En dicha Comisión elaboraron un extenso programa, en el cual sistemáticamente se rechazaron todos los puntos propuestos por la Unión General por conducto de la representación del Partido Socialista.
En dicho programa se afirmaba que su contenido lo realizaría desde el Gobierno exclusivamente el Partido Republicano, con lo que quedaban excluidos de la gobernación del Estado el Partido Socialista y los organismos obreros, esto es, los que tenían la verdadera fuerza en el país. ¡Grandísimo error político! ¡Pronto tendrían que arrepentirse!
Ésta era la teoría de Indalecio Prieto: La hora política es de los republicanos, no de los socialistas. Es lo mismo que decir: «La gobernación del Estado debe estar encomendada a los partidos de menos arraigo en la opinión nacional, relegando a la calidad de servidores a los más numerosos y fuertes». Esto era sabotear a la clase trabajadora el acceso al Poder en un régimen iniciado y defendido por socialistas.
Con esa teoría, dirigida por Prieto entre bastidores, en la formación de candidaturas se sacrificaron a muchos socialistas que tenían seguro el triunfo, en beneficio de los republicanos que habían de gobernar y les era necesaria una mayoría parlamentaria a costa de socialistas y obreros. ¡Buena manera de gobernar, sin el apoyo del pueblo! Pero… ¡La República era para los republicanos! Esa República del 14 de abril que, por declaración de ellos, no podría proclamarse sin la ayuda de los obreros.
Más mítines que nadie
Con la teoría de Prieto, al Partido Socialista Obrero Español en la vida política española no le quedaba otro papel que desempeñar que el de mozo de estoques de don Manuel Azaña.
Después de reflejada la situación, me veo obligado a hablar de algo que hubiera querido callar, pero se trata de una verdad histórica y no debo ocultarla. ¿Quién llevó el peso de la campaña electoral? Aunque parezca increíble…: ¡Francisco Largo Caballero!
El señor Azaña dio un mitin en un campo de las cercanías de Madrid a donde fueron a oírle muchos millares de personas, la mayoría socialistas y obreros, el resto republicanos. La Ejecutiva del Partido no organizó ni un mitin ni una conferencia. Sus individuos no podían presentarse en público ante los electores porque los hubieran silbado. Tal era la animosidad contra ellos. Prieto estaba en Madrid, en su casa; todos lo sabíamos… menos la policía; pero no podía mostrarse en público. ¡Sería demasiado!
Hube de multiplicarme dando reuniones públicas en varias capitales y poblaciones importantes: Zaragoza, Toledo, Albacete, Jaén, Linares, Valencia, Alicante, Madrid (varios mítines), Don Benito, Écija, Murcia, y otros sitios que no recuerdo. Mi tema principal era la amnistía. Hice llamamientos a las mujeres y a la Confederación Nacional del Trabajo, de las primeras de las cuales desconfiaba Prieto, pero que contribuyeron en gran parte al triunfo; la segunda —por primera vez— acordó oficialmente tomar parte en las elecciones y fue un apoyo importante.
Al Parlamento fue una mayoría republicana-socialista. Si las candidaturas se hubieran confeccionado según las fuerzas de cada partido, hubiera sido esa mayoría socialista- republicana, como lo fue en las Cortes Constituyentes.
Las elecciones se celebraron en febrero de 1936. El triunfo de las izquierdas fue completo, y obligó al Presidente de la República a encargar del Poder al hombre que más odiaba: al señor Azaña, el cual constituyó un Gobierno de acuerdo con su programa.
El día anterior fui a la cárcel a visitar a los presos y comunicarles el gran acontecimiento, y en el trayecto oí ruido como de una descarga de fusilería. Carlos de Baraibar acababa de llegar y dijo que la fuerza pública —guardias de seguridad— habían disparado contra un grupo de ciudadanos que daban vivas a la República. Tomamos un auto y nos dirigimos al Ministerio de Gobernación donde seguramente estaría el Presidente del Gobierno que entonces lo era el señor Pórtela Valladares. Hubo que esperar porque estaba conferenciando con «ciertos elementos». Cuando llegó le expuse lo sucedido en la calle de la Princesa y reclamé que diera orden a la fuerza pública para que no disparase contra el pueblo cuyo entusiasmo era natural y además legítimo. Le manifesté que era urgente resolver la situación política para evitar la reproducción de incidentes como el que acababa de denunciar. Pórtela Valladares estaba nervioso y pálido; no encontró otra contestación que darme, que ésta: Yo no puedo hacer más que entregarle ahora mismo el Poder. A mi vez le repliqué que no era ése el procedimiento. Baraibar y yo nos retiramos con la impresión de que ya no existía el Gobierno.
Inmediatamente, obreros, republicanos y socialistas, reclamaron la libertad de los presos. El Gobierno se mostraba en esto muy perezoso. Muchos estaban ya condenados, y legalmente era necesario esperar a que el Parlamento aprobase una amnistía. Pero otros, la mayoría, estaban aún en período procesal o se les podía aplicar la libertad provisional. Las reclamaciones molestaban al jefe del Gobierno, que desde el primer momento dio señales de gobernar sin imposiciones de nadie, según su expresión. Cuando fui a pedirle en nombre de la Unión General la libertad de los presos, hizo manifestaciones de disgusto diciendo que así no se podía gobernar. Llegó a decir que esa actitud de los obreros no se había tenido con el Gobierno Lerroux-Gil Robles. Me mortificó tal exabrupto y le contesté, algo dolorido, que no tenía razón como lo demostró la huelga de octubre contra aquel Gobierno, y sin la cual no estaría en la Presidencia del Consejo en aquel momento.
La Arcadia feliz de Azaña
El señor Azaña creyó que iba a gobernar una Arcadia feliz. Que por el hecho de estar él en el Poder se terminarían los conflictos entre patronos y obreros y no habría huelgas, y que los trabajadores sufrirían con paciencia la explotación capitalista esperando ser emancipados por él con su programa electoral. Como a pesar de haber un Gobierno republicano se producían huelgas, se desesperaba.
Me llamó algunas veces para decirme que la Unión General aconsejase a los trabajadores más paciencia y moderación. Le contesté que era más urgente exigir a los patronos, incluso a los llamados republicanos, más prudencia, menos egoísmo y mayor respeto a las leyes; era a los patronos a los que debía hacérseles comprender que vivían en una República democrática.
Prieto me niega el saludo
Una de las veces que fui a la Presidencia llamado por el señor Azaña, cuando estaba hablando con él y otros ministros, entró Prieto, saludó a todos, les dio la mano… menos a mí. Comprendí que sería molesta mi presencia y me retiré. Le declaro sinceramente que no me mortificó la desconsideración de Prieto; personalmente no me hizo efecto alguno, pero me hizo reflexionar mucho sobre las consecuencias de su actitud, y presentí para el futuro enormes disgustos en el Partido y en la Unión.
Pero, en todo caso, ¿por qué esa desconsideración conmigo? Nuestras discrepancias no debían ser suficiente motivo. Algo no declarado debía haber para proceder de esa forma grosera e impolítica.
Prieto ha sido envidioso, soberbio, orgulloso; se creyó superior a todos; no ha tolerado a nadie que le hiciera la más pequeña sombra. Lo sucedido en Bilbao le retrataba. Le gustaba estar siempre en primera fila mimado, alabado y admirado. Estar inactivo sin exhibirse, sin poner de relieve sus sobresalientes condiciones le producía efectos desastrosos.
Las circunstancias —más por culpa suya que de los demás— le impusieron estar oculto, en silencio varios meses, y, casualmente, cuando podía exhibir sus excelentes condiciones de facilidad de palabra en la propaganda electoral. El Partido estuvo inactivo; él podía haber sido el adalid de la campaña, en lugar de serlo otro con menos condiciones, indudablemente, y quedó esfumado, oscurecido. Otro más modesto que él recorrió casi toda España siendo aplaudido, vitoreado, recogiendo los laureles de la campaña electoral; aumentando el afecto y la confianza que la clase trabajadora tenía en él. Eso, para Prieto, era insoportable. Los celos le ponían de mal humor. Pero ¿qué culpa tenía yo de eso? Si se hubiera quedado en España arriesgando su libertad, y acaso su vida, como lo hicimos otros, y hubiera salido airoso de esos peligros, podía haber sido históricamente el salvador de millares de trabajadores que penaban en los presidios por defender sus ideales; pero como se marchó precisamente al extranjero, desde allí no podía hacer nada para libertar a los presos ni para repatriar a los emigrados. Eso hay que hacerlo en el lugar de trabajo, no a mil kilómetros y con una frontera por medio. ¡En el pecado llevaba la penitencia! ¿Por qué hacerme a mí responsable de sus desaciertos? Yo me limité a cumplir un deber, supliendo como pude la falta de otros. ¿Debía hacer otra cosa?
Además estaba furioso contra mis amigos, Luis Araquistain y Carlos de Baraibar, redactores de «Claridad», creyendo que yo les inspiraba porque publicaban las protestas contra la conducta de la Ejecutiva. A Luis Araquistain no lo podía ver por su carácter independiente y enemigo de los fantasmones, y a Baraibar porque decía que procedía de las derechas de Bilbao. Si del Partido se hubiera pasado a las derechas acaso le consideraría como un buen amigo.
He ahí las cosas de Prieto, pero aún tenía que hacer otras
Uno de los primeros acuerdos del Parlamento fue la amnistía, causando la alegría natural en todo el país.
La destitución de Alcalá Zamora
Seguidamente se planteó un importante problema: el de la destitución del Presidente de la República. Sus traiciones entregando el Poder a los enemigos del régimen republicano que se negaron a votar la Constitución, y el hecho de haber faltado a ésta encargando de formar Gobierno a ministros censurados por las Cortes le hacían merecedor de ser desplazado de la primera magistratura. Se siguieron los trámites constitucionales y el señor Alcalá Zamora fue destituido por el Parlamento. ¡Justo castigo a su deslealtad y a sus odios africanos!
¿A quién elegir Presidente?
Don Manuel Azaña no estaba contento en la Presidencia del Consejo. Le producía mucha intranquilidad, trabajo y disgustos. Le gustaba la vida más tranquila. Además era halagador para él obtener una revancha completa ocupando el puesto de su enemigo vencido y destituido. ¡Todos tenemos nuestras debilidades! Destronar de la Presidencia a su contrario; ocupar su puesto, era el logro completo de sus anhelos. Así podría demostrar la diferencia existente entre la traición y la lealtad.
Comenzó manifestando a sus correligionarios de Izquierda Republicana su deseo de dejar la Presidencia del Consejo. Estaba cansado, decía, y necesitaba reposo; y sus amigos pensaron entonces en presentar su candidatura a la Presidencia de la República. Consultado al efecto, contestó que no tenía interés en ser elegido, pero lo fuera o no abandonaría la jefatura del Gobierno. ¡Naturalmente! ¿Cómo dejar marchar al ostracismo voluntario al hombre que había prestado tantos servicios a la República? Eso sería proporcionar una satisfacción a los reaccionarios. ¡Imposible!
Indalecio Prieto, ya que no pudo ser el líder de la campaña electoral, lo fue de la elección de Azaña. Habló, escribió abundantemente en favor de su candidatura. ¡Siempre haciendo el juego a don Manuel!
A algunos socialistas tal decisión nos pareció un error. Dando de lado las indiscutibles condiciones relevantes del señor Azaña, estimábamos que tal designación constituía una equivocación política por muy diversas razones.
Se había aprobado un programa de gobierno que debería ser ejecutado por los partidos republicanos. Éstos se hallaban divididos y en luchas intestinas; el único que ofrecía algunas garantías de su cumplimiento era Izquierda Republicana, por tener como jefe al mismo que lo fue de la coalición electoral. Elegido Presidente de la República, el republicanismo español quedaría como rebaño sin pastor; cada cual tiraría por su lado; la República se encontraría sin órgano fundamental para su sostenimiento y desarrollo. Este temor nuestro se confirmó después, desgraciadamente.
Para Presidente bastaba un republicano leal que, por su conducta personal y política anterior, no ridiculizase o desprestigiara la dignidad del cargo. Algunos pensaron en Álvaro de Albornoz, expresidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, que tuvo el gesto de dimitir el cargo cuando entraron las derechas en el Gobierno. Sus correligionarios se encargaron de hacer fracasar el intento. Algunos pensaron en proponer a Besteiro, pero faltaba ambiente para su candidatura.
Prieto seguía su labor en favor de Azaña. No le faltaban razones convincentes, y a última hora no existía otro candidato que don Manuel, a quien todos debíamos votar para realzar el prestigio y autoridad del cargo con una votación lo más nutrida posible.
La pelea Araquistain-Zugazagoitia en el Retiro
Teniendo en cuenta el número de los que tenían derecho a participar en la elección, y siendo insuficiente para ello el edificio de las Cortes, se habilitó a tal efecto el Palacio de Cristal del Retiro. Participaban en la elección Diputados y Compromisarios. En espera de que se iniciara el acto, se produjo un incidente en los jardines como consecuencia de las polémicas entre «El Socialista» y «Claridad». Zugazagoitia, director del primero, dirigió unas palabras ofensivas al director de «Claridad», Luis Araquistain, quien a su vez largó a Zugazagoitia un directo a la cara, haciéndole tambalear. No cayó al suelo porque le sostuvieron algunos amigos. El asunto no pasó a más, si bien los comentarios fueron abundantes.
Sobre Zugazagoitia conviene decir algo que explicará su conducta posterior.
Al verificarse las elecciones de Bilbao, en que fue elegido Diputado don Manuel Azaña, fue sacrificado por sus propios compañeros un socialista que, si mal no recuerdo, era el propio Zugazagoitia. Éste regresó a Madrid indignado y asegurando que aquello no volvería a suceder, pues que Bilbao estaba ya cansado de las combinaciones de Prieto.
En la cárcel de Madrid, tanto Cruz Salido como Julián Zugazagoitia echaban pestes contra Prieto. Según ellos era un mal socialista al que el Partido debía atarle corto.
Zuga y Salido fueron puestos en libertad, y Prieto, que en reunión de la Ejecutiva había dicho que Zugazagoitia —que entonces actuaba como director de «El Socialista»— era un buen escritor pero un mal periodista, les proporcionó colaboración en «El Liberal» de Bilbao, y merced a esto Prieto se convirtió en el mejor socialista marxista.
¡La cuestión económica se impuso a todas las de orden moral, social o políticas! Posesionado Azaña de la Presidencia, encargó de constituir el equipo ministerial a don
Santiago Casares Quiroga, gran amigo suyo.
Comenzaban a cumplirse nuestros vaticinios.
Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 6 de junio de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Por efecto de la amnistía aprobada por las Cortes salieron en libertad todos los presos por la huelga de octubre, y entre ellos, naturalmente. Ramón González Peña.
Aunque me envió la carta de adhesión incondicional que tengo mencionada, visitó la redacción de «El Socialista» y a la Comisión Ejecutiva del Partido. Se le olvidó ir a la Unión General a visitarme. ¿Qué había pasado? ¿Intrigas? ¿Informaciones tendenciosas? Lo ignoro. Por maniobras de Prieto y Lamoneda se ocultó el resultado de la elección de la Ejecutiva propuesta por la Agrupación Socialista Madrileña, y dieron como elegido Presidente del
Partido a González Peña. ¿Sería ésta la causa de no haber ido en visita a la Unión General?
Prieto tomó a González Peña como cimbel para atraerse elementos al lado de la Ejecutiva. Era un afiliado que había sido condenado a muerte por un Consejo de Guerra, y esto le realzaba con aureola de héroe.
Prieto contra Largo
La Ejecutiva del Partido, que estuvo ausente en los trabajos electorales para contribuir al triunfo de las izquierdas a fin de libertar a los presos, organizó una conferencia en el Cine de los Cuatro Caminos para que Peña hablase sobre la huelga de octubre. Presidió Prieto, y en el discurso de presentación del conferenciante, le llamó el héroe del movimiento. «Había sacrificado su libertad y expuesto su vida; se había hecho responsable del movimiento revolucionario en Asturias —dijo—, no como otros que habían negado su participación.»
¡Esto lo decía el que en 1917, 1930 y 1934 se había escapado al extranjero siendo miembro de la Ejecutiva, dejándonos a los demás para hacernos responsables de la huelga en tanto paseaba su físico esférico por tierras de Francia.
La puñalada iba dirigida a mi corazón; se quería comparar mi conducta con la de Peña para desprestigiarme ante la clase obrera. Era una mala acción del diputado por Bilbao. No tuvo escrúpulos en desacreditar a un correligionario para satisfacer su rencor. Ése era Indalecio Prieto, el «noble», el «leal», como le calificaban algunos.
Pero lo más grave era que Peña se prestaba por agradecimiento y vanidad a ser partícipe de tal ignominia. ¡Él, que decía haberse inspirado en mi conducta política para seguir la suya en el Partido!
Esto, a pesar mío, me obliga a tratar aquí el caso de Peña, el héroe de Asturias.
Peña no se hizo responsable del movimiento revolucionario de Asturias; es que no pudo negar su participación porque le cogieron con las manos en la masa. Le habían visto ir de un lado para otro, y habían comprobado su presencia en el monte y en otros sitios; que no es lo mismo. Si a mí me hubiera cogido in fraganti, hubiera tenido que declarar mi participación, no obstante el acuerdo que teníamos tomado; mas no por eso sería un héroe sino uno de tantos que expusieron su libertad y su vida.
Ahora bien, léanse sus declaraciones ante la Comisión Parlamentaria y ante el Consejo de Guerra. Como no podía negarlo, dijo que había tomado parte en el movimiento por dis- ciplina para cumplir acuerdos de los Comités de Alianza Obrera y de los organismos encargados de organizarlo, y que su actuación se limitó a evitar desmanes y salvar la vida a muchas personas, incluso de guardias civiles, los cuales, estaban obligados a cumplir con su deber. Dio nombres de personas con las cuales habló y actuó, señalando sitios en donde estuvo y durmió. Al final de sus palabras en el Consejo de Guerra se entregó a la benevolencia de los jueces. Esas declaraciones constituían delaciones de personas y lugares que costaron la vida a algunos correligionarios. Presentaba a los revolucionarios como sanguinarios, haciendo necesaria su intervención para evitar desmanes. Trató de atenuar la importancia de su intervención con el fin de evitar una condena grave. ¿Es ésta la conducta de un héroe? ¿Era esto declararse responsable del movimiento revolucionario de Asturias? Nadie, después de leer las declaraciones dichas podría afirmarlo; y si otro asturiano y correligionario partícipe en la organización tuviese la sinceridad de repetir en público lo que tiene dicho en privado respecto a la participación de González Peña, veríamos en qué quedaba el heroísmo.
A pesar de sus declaraciones presentándose como vigilante de la buena conducta de los huelguistas no logró lo que se proponía, porque el Consejo de Guerra iba dispuesto a dar satisfacción a la sed de sangre revolucionaria de la clase patronal asturiana.
Conste, pues, que yo no critico ni censuro lo hecho para atenuar la pena, pero sí censuro y critico aquellas manifestaciones delatoras de personas y de hechos.
Ahora voy a presentarle la ficha —incompleta— de mi cobardía.
No sería justo negarme a mí mismo el derecho de defensa contra tan injustos, indignos y miserables ataques de que indirectamente he sido objeto por parte de Indalecio Prieto.
Con ocasión de la campaña contra la guerra de Marruecos fui condenado a seis años y un día de prisión por no haber negado las palabras escritas que eran motivo de la causa. Como el cartel estaba firmado por todas las Sociedades de la Casa del Pueblo, podía haber eludido mi responsabilidad diluyéndola entre la de todos y, diciendo que la criatura no tenía padre. Esto habría motivado el procesamiento de todos y todos nos hubiéramos salvado. Tampoco intenté huir al extranjero.
En agosto de 1917 era miembro del Comité de la huelga revolucionaria y fui condenado a reclusión perpetua, yendo al presidio de Cartagena a vestir el uniforme de presidiario. En el Consejo de Guerra declaré, en nombre de todos, que los hechos se habían realizado en cumplimiento de mi deber de ciudadano. No me entregué a la benevolencia del tribunal, ni pronuncié nombres de personas o lugares. También el Fiscal me pedía la pena de muerte. Mientras tanto. Prieto, se paseaba en Francia esperando la amnistía.
En diciembre de 1930, yo pertenecía al Comité revolucionario organizador del movimiento origen de la República del 14 de abril. Firmé el Manifiesto. Al fracasar la huelga general revolucionaria por la traición de algunos socialistas, en lugar de irme al extranjero a hacer compañía a Indalecio Prieto me presenté espontáneamente al Juez instructor de la causa, haciéndome responsable de dicho manifiesto y de la revolución entregándome a la justicia cuando era una incógnita el resultado del proceso, mientras Prieto y otros en París y Bruselas esperaban el triunfo del 14 de abril. En el juicio ante el Supremo de Guerra y Marina me ratifiqué en mi declaración de ser responsable, y afirmé que haría siempre lo mismo en iguales circunstancias.
En octubre de 1934, las Ejecutivas acordaron que, en caso de detención, declaráramos que había sido espontáneo el movimiento como protesta por la entrada en el Gobierno de los enemigos declarados de la República —motivación que era cierta—. Acuerdo que fue votado por todos, con inclusión de Prieto. Estuve actuando dónde y cómo me ordenaron. Fui detenido y encartado en un proceso grave en unión de otros compañeros, en cuyo proceso no cabía otra salida que ser condenado a muerte o ser todos absueltos. Tuve la suerte de ser libertado por falta de pruebas. ¿Las iba a facilitar yo? Sería un error, porque detrás del hilo saldría la madeja en perjuicio del Partido y de la Unión General. Entre tanto Prieto, en el extranjero, se dedicaba a flagelar a los que estábamos perseguidos o encarcelados.
Puesto en libertad, no fui a descansar de las fatigas de la lucha y de los dolorosos quebrantos sufridos, sino a la propaganda electoral para ganar las elecciones, obtener la amnistía y poner en libertad a nuestros compañeros de lucha y volvieran a su patria los emigrados, incluso Prieto, escapado al extranjero sin decir una palabra a la Ejecutiva a la que pertenecía. Tuve la satisfacción de lograr el triunfo electoral y la amnistía. ¿Para satisfacer vanidades? No. En defensa de un régimen que no era el nuestro, pero que habíamos conquistado con nuestro esfuerzo en beneficio de España y de los trabajadores.
Pulsando la fibra sentimental se ha dicho que González Peña tenía familia. Yo también durante mis años de lucha he tenido dos esposas que han sufrido por los azares de mi vida y que han muerto; catorce hijos de los que murieron nueve, y a mi madre que también perdí. Ninguna de esas grandes desgracias ha debilitado mi espíritu de lucha ni modificó mis convicciones, ni me impidió cumplir mis deberes como socialista, como hijo, esposo y padre. Dejo a su consideración el apreciar si era justo, decente y honrado, ponerme en parangón con González Peña, acaso sin otro propósito que el de desprestigiarme ante los trabajadores por cuya emancipación venía luchando más de medio siglo.
Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 8 de junio de 1945. Le abraza, Francisco Largo Caballero.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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