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La madrugada del 13 al 14 de septiembre de 1936, a penas dos meses después del inicio de la Guerra Civil, unidades de carabineros, milicianos socialistas y anarquistas y medio centenar de cerrajeros y trabajadores metalúrgicos irrumpieron en la cámara acorazada de Banco de España, S.A. Una sociedad bancaria privada que almacenaba y custodiaba las reservas de oro españolas en sus cámaras acorazadas de la Plaza de Cibeles, junto a miles de cajas de seguridad contratadas por particulares para mantener a seguro sus ahorros y pertenencias más preciadas. Las instalaciones eran nuevas, consideradas las más seguras de Europa, habían sido construídas a principios de 1936 para almacenar las terceras reservas más importantes del mundo de metales preciosos.

Mostraban un decreto firmdo unas horas antes por el recien nombrado ministro de Hacienda, Juan Negrín, y por el presidente de la República, Manuel Azaña, que autorizaba “el transporte, con las mayores garantías, al lugar que estime de más seguridad, de las existencias que en oro, plata y billetes hubiera en aquel momento en el establecimiento central del Banco de España”.

 

El traslado debía ser firmado por el cajero principal de la entidad, que fue secuestrado por milicianos a punta de pistola en su casa y llevado a las dependencias del banco. Allí se le exigió que firmase la autorización de apertura de las cámaras acorazadas y de las cajas de depósitos privados. Se negó en reiteradas ocasiones y, para evitar firmar lo que sería el robo más importante de la historia, decidió suicidarse -algunas fuentes señalan que fue asesinado por los milicianos y luego se fingió su suicidio-.

Los milicianos socialistas y anarquistas, junto a los cerrajeros y trabajadores metalúrgicos trabajaron rápido, solamente tardaron cuaro días en extraer las más de 700 toneladas de oro de la cámara acorazada. Se guardó en cajas de madera de las empleadas para el traslado de munición al frente de guerra, sin numerar y sin dejar constancia escrita de su salida. Unos días después hicieron lo mismo con los depósitos de plata, y posteriormente se descerrajaron las cajas de depósitos privados. Si sabemos que el total de oro y plata contenido en las 10.000 cajas que fueron trasportadas al puerto de Cartagena suponían casi 5.240 millones de pesetas de la época –unos 15.000 millones de euros actualmente, 20.000 millones si se considera su valor numismático-, desconocemos el material y dinero incautado a los particulares. 

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De este tesoro, 7.800 cajas embarcaron en los barcos soviéticos Kine, Neve y Volgoles, con rumbo al puerto de Odesa y otras 2.000 acabaron en París. Se desconoce el paradero de las 200 cajas restantes, aunque lo más probable es que quedasen a disposición de los líderes del Frente Popular para su uso.

La plata quedó almacenada en Murcia hasta que, ya al final de la contienda, en julio de 1938, fue vendida a Francia y Estados Unidos.

 

 

El responsable soviético del envío fue Alexander Orlov, que recibió en un mensaje cifrado la orden de Stalin de embarcar la mayor cantidad de oro posible rumbo a la URSS, negándose a firmar ningún recibo. La excusa debía ser que cuando se hiciera el inventario, ya en suelo soviético, se enviaría el correspondiente documento a las autoridades españolas. Ni que decir tiene que ese escrito jamás salió de la URSS. 

Seis meses después de la llegada del oro español a la Unión Soviética, el Gobierno de Stalin publicaba el aumento de las reservas de oro en el Gosbank -banco central de la Unión Soviética- y lo achacaba a la mejora económica del régimen comunista. Otra mentira más, era el oro del Banco de España que había sido incluído a las reservas rusas y no se reconocía su pertenencia a España.

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REDACCIÓN
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