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Noviembre: Calvo Sotelo se deshace del ministro de la Guerra

Pero la revolución no terminó, al menos políticamente, con el silencio de las armas, pues nada más volver los ministros de la Guerra, de Justicia y Obras Públicas de Oviedo, a donde habían ido acompañados del general Franco para ver sobre el terreno los efectos desastrosos del enfrentamiento armado, comenzó el ajuste de cuentas a los responsables.

Las derechas en general, y Calvo Sotelo, en particular, fueron por derecho a por la cabeza del ministro de la Guerra, don Diego Hidalgo Durán, quizás sin darse cuenta de que había sido éste quien al confiarle a Franco la dirección de la batalla militar, les salvó, a todos y a la República, de ser implantada la dictadura del proletariado.

No obstante, y en honor a la verdad, hay que aceptar que el discurso de don José Calvo Sotelo del día 6 en las Cortes no sólo fue demoledor, sino digno de figurar en el cuadro de honor de la oratoria parlamentaria española de todos los tiempos.

Por su interés merece la pena incluir algunos párrafos de este discurso como el relativo a las «Culpas de Lenidad»:

 

Pero, aparte esto -perdonadme que me haya exaltado un poco-, en la gestión del Sr. Ministro de la Guerra hay lenidad evidente y cosas gravísimas, muchas de las cuales no saldrán de mis labios; que sello por un criterio de patriotismo, como esto mismo que acabo de decir me lo hubiera callado hace veintitantos días, cuando el problema del orden público estaba en fase álgida. El Sr. Ministro de la Guerra ha realiza­do, durante estos momentos de revolución, infinidad o, por lo menos, numerosísimas destituciones de mandos militares, y yo me pregunto: ¿Es posible que el Ministro de la Guerra no haya conocido la mentalidad, la lealtad y las condiciones de mando de un gran número de sus subordinados hasta que la revolución vino a llamar a las puertas de su Ministerio? Si lleva varios meses al frente del Departamento y estaba obligado a haber penetrado, a haber calado a fondo en el alma y en la mentalidad de esos mandos, ¿cómo se puede admitir que la destitución se haga en el momento mismo en que se envía a las tropas a librar batallas? Es una irresponsabilidad enorme, que demuestra que el Ministro de la Guerra, como el Gobierno Samper entero, habían abandonado España en manos de la Divina Providencia; que ella sola, la Divina Providencia, es quien nos ha salvado en esta ocasión. Claro es, señores, que esas destituciones me parecen justas; las destituciones hechas por los representantes de un Poder, cuando éste se ve asalta­do por la revolución, no han de merecer de los hombres de orden ni reconvención ni censura; pero en muchos casos las destituciones no bastan. Conozco abundantes de lenidad evidente, pero voy a referirme sólo a uno, que es auténtico y se me podrá rectificar, aunque, a pesar de la rectificación, lo que yo diga nadie lo ha de mover.

Un teniente coronel que manda una unidad en África es llamado para embarcar con ella y con otras tropas de aquel territorio con destino a Asturias.

(Un señor diputado: es masón.)

Lo ignoraba, pero los hechos demuestran que debe ser ver­dad. Al tiempo de embarcar ese teniente coronel (a quien, como soldado, guardo profundo respeto, porque es un hombre que ha hecho su carrera derramando su sangre y obteniendo más de un ascenso por méritos de guerra), en el momento de embarcar, digo, dirige una arenga de rebeldía, diciéndoles que en lugar de disparar contra sus hermanos deben hacerlo contra el Gobierno. Hay alguien que previene, al ministro de la Guerra, el cual no da crédito a lo que se dice y pide informe a la autoridad superior militar en África, al general Gómez Morato, el que contesta telefónicamente manifestando que responde de aquel jefe del que tiene un excelente concepto y los mejores informes. Embarcan aquellas unidades, marcha el barco, y  a medianoche el comandante del barco lanza un «radio» al ministro de Marina diciéndole que el teniente coronel que manda aquellas fuerzas trata de sublevar, con propagandas incendiarias, a la marinería.

[El señor ministro de Marina: perdone S.S., eso no es cierto… (rumores). El señor Tejera: masón también (aplausos y risas). El señor Presidente reclama orden. Podrá haber algún error de detalle, pero en el fondo hay verdadera veracidad (rumores).]

La prueba de ello está… (El señor ministro de Marina: ¿me permite S.S. una interrupción?) Con mucho gusto. (El señor Ministro de la Marina: yo lo único que decía era que ese «radio» al ministro de Marina no es cierto. El señor Comín: A S.S. le van a decir muchas cosas.) (Risas.) La veracidad en el fondo es lo que interesa… Yo sé que en el barco en el que viajaba ese jefe se produjo un conato de sublevación y que, ante la posibilidad de ésta, la oficialidad aquella noche tuvo que juramentarse y tomar los fusiles. (El señor ministro de la Marina: No. Varios señores diputados: Sí, sí. El señor Presidente reclama silencio.)

Y la prueba de que eso es cierto está, primero, en que hay un Consejo de Guerra contra algunos de los soldados de ese barco, y después, que ese jefe desembarcó en La Coruña, por­ que al capitán del barco se le ordenó que atracase en aquel puerto sin que fuera ninguno de los de escala previstos. Atracó allí el barco, diciéndole al jefe que tenía que recibir órdenes personalmente del comandante general de aquella división; desembarcó el jefe e inmediatamente el barco siguió su ruta a Gijón. ¿Qué se ha hecho con ese jefe, responsable de un delito tan grave? Lo pregunto; pero por si acaso no me pueden dar otra contestación, diré que según mis noticias, que ojalá fueran rectificadas por el Gobierno (mirad hasta qué punto pospongo yo al interés público la realidad de mis afirmaciones), ese jefe ha sido declarado en situación de disponible y ha podido volver a Ceuta, donde libremente se consagra a las mismas propagandas que antes realizaba. Rectifiqueme el Gobierno. (El señor ministro de la Marina: lo rectifico.) Ese jefe ¿ha sido sometido a sumaria y está pendiente de Consejo de Guerra? ¡Ojalá me diga eso!

[El señor Ministro de la Marina: Pues eso. ¿Me permite S.S.? Comprenderán los señores diputados que yo no era el llamado a hablar de esto sino el ministro de la Guerra, pero, como no está presente, puedo asegurarles que a ese jefe que hizo algunas de esas cosas… (exclamaciones) pero ¿es que cree el joven diputado que voy a negar eso, cuando fui yo quien dio cuenta al Consejo de Ministros de lo hecho por ese jefe? Ese jefe, digo, está sometido a sumaria y pendiente de Consejo de Guerra, y precisamente, no para agravar su situación, sino para que resplandezca la justicia, el ministro de la Marina ha hecho enviar testimonio al juez de esa causa para que se imponga a ese jefe al castigo a que se ha hecho acreedor (muy bien). Un señor diputado: no se exigieron así las responsabilidades de Annual (rumores).]

Por Annual cayó la monarquía y por Annual estáis vosotros aquí. Ya veremos si la historia se repite.

Tercer hecho: entrada de las tropas del general López Ochoa en la cuenca minera de Asturias. Se ha hablado de pacto. El señor Lerroux a quien rindo mis respetos y, además, y lo digo ahora en público porque no había tenido ocasión de decirlo más que a él personalmente en los pasillos, mi gratitud, porque su actuación personal fue la que dirimió la pro­puesta de amnistía gracias a la cual me encuentro aquí; el señor Lerroux dijo a los periodistas un día que no era cierto que existiese pacto, que a lo sumo se trataba de táctica. Pues bien, señores diputados: yo tengo aquí el texto literal del telegrama urgentísimo que dirigió el general López Ochoa al jefe de la columna Sur-Norte que estaba en Vega de Rey, y este telegrama dice:

«Disponga avanzar mañana a las 7 en dirección a Ujo y Mieres. Stop. Hay la casi seguridad de que nuestras fuerzas no serán hostilizadas. No obstante, adopte medidas de seguridad durante la marcha de la columna ocupando alturas, pero avance sin vacilaciones. Si la fuerza fuese agredida, pero en número, deberá rechazar la agresión con disparos sueltos de fusilería, no empleando ni ametralladoras ni menos artillería. Jefe mineros conferenció hoy conmigo ofreciendo entrega armas, que se hallarán reconcentradas y poder Guardia Civiles prisioneros en Casas del Pueblo, las cuales deberán ser respetadas. Prohíba terminantemente, bajo severas medidas, molestias para los mineros, si ellos cumplen sus ofrecimientos. Artillería y ametralladoras deberán ocupar puntos dominantes por si hubiera traición; pero hay que evitar a todo trance cualquier equivocación. Si hubiera alguna agresión aislada no deberá ser tomada en cuenta. Respétense edificios y familias. Apoderese enseguida de armas depositadas. Acuse inmediatamente recibo del presente radio.»

[El señor Rey Mora: ése es el telegrama de un general y no de un loco. El señor Comín: ¡así murió Valenzuela! (siguen los rumores).]

Yo no quiero hacer comentarios; lo único que digo es que hubo pacto, que no se puede negar que hubo pacto (un señor diputado: eso no es un pacto), y que el pacto fue incumplido porque ni se entregaron las armas ni se entregó la cuarta par­ te del Comité Revolucionario, aunque lo que yo censuro no es el incumplimiento del pacto, sino que después de haberse llegado con tanto éxito a la reconquista de Oviedo, librándola del cerco a la que la habían sometido los rebeldes, se haya celebrado un pacto entre el representante del Poder público y una facción que había cometido los crímenes más villanos que registra la historia de todos los países.

[Aprobación en la minoría de Renovación (rumores). El señor Rey Mora: hay que probarlo. El señor Fernández Ladreda: rigurosamente cierto, yo puedo decirlo porque estaba allí.]

 

 

Diciembre: Azaña en la cárcel y Franco en la cúspide

La historia de España, indudablemente, está llena de paradojas y situaciones esperpénticas, por donde quiera que se abra una página. Pero, tan curiosa como ésta de Azaña y Franco no hay muchas. ¿Quién les iba a decir a los propios protagonistas de 1931 (uno ministro todopoderoso, Azaña, y el otro un simple ce­sado y en retiro forzoso, Franco) cuál sería la situación de ambos tres años más tarde? ¿Quién les iba a decir al autor y a la víctima del Decreto de Congelación que antes de terminar el año 1934 iban a estar el uno en la cárcel y el otro en la cúspide de su prestigio profesional?… ¿Y cómo podía pensar Azaña que el perseguido Franco -por su escaso entusiasmo republicano- iba a ser el salvador de su República y el general que desde el mismo des­pacho en el que él le mortificó dirigiría las operaciones que a la postre dieron con sus huesos en la cárcel?

Y, sin embargo, así fueron las cosas. Porque Azaña casi ter­mina el año 1934 detenido por su presunta participación en el movimiento revolucionario de octubre y su connivencia con la sublevación de Cataluña y Franco estaba a punto de ser nombrado jefe del ejército (pues, eso era la Jefatura del Estado Mayor Central), mimado por el Gobierno de la República en el apogeo de su prestigio como general.

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Fue puesto en libertad el día 28 de diciembre.

¡Ironías del destino! Claro que si en lugar de mirar hacia atrás se mira hacia delante tampoco deja de ser irónico que al cabo de otros dos años, uno fuese el jefe del Estado de una España (Azaña) y el otro Jefe del Estado de otra España (Franco).

De lo que no cabe duda es de que fue Franco quien, llamado por el gobierno legítimo salido de las elecciones de 1933, salvó la república democrática y quien evitó la implantación en España de la dictadura del proletariado.

 

La post-revolución del año 1935

Y llegamos a 1935, otro año decisivo para España, para la República y, naturalmente, para Franco…, pues es en este año cuando el general más joven de Europa alcanza la cúspide de su carrera militar antes de la Guerra Civil, cosa que sucedería el día 20 de mayo al tomar posesión de la Jefatura del Estado Mayor del ejército, tras la breve estancia en África, otra vez, como jefe supremo de las fuerzas españolas destacadas en Marruecos… Francisco Franco Bahamonde tiene en ese momento cuarenta y dos años, cuatro meses y veintidós días, y es ya, sin duda, el pri­mer general de la República. Aquel que, siendo monárquico de corazón, ha dicho ya no a un golpe militar de derechas y no a un golpe revolucionario de izquierdas, en defensa de la legalidad vigente. El mismo que se dispone a rectificar la política militar trituradora de don Manuel Azaña.

Pero ¿qué había pasado en España desde octubre, desde la Revolución de Asturias del 34, y cómo habían evolucionado las cosas en esos meses de ausencia de Franco? Sencillamente, lo que tenía que pasar: que las derechas, aquellas ciegas derechas, no supieron ganar la posrevolución y cayeron, como siempre, en las rencillas personales y en los dimes y diretes partidistas… Indalecio Prieto, otra vez huido, lo dijo entonces bien claro:

 

Y lo peor no es lo que ha pasado en Asturias y lo que está pasando; lo peor es el torrente de odio que se está represando en España. Mi alma está impregnada de una extraña mezcla de tristeza y de ira. Veo horizontes muy negros en el porvenir…

Sin embargo, lo más grave de aquellos meses fue la postura del mismísimo presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora, al decir de Gil Robles («La postura equívoca adopta­da a lo largo de 1934 y la actitud claramente impunista sostenida después de la Revolución de Octubre me afirmaron en la creencia de que uno de los más graves peligros para la paz de España se encontraba en el señor Alcalá Zamora»), y el desbarajuste económico-social que provocaba la tambaleante situación política. ¿Qué habría sucedido entonces si Alcalá Zamora entrega el poder a la CEDA y hace jefe del Gobierno a Gil Robles, el verdadero triunfador en las elecciones de 1933? Pero Alcalá Zamora no sólo no hizo esto, sino todo lo contrario: retrasar, entretener, poner trabas, obstruir, encizañar e, incluso, impedir que la CEDA y su jefe obtuviesen el poder que, por otra parte, y en buena lógica democrática y constitucional, hubiese sido lo normal. Naturalmente, esta obsesión del presi­dente Alcalá Zamora y su sueño de instrumentar un «centro» político sólo podía desembocar en lo que a la postre desembocó. Claro que antes la CEDA, al fin, entró en el Gobierno y tuvo sus ministros, primero casi de puntillas y luego, ya en el mes de mayo, casi a la fuerza, como diría Alejandro Lerroux: «Abiertas las consultas, tan del gusto de Alcalá Zamora, hallose éste ante una clara alternativa: o disolución de las Cortes (tesis de las izquierdas) o Gobierno mayoritario (tesis de las derechas)… Por último -escribe Lerroux-, o tomarlo, o dejarlo. S.E. se vio en el trance de tener que darle el poder a Gil Robles si no me lo daba a mí, porque fuera de estas soluciones no había solución, sino disolución… en el sentido más amplio de la palabra: disolución de las Cortes, de los partidos, de la República, ¡quién sabe!

 

Portela Valladares

El hecho fue que José María Gil Robles ocupó entonces, ya que no la presidencia del Gobierno, sí el más importante de los ministerios: el de la Guerra. ¿Y por qué eligió el líder de las derechas, precisamente, el ministerio de la Guerra, es decir, la suprema jefatura del ejército? ¿Acaso para emular al líder de las izquierdas, don Manuel Azaña, y fastidiar al sinuoso Alcalá Zamora? ¿Acaso para preparar el golpe de Estado que ya parecía inevitable?… Esto nadie mejor que el propio Gil Robles puede contestarlo.

 

La lucha con el señor Alcalá Zamora en las crisis ministeriales de abril y mayo de 1935 -escribe en No fue posible la paz- se desarrolló, principalmente, en torno al interés que se me atribuyó, primero, y manifesté, después, en desempeñar la cartera de Guerra. Al verme salir triunfante en la porfía, las gentes hubieron de plantearse, como era lógico, los motivos de aquel deseo. A partir de entonces no han dejado de formularse numerosas preguntas acerca de mi actitud, hasta ahora sólo contestadas por la pasión de los amigos o de los enemigos.

¿A qué se debió mi empeño en ser ministro de la Guerra? ¿Pretendí tan sólo humillar al presidente de la República o reducirle, cuando menos, al cumplimiento de sus deberes constitucionales? ¿Eran más ambiciosos y de mayor alcance mis proyectos? ¿Preparaba tal vez un golpe de estado? ¿Por qué abandoné mi puesto en diciembre de 1935 en vez de adueñar­ me del poder por la fuerza? ¿No hubiera desempeñado con mayor acierto cualquier otro departamento en consonancia con mi preparación y mis aficiones?

La intervención del ejército español en la política durante los últimos ciento cincuenta años ha obedecido a una ley inexorable del mundo material y del orden moral: el horror al vacío. Si actuó en ese terreno fue para sustituir a fuerzas políticas inexistentes o ficticias. De haberse delineado, por el contrario, en el panorama nacional grupos sociales y partidos políticos de suficiente solidez, el ejército, subordinado al poder civil, no se habría salido de la función que estrictamente le corresponde. Pero la falta de esa poderosa estructura social, capaz de hacer frente a los choques cada vez más violentos de la lucha de clases, le obligó a convertir sus intervenciones esporádicas para defender el orden público en una acción política permanente. Poco a poco la solicitud de grandes intereses, en sus apelaciones sistemáticas al ejército para consolidar unas posiciones privilegiadas, y la tendencia de la masa inerte de la nación a regir sus responsabilidades políticas y vegetar al amparo de la fuerza, le fueron apartando del cumplimiento de su misión profesional específica, para convertirlo en eje de la vida pública del país.

Consideraba muy grave el proceso y estimaba indispensable oponerme a sus avances, en bien de la sociedad toda, comenzando por el propio ejército. Para conseguirlo, era preciso una doble tarea: vigorizar los núcleos políticos ya sociales en los que parecía irse modelando una nueva contextura de la vi­ da española y rehacer el destrozado ejército de la República. Para lograr este último objetivo y convertirlo en instrumento adecuado de una vigorosa política nacional, se necesitaba restablecer la satisfacción interior en el elemento armado, depurar su mando y dotarle de los medios precisos para cumplir su alta misión con dignidad y eficiencia…

¿Y qué fue lo primero que hizo Gil Robles al llegar al Ministerio de la Guerra?

Para proceder con el debido convencimiento de causa -dice Gil Robles-, puesto que no era yo un técnico en los problemas y cuestiones militares, quise, ente todo, asesorarme por los altos mandos castrenses. A ese propósito obedeció la reunión celebrada el 11 de mayo -cuatro días después de haberme posesionado del cargo- en mi despacho del Ministerio. Asistieron a ella el subsecretario y jefe de la división de Burgos, general Fanjul, y los generales Rodríguez del Barrio, jefe de la Primera Inspección del ejército; Cabanellas (Virgilio), de la primera división orgánica -Madrid-; Lon Laga, segundo jefe del Estado Mayor Central; Villa Abrille, jefe de la división de Sevilla; Franco, jefe superior de las fuerzas de Marruecos; Riquelme, de la división de Galicia; Villegas, de la de Aragón; Goded, jefe de las fuerzas militares de Baleares; Molero, de la división de Valladolid; Sánchez Ocaña, de la de Cataluña; Núñez del Prado, segundo jefe de la Inspección del ejército; Peña, jefe de la División de Caballería de Madrid, y Gómez Morato, de la división de Valencia.

Durante cinco horas, interrumpidas por un breve descanso, escuché los informes de mis interlocutores, en contestación a las numerosas preguntas de un cuestionario en el que procuré reflejar todos los problemas que afectaban a la colectividad castrense. El resumen de los informes fue desolador. La realidad superaba los cálculos más pesimistas. En el ejército faltaba todo: satisfacción interior, unidad espiritual, organización adecuada, medios materiales… No se había milagrosamente disuelto, por la práctica de las más altas virtudes militares en la parte más selecta de las fuerzas armadas.

La terrible realidad no deprimió, por fortuna, mi ánimo, sino que me infundió mayor vigor para emprender la inmensa tarea de hacer el ejército con que soñaba. Era necesario trabajar sin descanso, redoblar los esfuerzos, multiplicar los sacrificios y mantenerse en el poder el mayor tiempo posible.

Por lo pronto, debía escoger con sumo cuidado los colaboradores. Para la Jefatura del Estado Mayor Central, pieza clave de la reorganización del ejército, busqué un máximo prestigio militar: el general Franco…

¿Y por qué Gil Robles eligió a Franco para la Jefatura del Estado Mayor Central del ejército? Helo aquí escrito por el propio Gil Robles:

… si me decidí a nombrarle Jefe del Estado Mayor Central fue porque la voz casi unánime del ejército le designaba como jefe indiscutible. El presidente de la República se opuso en un principio tenazmente al nombramiento, lo que me obligó a amenazarle con la dimisión.

Bien, pues ya tenemos a Franco situado en la cúspide de mando del ejército. Naturalmente, éste sería el momento de relatar la labor de gran organizador que fue siempre el más tarde llamado Generalísimo y jefe del Estado español… pero, como no es éste el propósito del libro vamos a dar un salto en el tiempo e irnos a lo que sí es objetivo de éste: la crisis de Estado del mes de diciembre de 1935. Porque, entonces una vez más, Franco tuvo en sus manos el destino de la República.

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¿Y qué sucedió, concretamente, en la tarde del 11 de diciembre de 1935? Pues ocurrió que el presidente Alcalá Zamora, abierta otra crisis ministerial y en pleno período de consultas, movió los hilos para que la Guardia Civil rodease el Ministerio de la Guerra y tomase algunos puntos estratégicos de Madrid en previsión de lo que pudiera pasar ante su decisión de no entregar el Gobierno a quien parlamentaria y constitucionalmente le correspondía en aquella encrucijada, es decir, a don José María Gil Robles, el jefe de la CEDA. Lo que traducido al lenguaje político y según todas las opiniones, era realmente un golpe de estado dado desde la jefatura del Estado. Y sucedió que, ciertamente, el señor Gil Robles, a la sazón todavía ministro de la Guerra, se enfrentó cruda, abierta y frontalmente al presidente Alcalá Zamora.

 

Mis razones no hicieron mella alguna en el ánimo del jefe del Estado -escribirá más tarde en sus Memorias-. Insensible a toda voz que no halagara su ilimitada vanidad y su espíritu caciquil, satisfecho por los proyectos de creación de un partido de centro, se encerró en una actitud de aparente reserva, que no lograba ocultar la decisión de consumar la maniobra. Comprendí que era inútil todo esfuerzo. El presidente llevaba a España hacia el abismo. Su decisión -terminé diciéndole- arrojará, sin duda, a las derechas del camino de la legalidad y del acatamiento al régimen. Con el fracaso de mi política, sólo podrán ya intentarse las soluciones violentas. Triunfen en las urnas las derechas o las izquierdas, no quedará otra salida, por desgracia de su responsabilidad, y la catástrofe que se avecina será inmensa. Sobre usted recaerá, además, el desprecio de todos. Será destituido por cualquiera de los bandos triunfantes. Por mi parte no volveré a verle jamás aquí. Ha destruido usted una misión conciliadora.

La última parte de nuestra conversación fue durísima, violenta. Como pretendiese, por ejemplo, el señor Alcalá Zamora, justificar su negativa a entregarme la confianza para formar gobierno en el hecho de que yo no había votado la Constitución de 1931, hube de responderle incisivamente: «Es cierto; pero tampoco juré, como otros, la Constitución de la monarquía.» Hasta el despacho donde se encontraban los ayudantes de servicio, incluso hasta la sala donde esperaban las visitas, llegaba mi voz, vibrante de indignación…

 

Como puede verse era otra encrucijada vital para la República y más teniendo en cuenta que para entonces las izquierdas estaban ya contra el sistema y contra el presidente Alcalá Zamora, a quien incluso despreciaron olímpicamente no acudiendo a las consultas para la formación de Gobierno.

Pero si Alcalá Zamora había utilizado a la Guardia Civil, Gil Robles tampoco se anduvo por las ramas, pues nada más volver de palacio se reunió con su subsecretario, el general Fanjul, y se planteó la posibilidad de un contragolpe, ahora sí militar…

 

Al llegar al Ministerio de la Guerra -son palabras del propio Gil Robles-, donde reinaba gran excitación, acudió a mi despacho el subsecretario, general Fanjul. Estaba alarmadísimo por las noticias que circulaban acerca de la actitud del presidente de la República. La camarilla civil y militar de don Niceto ya se había encargado de divulgarla.

Di a conocer a Fanjul el desarrollo de la entrevista que acababa de tener, y los términos en que, a mi juicio, quedaba planteado el problema. En el acto me contestó: «Hay que impedir que se cumplan los propósitos de don Niceto. Si usted me lo ordena, yo me echo esta misma noche a la calle con las tropas de la guarnición de Madrid. Me consta que Varela piensa como yo, y otros, seguramente, nos secundarán.»

Mi respuesta fue sustancialmente -casi podría decir literalmente- la siguiente: «Estoy convencido de que el decreto de disolución en que piensa el presidente, contrario a  to­da ortodoxia constitucional, representa un verdadero Golpe de Estado que nos llevará a la guerra civil. Alabo y admiro su patriotismo, tantas veces evidenciado. No me parece, sin embargo, adecuado el medio que me propone para evitar la catástrofe. Hoy no se hacen los pronunciamientos como en el siglo XIX, sobre todo cuando hay que contar con una fuerte reacción de las masas encuadradas en el Partido Socialista y en la CNT, que se lanzarán a la calle, después de haber desencadenado una huelga general. Además yo no intentaré ningún pronunciamiento a mi favor, pues me lo impide la firmeza de mis convicciones democráticas, y mi repugnancia invencible a poner las fuerzas armadas al servicio de una fracción política. Ahora bien, si el ejército, agrupado en torno a sus mandos naturales opina que debe ocupar transitoriamente el poder con objeto de que se salve el espíritu de la constitución y se evite un fraude gigantesco de signo revolucionario, yo no constituiré el menor obstáculo y haré cuanto sea preciso para que no se rompa la continuidad de acción del poder público. Exijo, eso sí, como condición esencial, que los jefes responsables del pronunciamiento den su palabra de honor de que la acción se limitará rigurosamente a restablecer el normal funciona­miento de la mecánica constitucional y a permitir que la voluntad de la nación se exprese con plena e ilimitada libertad. Consulte usted inmediatamente con el jefe del Estado Mayor Central y con los generales que más confianza le inspiren. Deme mañana mismo la contestación. Yo no asistiré a esas reuniones, en primer lugar porque no proyecto ni patrocino un Golpe de Estado que me lleve al poder y, además, para que puedan ustedes deliberar con libertad completa.»

¿Y qué contestó Franco una vez consultado por expreso deseo del ministro Gil Robles?

 Con ansiedad enorme -responde el propio Gil Robles­ aguardé el resultado de las conversaciones mantenidas aquella noche por los generales Franco, Fanjul, Varela y Goded. En un principio, no hubo entre ellos absoluta identidad de criterio. Al fin, la resolución fue unánime. El general Franco les convenció de que no podía ni debía contarse con el ejército, en aquellos momentos, para dar un golpe de Estado. Así me lo comunicaron a primera hora de la mañana siguiente, los generales Fanjul y Varela.

O sea, que el general Franco les convenció de que no podía ni debía contarse con el ejército, en aquellos momentos, para dar un golpe de Estado.

Es decir, que Franco, una vez más, vuelca todo su poder, su prestigio y su experiencia (sacrificando, de nuevo, sus sentimientos monárquicos) en defensa de la legalidad vigente… aquella legalidad que ni el presidente de la República, ni las derechas, ni las izquierdas ni el centro sabían ya dónde estaba, al igual que el 10 de agosto de 1932, o como en octubre de 1934.

¡Y es que allí todo el mundo quería su golpe de Estado o su legalidad o su República!… Todos, menos Franco, quien a pesar de todo sólo pensaba en España.

Así salió Gil Robles del Ministerio de la Guerra y así comenzó el Gobierno Portela Valladares… aquel que, como veremos enseguida, provocaría otra encrucijada vital para la República y otra situación de golpe de Estado. Pero, vayamos al encuentro del Frente Popular y de la penúltima escena de la tragedia.

Y todavía le quedaba el último intento. Eso fue ya tras las elecciones de febrero que gana el Frente Popular. El día 17 de febrero, efectiva y naturalmente, los simpatizantes del Frente Popular se echaron a la calle y provocaron los primeros enfrentamientos (sobre todo por la reapertura de Las Casas del Pueblo y la puesta en libertad de los presos)… Madrid era un olla a punto de estallar.

Aquella misma mañana se acordó en Consejo de Ministros la proclamación del Estado de alarma en toda España y Portela quedó autorizado por Alcalá Zamora para declarar el Estado de guerra donde considerase y fuese necesario.

Fue entonces, al terminar el Consejo, cuando Portela comunicó a Franco lo acordado y le autorizó para hablar con los capitanes generales de las divisiones orgánicas y, según las circunstancias, tomar decisiones… El «Estado de guerra fue proclamado en Zaragoza, Valencia, Oviedo y Alicante para reprimir -son palabras de Gil Robles- la locura colectiva de las masas, que incluso liberaron a los leprosos de Fontilles».

Sin embargo, el presidente de la República dio marcha atrás y Portela y Franco tuvieron que dejar la situación en Estado de alarma… Claro que Franco, entonces, se fue a ver al presidente del Gobierno, señor Portela, para hacerle ver la gravedad de los acontecimientos… Fue en esta entrevista, al parecer, donde se cruzaron estas palabras:

 

– Ya no soy jefe de Gobierno. Acabo de dimitir -dijo Portela.

Franco sorprendido por aquella revelación, exclamó con energía:

– ¡Nos ha engañado, señor presidente! Ayer sus propósitos eran otros.

-Le puedo jurar -replicó Portela- que no les he engañado. Yo soy republicano pero no comunista y he servido lealmente a las instituciones en los gobiernos de que he formado parte o presidido. No soy un traidor. Yo le propuse al presidente de la República la solución; ha sido Alcalá Zamora quien se ha opuesto a que se declarase el Estado de guerra.

– Pues, a pesar de todo, y como está usted en el deber de no consentir que la anarquía y el comunismo se adueñen del país, aún tiene tiempo y medios para hacer lo que debe. Mientras ocupe esa mesa y tenga a mano esos teléfonos…

Portela interrumpió:

– Detrás de esta mesa no hay nada.

– Están la Guardia Civil y las Fuerzas de Asalto…

– No hay nada, replicó Portela. Ayer noche estuvo aquí Martínez Barrio. Durante la entrevista penetraron los genera­les Pozas y Núñez del Prado, para decirme que usted y Goded preparaban una insurrección militar. Les respondí que yo te­nía más motivos que nadie para saber que aquello no era cierto. Martínez Barrio me pidió que me mantuviese como fuera durante ocho días en el Gobierno. Querían, sin duda, que la represión de los desórdenes la hiciera yo. También me dijo Pozas, que el inspector general de la Guardia Civil y el jefe de las Fuerzas de Asalto se habían ofrecido al Gobierno del Frente Popular que se formase. ¿Ve usted -concluyó Portela- cómo detrás de esta mesa no hay nada?

O sea, que Franco primero tiene que recordarle al Jefe del Gobierno cuál es su deber y luego rechazar, otra vez, la sugerencia del golpe de Estado. ¿Qué habría sucedido si en ese momento Franco acepta y se decide por el golpe que le sugiere el mismísimo presidente del Gobierno?… Pero, el hecho cierto es que Franco no cayó en la trampa y, contra sus sentimientos, acató la última decisión de Portela…

 

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