22/11/2024 09:16
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Estaba cantado. Yo mismo lo anuncié hace unos días diciendo que al Rey Felipe VI no le quedaban nada más que dos opciones, las mismas que se le presentaron a su padre Don Juan Carlos cuando Franco decidió nombrarle heredero a título de Rey, porque o se elegía los derechos sucesorios sin corona o la corona instaurada. En este caso al Rey Felpe VI, ante los escándalos de su padre, económicos y de faldas, no le quedaba otra solución que apartar a su padre todo lo que pudiera para salvar la monarquía o exponerse a que los escándalos del padre arrastrasen la monarquía al exilio.

Hoy, por fin, se han aclarado las cosas y el Rey Juan Carlos ha decidido (naturalmente, presionado por los hechos y por la prensa), marcharse de España con esta carta:

“Carta de Don Juan Carlos. Madrid 3 de agosto de 2020.

Majestad, querido Felipe:

Con el mismo afán de servicio a España que inspiró mi reinado y ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada, deseo manifestarte mi más absoluta disponibilidad para contribuir a facilitar el ejercicio de tus funciones, desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tu alta responsabilidad. Mi legado, y mi propia dignidad como persona, así me lo exigen.

Hace un año te expresé mi voluntad y deseo de dejar de desarrollar actividades institucionales. Ahora, guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como Rey, te comunico mi meditada decisión de trasladarme, en estos momentos, fuera de España.

Corinna

Una decisión que tomo con profundo sentimiento, pero con gran serenidad. He sido Rey de España durante casi cuarenta años y, durante todos ellos, siempre he querido lo mejor para España y para la Corona.

Con mi lealtad de siempre.

Con el cariño y afecto de siempre, tu padre.»

 

Aunque ya había abdicado el lunes 2 de julio de 2014. Como quedó patente en la carta que le envió al Presidente del Gobierno para que se hiciese pública. Fue esta carta:

“En mi proclamación como Rey, hace ya cerca de cuatro décadas, asumí el firme compromiso de servir a los intereses generales de España, con el afán de que llegaran a ser los ciudadanos los protagonistas de su propio destino y nuestra Nación una democracia moderna, plenamente integrada en Europa.

Me propuse encabezar entonces la ilusionante tarea nacional que permitió a los ciudadanos elegir a sus legítimos representantes y llevar a cabo esa gran y positiva transformación de España que tanto necesitábamos.

Hoy, cuando vuelvo atrás la mirada, no puedo sino sentir orgullo y gratitud hacia el pueblo español.

Orgullo, por lo mucho y bueno que entre todos hemos conseguido en estos años.

Y gratitud, por el apoyo que me han dado los españoles para hacer de mi reinado, iniciado en plena juventud y en momentos de grandes incertidumbres y dificultades, un largo periodo de paz, libertad, estabilidad y progreso.

Fiel al anhelo político de mi padre, el Conde de Barcelona, de quien heredé el legado histórico de la monarquía española, he querido ser Rey de todos los españoles. Me he sentido identificado y comprometido con sus aspiraciones, he gozado con sus éxitos y he sufrido cuando el dolor o la frustración les han embargado.

La larga y profunda crisis económica que padecemos ha dejado serias cicatrices en el tejido social pero también nos está señalando un camino de futuro de grandes esperanzas.

Estos difíciles años nos han permitido hacer un balance autocrítico de nuestros errores y de nuestras limitaciones como sociedad.

Y, como contrapeso, también han reavivado la conciencia orgullosa de lo que hemos sabido y sabemos hacer y de lo que hemos sido y somos: una gran nación.

Todo ello ha despertado en nosotros un impulso de renovación, de superación, de corregir errores y abrir camino a un futuro decididamente mejor.

En la forja de ese futuro, una nueva generación reclama con justa causa el papel protagonista, el mismo que correspondió en una coyuntura crucial de nuestra historia a la generación a la que yo pertenezco.

Hoy merece pasar a la primera línea una generación más joven, con nuevas energías, decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando y a afrontar con renovada intensidad y dedicación los desafíos del mañana.

Mi única ambición ha sido y seguirá siendo siempre contribuir a lograr el bienestar y el progreso en libertad de todos los españoles.

Quiero lo mejor para España, a la que he dedicado mi vida entera y a cuyo servicio he puesto todas mis capacidades, mi ilusión y mi trabajo.

Mi hijo, Felipe, heredero de la Corona, encarna la estabilidad, que es seña de identidad de la institución monárquica.

Cuando el pasado enero cumplí setenta y seis años consideré llegado el momento de preparar en unos meses el relevo para dejar paso a quien se encuentra en inmejorables condiciones de asegurar esa estabilidad.

El Príncipe de Asturias tiene la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesarios para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado y abrir una nueva etapa de esperanza en la que se combinen la experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación. Contará para ello, estoy seguro, con el apoyo que siempre tendrá de la Princesa Letizia.

Por todo ello, guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles y una vez recuperado tanto físicamente como en mi actividad institucional, he decidido poner fin a mi reinado y abdicar la Corona de España, deponiendo en manos del Gobierno y de las Cortes Generales mi magistratura y autoridad para que provean a la efectividad de la sucesión en la Corona conforme a las previsiones constitucionales.

Deseo expresar mi gratitud al pueblo español, a todas las personas que han encarnado los poderes y las instituciones del Estado durante mi reinado y a cuantos me han ayudado con generosidad y lealtad a cumplir mis funciones.

Y mi gratitud a la Reina, cuya colaboración y generoso apoyo no me han faltado nunca.

Guardo y guardaré siempre a España en lo más hondo de mi corazón.”

 

Pero situaciones como las que está viviendo hoy la Monarquía española no son nuevas, porque ya desde Felipe V, el primer Borbón, que abdicó el 19 de enero de 1724 en su hijo Luis I, que falleció por enfermedad 8 meses después, obligando a su padre a regresar al trono hasta su muerte en 1746, ha habido más situaciones, abdicaciones y despedidas reales.

Durante la casa de los Austria, solo el Rey Carlos V cedió su derecho dinástico como Rey de España en 1556 a favor de su hijo Felipe II, y como emperador a favor de su hermano Fernando I de Habsburgo.

Y famosísimas fueron las abdicaciones de Carlos IV en su hijo Fernando VII y la de él (¡lo más curioso de todo!)en su padre Carlos IV y este a su vez en el emperador Napoleón, y este en su hermano José I.

 

De aquellas rastreras abdicaciones de Carlos IV y su hijo Fernando VII quedó para la Historia un documento insólito, incrédulo y humillante. La carta que le envió el Rey Carlos IV al Emperador, que decía:

“Su Majestad el rey Carlos […] ha resuelto ceder, como cede por el presente, todos sus derechos sobre el trono de España y de las Indias a Su Majestad el emperador”.

 

También abdicaron en los tiempos modernos Isabel II, a la que la Revolución de 1868 obligó a exiliarse a Francia y abdicar dos años más tarde en Paris a favor de su hijo Alfonso XII… y también se despidieron y abdicaron Alfonso XIII  y Amadeo de Saboya… y por si no fuera suficiente con los Reyes también dimitieron o se fueron de España varios presidentes de la República.

Isabel II

Por lo que se refiere a la salida de España y a la abdicación de la Reina Isabel II, la de los tristes destinos, según Galdós, también tuvo sus más y sus menos. La Reina Isabel tuvo que marcharse directamente al exilio desde San Sebastián, donde estaba de vacaciones, por el triunfo de “La Gloriosa del general Prim” y en París se mantuvo hasta que al ver la imposibilidad de regresar a España abdicó en su hijo Alfonso, que reinaría después con el nombre de Alfonso XII. En aquella ocasión la popular Reina se dirigió a los españoles con esta carta que reproducimos:

«Azaroso y triste en muchas ocasiones ha sido el largo período de mi reinado; azaroso y triste, más para mí que para nadie, porque la gloria de ciertos hechos, el progreso de los adelantos realizados mientras he regido los destinos de nuestra querida Patria, no han conseguido hacerme olvidar que, amante de la paz y de la creciente ventura pública, vi siempre contrariados por actos independientes de mi voluntad mis sentimientos más caros, más profundos, mis aspiraciones las más nobles, mis más vehementes deseos por la felicidad de la amada España. 

Niña, miles de héroes proclamaron mi nombre; pero los estragos de 1ª guerra rodearon mi cuna: adolescente, no pensé más que en secundar los propósitos que me parecieron buenos, de quienes me ofrecían vuestra dicha; pero la calurosa lucha de los partidos no dejó espacio para que arraigaran en las costumbres el respeto a las leyes y el amor a las prudentes reformas: en la edad en que la razón se fortalece con la propia y la ajena experiencia, las tumultuosas pasiones de los hombres, que no he querido combatir a costa de vuestra sangre, para mí más preciada que mi vida misma, me han traído a tierra extranjera, lejos del trono de mis mayores, a esta tierra, que amiga, hospitalaria e ilustre, no es, sin embargo, la Patria mía, ni tampoco la Patria de mis hijos. Tal es, en compendio, la historia política de los treinta y cinco años, en que con mi derecho tradicional he ejercido la suprema representación y poder de los pueblos, que Dios, la ley, el propio derecho y el voto nacional encomendaron a mi cuidado. 

Al recorrerla, no hallo camino para acusarme de haber contribuido con deliberada intención, ni a los males que se me inculpan, ni a las desventuras que no he podido conjurar. Reina constitucional, he respetado sinceramente las leyes fundamentales; española antes que todo, y madre amorosa de los hijos de España, he confundido a todos en un afecto, igualmente cariñoso. Las desgracias que no alcanzó a impedir mi tantas veces quebrantado ánimo, dulcificadas fueron por mí en la mayor medida posible. Nada ha sido más grato a mi corazón que perdonar y premiar, y no he omitido nunca medio alguno para impedir que por mi causa derramaran lágrimas mis súbditos. Deseos y sentimientos que han sido, no obstante, vanos, para apartar de mí en el solio, y fuera de él, las pruebas amargas que acibaran mí vida. Resignada a sufrirlas acatando los designios de la Divina Providencia, creo que todavía puedo hacer libre y espontáneamente el último acto de quien encaminó los suyos, sin excepción, a labrar vuestra prosperidad y a garantizar vuestro reposo. 

Veinte meses han trascurrido desde que pisé el suelo extranjero, temerosa de los males, que en su ceguedad no vacilan en querer reproducir los tenaces sostenedores de una aspiración ilegítima que condenaron las leyes del reino, el voto de tantas Asambleas, la razón de la victoria y las declaraciones de loa Gobiernos de la culta Europa. En estos veinte meses no ha cesado mi afligido espíritu de recoger con anhelante afán los ecos producidos por el doliente clamor de mi inolvidable España. Llena de fe en su porvenir, ansiosa de su grandeza, de su integridad, de su independencia, agradecida a los votos de los que me fueron y me son adictos, olvidada de los agravios inferidos por los que me desconocen o me injurian, para mí a nada aspiro; pero sí quiero corresponder a los impulsos de mi corazón, y a lo que habrán de aceptar con regocijo los leales Españoles, fiando a su hidalguía y a la nobleza de sus levantados sentimientos la suerte de la dinastía tradicional y del heredero de cien Reyes. Este es ese acto de que os hablo, esta la última prueba, que puedo y quiero daros, del afecto que siempre os he tenido. 

SABED, pues, que en virtud de un acta solemne, extendida en mi residencia de París y en presencia de los miembros de mi Real familia, de los Grandes, Dignidades, Generales y hombres públicos de España, que enumera el acta misma, HE ABDICADO de mi Real autoridad y de todos mis derechos políticos, sin género alguno de violencia, y sólo por mi espontánea y libérrima voluntad, trasmitiéndolos con todos los que correspondan a la corona de España, a mi muy amado hijo D. Alfonso, Príncipe de Asturias. Con arreglo a las leyes patrias me reservo todos los derechos civiles, y el estatuto y dignidad personales que ellas me conceden, singularmente la ley de 12 de Mayo de 1865, y por lo tanto conservaré bajo mi guarda y custodia a D. Alfonso mientras resida fuera de su Patria y hasta que, proclamado por un Gobierno y unas Cortes que representen el voto legítimo de la Nación, os lo entregue como anhelo y como alienta mi esperanza, que fuerzas siento para ello, aun cuando se desgarra mi alma de madre al prometerlo. Entretanto habré procurado infundir en su inteligente pensamiento las ideas generosas y elevadas, que tan bien se acuerdan con sus naturales inclinaciones, y que lo harán digno, en ello confío, de ceñir la corona de San Fernando y de suceder a los Alfonsos, sus predecesores, de quienes la Patria recibió, y él recibe, el legado de glorias imperecederas.

ALFONSO XII habrá de ser, pues, desde hoy, vuestro verdadero Rey: un Rey español y el Rey de los Españoles, no el Rey de un partido. Amadle con la misma sinceridad con que él os ama: respetad y proteged su juventud con la inquebrantable fortaleza de vuestros hidalgos corazones, mientras que yo con fervoroso ruego pido al Todopoderoso luengos días de paz y prosperidad para España, y que a la vez conceda a mi inocente hijo, que bendigo, sabiduría, prudencia, rectitud en el gobierno y mayor fortuna en el trono, que la alcanzada por su desventurada madre, que fue vuestra Reina: ISABEL.»

 

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Isabel II

Y en medio de la vorágine de aquel quinquenio increíble que vivió España en 1870 las Cortes le otorgan la corona al Príncipe italiano Amadeo de Saboya, que reinaría, con grandes dificultades, durante 3 años y que al final no tuvo más remedio que abandonar con la carta que escribió a los españoles como despedida. Fue esta carta:

“Al Congreso:

Grande fue la honra que merecí a la Nación española eligiéndome para ocupar su Trono; honra tanto más por mí apreciada, cuanto que se me ofrecía rodeada de las dificultades y peligros que lleva consigo la empresa de gobernar un país tan hondamente perturbado. Alentado, sin embargo, por la resolución propia de mi raza, que antes busca que esquiva el peligro; decidido a inspirarme únicamente en el bien del país, y a colocarme por cima de todos los partidos; resuelto a cumplir religiosamente el juramento por mí prometido a las Cortes Constituyentes, y pronto a hacer todo linaje de sacrificios que dar a este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que merece y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus hijos le dan derecho, creía que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar sería suplida por la lealtad de mi carácter y que hallaría poderosa ayuda para conjurar los peligros y vencer las dificultades que no se ocultaban a mi vista en las simpatías de todos los españoles, amantes de su patria, deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo desgarran sus entrañas. Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos largos años ha que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males. Lo he buscado ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien prometió observarla. Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No habría peligro que me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles; ni causó mella en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta, como yo, el vivo deseo de que en su día se indulte a los autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción de que serían estériles mis esfuerzos e irrealizables mis propósitos. Éstas son, señores diputados, las razones que me mueven a devolver a la Nación, y en su nombre a vosotros, la Corona que me ofreció el voto nacional, haciendo de ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores. Estad seguros de que al desprenderme de la Corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía. Amadeo.

Palacio de Madrid a 11 de febrero de 1873.”

 

Amadeo I de Saboya

Y por si no hubiese bastante con las abdicaciones reales también las Repúblicas tuvieron sus dimisiones. La más curiosa de todas la del Primer Presidente de la Primera República, don Estanislao Figueras:

“Don Estanislao Figueras y Moragas fue el primer presidente de la Primera República Española, entre febrero y junio de 1873. Nacido en Barcelona en 1819, militó en varios partidos y entre otras cuestiones en su biografía, como ser condenado a prisión y fundar un periódico, está el inédito hecho de huir del país siendo presidente del mismo, por estar harto y sin aviso previo.

Tras acceder a la presidencia, la crisis económica, las intrigas políticas, también dentro de su propio partido, y los problemas con una Cataluña separatista le llevaron a buscar el camino de la frontera y huir a Francia sin decir nada a nadie.

Según parece, el 10 de junio de aquel 1873, en una reunión, el señor Figueras soltó:

Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros.

Don Estanislao Figueras y Moragas

Y tras aquella reunión, sin avisar a nadie y siendo aún presidente, se subió a un tren en Atocha y se fue a París. Lógicamente le buscaron sucesor rápidamente en la figura de Francisco Pi y Margall, pero el primer gobierno de la Primera República Española acabó de un modo realmente asombroso.” 

Y el viacrucis de los Borbones españoles siguió y en 1931 le tocó el turno a Don Alfonso XIII, quien para evitar, según él, y tal vez lo que hizo fue provocarla,  una guerra civil, renunció a la corona y se marchó de España con esta carta que le dirigió a los españoles:

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“Al País: Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo el amor de mi pueblo.[…] Procuré siempre servir a España y puse el único afán en el interés público hasta en las más críticas coyunturas. Un rey puede equivocarse, y sin duda erré yo alguna vez, pero sé bien que nuestra patria se mostró en todo momento generosa ante las culpas sin malicia.[…] Hallaría medios sobrados para mantener mis prerrogativas en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fraticida guerra civil. No renuncio a ninguno de mis derechos porque más que míos son depósito acumulado por la Historia […].Espero a conocer la auténtica y adecuada expresión de la conciencia colectiva, y mientras habla la nación, suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos.”

(10 años justos más tarde abdicaría en su hijo Don Juan, el Conde de Barcelona).

 

Alfonso XIII

¿Y qué podemos decir de la salida de los dos presidentes que tuvo la Segunda República?

Don Niceto Alcalá Zamora, presidente desde el 14 de abril de 1931, fue arrojado en una maniobra nocturna movida por los socialistas del PSOE y los más radicales republicanos. 238 diputados votaron a favor de la destitución por solo 5 en contra y un 174 abandonaron la Cámara, por lo que el presidente fue destituido por mayoría absoluta. Don Niceto en principio se resistió, alegando que la tercera convocatoria de las elecciones generales era legal de acuerdo con la Constitución, al final, abandonado por todos, no tuvo más remedio que admitir el cese. Después de unas semanas en las que se hizo cargo de la Jefatura del Estado de forma interina Diego Martínez Barrio, en calidad de Presidente de las Cortes, fue sustituido por Manuel de Azaña el 11 de mayo de 1936. “El inicio de la Guerra Civil Española le sorprendió en un viaje por Noruega. Decidió no regresar a España cuando se enteró, según cuenta en sus memorias, reescritas durante el exilio, de que milicianos del Frente Popular habían entrado ilegalmente en su domicilio, robándole sus pertenencias y saqueado asimismo su caja de seguridad (y al menos, otra propiedad de una de sus hijas) en el banco Crédit Lyonnais de Madrid, llevándose el manuscrito de sus memorias, parte del cual fue publicado (con cortes de la censura) en la prensa republicana durante la guerra y ampliamente comentado por Manuel Azaña en sus Memorias. Fijó su residencia en Francia, donde le sorprendió la Segunda Guerra Mundial.

Después de múltiples penalidades, debido a la ocupación alemana y a la actitud colaboracionista del Gobierno de Vichy, salió de Francia y tras un viaje transatlántico de 41 días en barco llegó a Argentina en enero de 1942, donde vivió de sus libros, artículos y conferencias hasta su muerte. Esta se produjo el 18 de febrero de 1949 en Buenos Aires

Alcalá Zamora 

Y más triste todavía fue la dimisión de Manuel Azaña. Porque el final de “el hombre de la República” y su salida de España fue lo más triste que puede vivir un hombre. “Amigo Negrín –le respondió al Presidente del Gobierno, Juan Negrín, cuando éste prácticamente le exigía que no renunciara y que volviese a la España Republicana – saldré de Cataluña cuando usted quiera, pero cuando salga lo haré definitivamente… conviene que usted sepa, a demás, que si voy a Francia no pienso instalarme en la embajada. Me trasladaré a casa de mi cuñado en Collonges-sous-Saléve y allí permaneceré…”

Y así dimitió:

“El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva de la representación jurídica internacional necesaria para hacerme oír de los Gobiernos extranjeros, con la autoridad oficial de mi cargo, lo que es no solamente un dictado de mi conciencia de español, sino el anhelo profundo de la inmensa mayoría de nuestro pueblo. Desaparecido el aparato político del Estado: Parlamento, representaciones superiores de los partidos, etcétera, carezco, dentro y fuera de España, de los órganos de consejo y de acción indispensables para la función presidencial de encauzar la actividad de gobierno en la forma que las circunstancias exigen con imperio. En condiciones tales, me es imposible conservar, ni siquiera nominalmente, ese cargo a que no renuncié el mismo día en que salí de España, porque esperaba ver aprovechado este lapso de tiempo en bien de la paz.

Pongo, pues, en manos de V.E., como presidente de las Cortes, mi dimisión de presidente de la República, a fin de que vuestra excelencia se digne darle la tramitación que sea procedente. Manuel Azaña. Francia, 27 de febrero de 1939″.

 

Manuel Azaña

Y en este repaso de urgencia, motivado por el anuncio de la salida de España del que ha sido casi durante 40 años Rey de España, Don Juan Carlos I, llegamos al generalísimo Franco, Jefe del Estado español, desde 1936-39 a 1975. Afortunadamente para él su despedida fue quizás la menos triste y la más honrosa. Por su interés reproducimos también su despedida que lo hizo en forma de testamento a los españoles:

“Españoles: 

Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir. Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida, que ya sé próximo.

 Quiero agradecer a cuantos han colaborado con entusiasmo, entrega y abnegación, en la gran empresa de hacer una España unida, grande y libre. Por el amor que siento por nuestra patria os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido.

No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad también vosotros y para ello deponed frente a los supremos intereses de la patria y del pueblo español toda mira personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria.

Quisiera, en mi último momento, unir los nombres de Dios y de España y abrazaros a todos para gritar juntos, por última vez, en los umbrales de mi muerte,

 «¡Arriba España! ¡Viva España!».”

 

Pero no quiero terminar este repaso sin recordar aquella famosa leyenda que incluyó en una de sus obras Ángel Ganivet referida a un suceso que le habían contado en Rusia. Un hombre de la estepa viajaba en trineo con sus ocho hijos desde los Urales  a Moscú cuando de pronto una manada de lobos se arrojó sobre los viajeros y el hombre pensando que si les arrojaba comida los entretendría y fue arrojando uno a  uno a sus  hijos. ¡Ay pero los lobos hambrientos y salvajes, no se conformaron con aquella primera pieza y siguieron su acoso!… y así el pobre padre fue arrojando a los lobos hijo a hijo, creyendo que al menos salvaría a algunos… pero al final ya antes de llegar a Moscú los lobos se comieron a los que quedaban y por último a él mismo.

Señores, muchos creerán que con la salida de España del “corrupto y mujeriego” Don Juan Carlos habrá terminado el acoso  de los podemitas de Iglesias a la Corona, pero en mi criterio esto solo es un paso más para su objetivo final, que no es otro que la caída de la Monarquía y la proclamación de su República, la Tercera República. Los lobos nunca tienen suficiente.

Y digo lo de siempre, yo ni quito ni pongo Rey pero ayudo a mi señor…y mi señor será siempre, la verdad y la Historia… (o la intraHistoria). 

Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

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