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Si hay alguien que resuma las ideas y aspiraciones de la II República, más allá de partidismos, las simplificaciones y los extremismos, ése es Ortega y Gasset.  Vale la pena repasar sus textos políticos de los años 30 y ver cómo,  por un lado,  permanece fiel a sus ideales y, por otro, su pensamiento va cambiando al hilo de la evolución de los hechos. 

Ortega está identificado con este proyecto desde antes del advenimiento del nuevo régimen. Para él está claro que el antiguo régimen, lo que llama «la Monarquía de Sagunto», no corresponde a la realidad nacional, es una especie de ente fantasmal, que se sostiene sobre su propia ficción. En un manifiesto de 1929, junto con otros intelectuales de prestigio, apuesta públicamente por una nueva política y deja claro que «la base de la política futura ha de ser el liberalismo». Por otro lado, advierte que la suya no es una política agresiva, que vaya en contra de nadie. «No adoptar posiciones reactivas (…) porque política es actuar sobre los que no son nuestros amigos y piensan ni sienten como nosotros». Si se repasa la lista de los firmantes de este manifiesto, se verá a lo más granado de la intelectualidad española de la época, que abogaba por un cambio en la dirección democrática y liberal sin sectarismos ni rupturismos revolucionarios y que quería sustituir un sistema secular que consideraban agotado. 

Todo esto, que se resume en aquel eslogan de «La República de los profesores», es bien sabido. No lo es tanto una segunda parte en la que hay una revisión, en un sentido u otro, de posiciones iniciales. Tomando el caso de las cabezas visibles de lo que podríamos llamar el reformismo burgués, Marañón abjurará de su republicanismo y volverá a instalarse cómodamente en la España franquista; Pérez de Ayala irá más allá, pasándose sin ambages al bando nacional; y Ortega, sin renunciar nunca a sus principios, se haría muy crítico con la política republicana.

En poco tiempo, las manifestaciones de Ortega toman un cariz de preocupación alarma y tristeza; y sus ideas se hacen muy críticas ante este sistema que él quería «una democracia de Estado» y que, sin embargo, resultaba «una democracia de gente charlando en la plazuela». En su discurso en León, con motivo de la campaña electoral, en junio de 1931 (en plena luna de miel del régimen, a sólo dos meses de su proclamación) tiene palabras muy duras sobre la pobreza del debate político y sobre el tono demagógico que está tomando: «se han pronunciado palabras hueras, vanas. Se han prometido al pueblo español cosas fantásticas, sin que se piense por un momento si se pueden realizar». Ante la quema de conventos de mayo de 1931 en Madrid y Málaga, firma un manifiesto con Marañón y Pérez de Ayala, que se publica a los pocos días de estos sucesos,  el 13 de mayo, sobre «una faena, aun más que repugnante, estúpida». Otro texto fundamental en este sentido es un discurso pronunciado en diciembre de 1931, que tiene un título aleccionador: «Rectificación de la República». No puede ser más claro: «El balance (del nuevo sistema) arroja una pérdida» y se hace necesario «rectificar el perfil de la República». Y se pregunta: «¿Por qué han hecho una República triste y árida?». En un escrito de 1933 indica como «ya se sintió en radical desacuerdo desde el día siguiente al advenimiento de la República» y se muestra contrario «a la política ridículamente arcaica como la expulsión de los jesuitas, la descruxifición de las  escuelas y demás cosas». Se ha visto que «que esos hombres, al encontrarse con el país en sus manos, no tenían ni la menor idea sobre lo que había que hacer con ese país». Con ese talento retórico que le era tan propio, Ortega dejó escrito, en el «Manifiesto de la Agrupación al servicio de la República», que la nueva situación llamaba a todos los españoles al «dinamismo y a la disciplina». 

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Sin duda hubo de lo primero, pero faltó lo segundo.

Autor

Tomás Salas