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La vida pública del llamado Fernando VII el «Deseado», el más rufián de todos los reyes españoles al decir de Marañón, es de sobra conocida. Llegó a ser Príncipe de Asturias porque antes murieron sus cuatro hermanos mayores (Carlos Clemente, Carlos Eusebio y los gemelos Carlos y Felipe) y porque todavía estaba en vigor la Ley Sálica que apartaba a las mujeres de la línea sucesoria.

El Príncipe era lascivo, traidor, sanguinario, cruel y cobarde, según su propio preceptor, el canónigo Escoiquiz.

«Era déspota, jurado y solapado enemigo del Régimen parlamentario y felón, cazurro y taimado , falso y embustero …», según su biógrafo Villar Urrutia.

«No hay palabras en el Diccionario de nuestra rica lengua para pintar debidamente la avaricia, la concupiscencia y el estudiado fanatismo del ingrato tirano», escribió de él su ex ministro Eugenio García Ruiz.

Y por su parte la condesa de Albany dejó escrito en sus Memorias estas palabras dedicadas a la familia:

«Cretinos sin carne, sin alma y sin sentimientos … y basta con mirar el implacable cuadro de Goya para convencerse de que no hay exageración en estas palabras. ¡Un juego criminal! Carlos IV, su mujer María Luisa, su hijo el Príncipe de Asturias son tres degenerados de exagerado prognatismo, y planeando sobre ellos, Manuel Godoy, una especie de toro convertido en primer Ministro, amante de la Reina desde hace 20 años y favorito del Rey, a quien hizo Príncipe de la Paz y Barnaba mi querido Manuel».

En 1807, cuando tenía 23 años, organizó un Golpe de Estado contra sus padres para hacerse con la Corona y como no le salió bien se hincó de rodillas y le escribió esta carta al Rey:

«Al Rey, Señor, papá mío:

He delinquido, he faltado a V.M. como rey y como padre, pero me arrepiento y ofrezco a V.M. la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de V.M., pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a V.M. me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo. FERNANDO». 

¡Algo increíble! Si se tiene en cuenta que una de las instrucciones que había dado a sus serviles nobles que le apoyaban era asesinar a la Reina, su madre.

Un año más tarde, sin embargo, volvió a la carga y organizó el «Motín de Aranjuez» para eliminar al amante Godoy y arrebatarle la corona a su padre y ahí triunfó, gracias al oro que sus nobles hicieron circular por entre la «chusma» de los bajos fondos madrileños.

Lo demás ya se sabe: cayó Godoy, Carlos IV abdicó en su hijo, intervino el Mariscal Murat y se produjo la toma de Madrid por los franceses, el Rey retiró su abdicación, la familia real fue llevada ante Napoleón en Bayona, y tanto el padre coma el hijo renunciaron a la Corona de España y se la entregaron al Emperador para que dispusiera lo que quisiera. Así llegó el Rey José I, como ya he explicado en el Relato anterior.

Toda esto es Historia, todo es conocido. Ahora vamos a hablar de la faceta menos pública del «Deseado» Fernando VII. Es decir, de su enfermedad física que le hizo ser un «fenómeno de la naturaleza».

El Príncipe Fernando, que físicamente era feo, malhecho, tripón desde jovenzuelo, herpético, fofo de carnes, con una nariz gruesa sobre una boca hundida y una barbilla saliente y un hombro ligeramente inclinado a la derecha, se casó por primera vez (se casaría con cuatro mujeres) con María Antonia de Nápoles. Al casarse en 1802 tenían ambos 18 años … y por la madre de esta princesa, la Reina María Carolina de Nápoles, sabemos que durante el primer año de casado Fernando no pudo consumar el matrimonio.

«Mi hija está desesperada -le escribe a un amigo de la Corte-. Su marido es enteramente memo, ni siquiera un marido físico, y por añadidura un latoso que no hace nada y no sale de su cuarto. Es un tonto, que ni caza ni pesca, no se ocupa de nada y no es ni siquiera animalmente su marido».

Pero, un día, de pronto, por un milagro se decía en el propio Palacio, Fernando consumó el matrimonio y entonces, entonces sí, el Príncipe se transfiguró, porque de la noche a la mañana se apoderó de él una especie de ninfomanía masculina que le obligaba a hacer el amor a todas horas y con tal ímpetu que más parecía una bestia que un hombre, y aquello tuvo sus consecuencias: la primera, que la Princesa cayó enferma, o se ponía enferma un día sí y otro también. La segunda, que el Palacio se transformó en un burdel, ya que era tal su apetito sexual que cuando no podía hacer el amor con la Princesa lo hacía con las Damas de honor o con la servidumbre femenina … y la tercera, que el Príncipe se acostumbró a salir por las noches, escondido entre un grupo de nobles serviles y «guardaespaldas», a visitar los burdeles de Madrid. Se contaba que entre los integrantes de aquella extraña camarilla, con el Príncipe a la cabeza, cada madrugada se hacían apuestas para ver quién de ellos hacía más el amor y con más mujeres (algo parecido a lo que según la Historia hacía la emperatriz Mesalina en Roma). Y he dicho «extraña camarilla» porque a la postre aquellos «compañeros» nocturnos de Fernando llegaron a mandar más que los Ministros, sobre todo el principal y más amigo, el que le ganaba al Príncipe en aquellos «campeonatos» de cama: Francisco Fernández de Córdoba, a quien hizo Duque de Alagón y Grande de España y Capitán General, además de concederle la Gran Cruz de Carlos III y el Toisón de Oro.

Todo ello dio lugar, en especial por las continuas hemorragias que sufría la Princesa, a que los doctores* de la Casa Real interviniesen y estudiasen a fondo las causas de los males de María Antonia de Nápoles, dado que su salud se fue resintiendo de tal manera que murió en 1806. Algunos de los médicos confirmaron que la Princesa padecía una tisis galopante que le había llenado el cuerpo de llagas ulcerosas. Pero, otros «descubrieron» que el miembro viril de Fernando era de tal tamaño que su erección podía alcanzar los 30 centímetros de largo (y cómo lo descubrieron y midieron parece una novela, ya que fue una de las Damas de Honor, la que adiestrada y dirigida pudo medir una noche con una de sus prendas interiores el miembro viril). 0 sea, un verdadero «fenómeno de la Naturaleza».

*Muchos fueron los médicos que atendieron a Fernando VII durante su azarosa vida, pero los que pasaron a la Historia fueron los doctores Durán, Luque, Damián Pérez, Aso Travieso, Juan Castello y Pedro Castello (que era el primer médico de Cámara). También le atendieron el sangrador Yusa y el boticario Mestre.

Aquello, lo del pene gigante, naturalmente saltó a la calle con la chufla madrileña y los chistes por «lo bajini»… y no solo entre el pueblo llano, sino también entre la Nobleza y la Clase alta. Sobre todo cuando se supo que los doctores habían inventado un artilugio para que el Príncipe no destrozara más vaginas: se trataba de una especie de «felpa algodonada», de más o menos 5 centímetros de grosor, y con un agujero en el centro que Fernando se tenía que poner (cual un preservativo de hoy) antes de hacer el amor. 

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Pero, lo más curioso de esta historia o leyenda sucedió en Francia. Como se sabe los Reyes, Carlos IV y María Luisa, y el Príncipe­Rey Fernando le entregaron la Corona de España a Napoleón en Bayona, en el castillo de Marracq, y casi coincidiendo con  el 2 de Mayo de Madrid. A partir de ese momento el Príncipe, su hermano Carlos (el luego líder de los Carlistas) y su tío, el infante Antonio Pascual, fueron trasladados como huéspedes amigos (en realidad como prisioneros) al castillo de Valençay, con Talleyrand como carcelero … y allí permanecieron hasta 1814, cuando el Príncipe volvió a España ya como Rey Fernando VII.

Se cuenta que Napoleón, cuando le encomendó al sibilino Talleyrand, el más listo de todos los Ministros del Imperio, la custodia de los «prisioneros» sólo le dijo:

– Señor Talleyrand, aconseje usted a su señora que al Príncipe sobre todo no le falten mujeres y buena y abundante comida. Según me ha contado Savary (el general Savary y Duque de Rovigo había sido el artífice del traslado de la familia Real española a la «encerrona» de Bayona) la familia Real tiene esas dos debilidades, especialmente la Reina María Luisa y el Príncipe Fernando. ¡Mujeres y comida! ¡Qué barbaridad!

Talleyrand

Sin embargo, lo más gracioso vino después, cuando el matrimonio Talleyrand se enteró, por las mujeres de mala fama que le ponían en la cama al Príncipe, de la «anormalidad sexual» del español y del artilugio que pidió para poder hacer el amor.

Napoleón se partió de risa cuando se lo contó el Ministro en una audiencia en las Tullerías y hasta hizo partícipe del «secreto» a la emperatriz Josefina, que naturalmente lo corrió con urgencia entre sus Damas de Honor. 

– Pero Talleyrand -quiso saber el Emperador-, ¿de verdad, de verdad es tan grande su pene?

– ¡Ah, Sire, yo no lo puedo certificar porque no lo he visto (risas), pero las señoras que lo han visto así lo dicen! Enorme, por lo visto, anormal, un bestial.

– Oiga, ¿y ese artilugio de que habla cómo es?

– ¡Ah, Sire, eso sí lo conozco, porque lo he visto. Tenga en cuenta que se lo hacen 5 de mis sastres.

– ¿Y cómo es? ¿Qué es eso?

– Pues, una especie de almohada guateada, resistente, y con un agujero en el centro.

– ¡Quiero ver uno de esos artilugios! Así que la próxima vez que venga a verme traiga uno.

– Por supuesto, Sire… aunque seguramente alguien se lo enseña antes, porque ahora mismo parece ser que es la prenda más solicitada en París. Mi sastre se está hacienda famoso entre las mujeres de la Corte. Le llaman «El Peto del taro».

– Oiga, Talleyrand, ¿y los franceses tienen esas medidas que dicen que tiene el español?

– No lo sé, Sire, pero yo le aconsejo, se me ocurre en este momento, que a partir de ahora le dé instrucciones al Ministro Fouche para que en los interrogatorios policiales o a los detenidos entre otras cosas se tomen las medidas del pene, así las fichas de la policía francesa serán más completas … (y ambos se ríen casi a carcajadas).

– Lo haré, Talleyrand, lo haré. Oiga, ¿y la comida? ¿Es cierto que comen tanto?

– No se lo puede imaginar, Sire. Sobre todo el Príncipe se lo come todo, a veces hasta de madrugada. En primer lugar y a cualquier hora jamón, pero no un jamón como los nuestros, un jamón especial que le tenemos que traer de la misma España.

– Luego, callos, muchos callos y todos los días cocido. ¡Ah, y una cosa que ellos llaman «potaje»! Pero, no se preocupe, también le traeré un menú solicitado por ellos mismos. ¡Veinte platos como mínimo en cada comida!

– Bien, señor de Talleyrand, pues siga engordando a esos españoles … mientras coman y hagan el amor no pensarán en otras cosas.

Pero, en esto se equivocaba Napoleón. Porque el «rufián» de Fernando entre callos y cocidos y mujeres tenía tiempo de escribir estas cartas que, por fortuna, no desaparecieron (y decimos esto porque Fernando, ya Rey de España, tuvo especial deseo de hacerse con toda la correspondencia suya de esos años, cosa que casi consigue a precio de oro).

Carta al Rey José I, o sea su «sucesor» en la Corona de las Españas:

«Señor:

Permítame que tanto en nombre de mi hermano (se refiere a Carlos María Isidro, el «Carlista») y de mi tío como en el mío propio presento a Vuestra Majestad la parte que hemos asumido en su elevación al trono de las Españas. Por haber sido siempre objeto constante de todos nuestros deseos la felicidad de la nación generosa que sois llamado a gobernar, lo vemos cumplido con el advenimiento al trono de las Españas de un Príncipe cuyas virtudes lo han hecho tan querido de los napolitanos.

Carlos María Isidro

Confiamos, Señor, en que acogerá nuestros deseos en provecho de vuestra felicidad, a la que está unida la de nuestra Patria y que tendrá a bien concedernos vuestra amistad, a la que tenemos derecho en razón de la que profesamos a Vuestra Majestad.

RUEGO A VUESTRA MAJESTAD CATÓLICA QUE ACEPTE EL JURAMENTO QUE LE DEBO EN CUANTO REY DE ESPANA, ASÍ COMO EL DE LO ESPAÑOLES QUE ACTUALMENTE ESTÁN JUNTO A MÍ.

 

Quedo de Vuestra Majestad Católica el affmo. hermano. FERNANDO».

 

Esta carta la escribió el 22 de junio de 1808, es decir, después de la matanza del 2 de Mayo de Madrid y mientras los españoles, sus súbditos, luchaban a muerte contra el invasor. ¡Nunca un Príncipe pudo caer más bajo!

Pues no. Todavía la sumisión y la felonía de Fernando llegaron a más, porque en «Le Moniteur» de París quedaron publicadas para la posteridad algunas de las cartas que también envío desde Valençay al Emperador. Una de ellas decía:

«Señor:

Las cartas publicadas últimamente en El Monitor han dado a conocer al mundo entero los sentimientos de perfecto amor de que estoy penetrado a favor de V.M.I.R. y al propio tiempo mi vivo deseo de ser vuestro hijo adoptivo. La publicidad que V.M.I. se ha dignado dar a mis cartas me hace confiar en que no desaprueba mis sentimientos ni el deseo que he formado, esta esperanza me colma de gozo.

Permitid, pues, Señor, que deposite en vuestro seno los sentimientos de un corazón que, no vacilo en decirlo, es digno de perteneceros por los lazos de la adopción. Que V.M.I.R. se digne unir mi destino al de una princesa francesa de su elección, y cumplirá el más ardiente de mis votos. Con esta unión, a más de mi ventura personal, granjearé la dulce certidumbre de que toda la Europa se convenza de mi inalterable respeto a la voluntad de V.M. y de que V.M. se digna pagar con algún retorno mis sinceros sentimientos. Me atreveré a decir que esta unión y la publicidad de mi dicha, que daré a conocer a la Europa, si V.M. lo permite, podrá ejercer una influencia saludable sobre el destino de las Españas, y quitará a un pueblo ciego y furioso el pretexto de continuar cubriendo de sangre su patria, en nombre de un príncipe, el primogénito de su antigua dinastía, que se ha convertido, por un tratado solemne, por su propia elección y por la más gloriosa de todas las adopciones, en príncipe francés e hijo de V.M.I.R. 

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Me atrevo a esperar, Señor, que tan ardientes votos y un afecto tan absoluto tocarán el corazón magnánimo de V.M. y que se dignará hacerme partícipe de la suerte de cuantos V.M. ha hecho felices.

Señor, deposito en V.M. mi suerte. FERNANDO

Valencay, 3 de mayo de 1810

¿Se puede  añadir  algo  más  ruin  a esta carta?

Pues, sí. Que mientras el Rey «Deseado» escribía esto a Napoleón los ejércitos franceses invadían y aplastaban Andalucía, que los soldados de Napoleón ahorcaban a los guerrilleros y violaban a las mujeres o se llevaban todas las obras de arte que encontraban a su paso.

Pero, en 1814 terminó la Guerra, Napoleón fue obligado a abdicar y retirarse a la isla de Elba… y Fernando regresó a España ya como Rey.

¿Y qué pasó entonces?

 Pues, que aquel enfermo sexual se transformó en «un enfermo de venganzas» y que durante dos años (como se contará en otra de estas «Leyendas») se dedicó en cuerpo y alma a perseguir liberales y mandar a presidio o al cadalso a media España. 

Y fue en 1816 cuando decidió casarse por segunda vez. En este caso eligió a su sobrina carnal Isabel de Braganza, que a la sazón tenía 19 años (él ya tenía 32) y era una mujer también débil y enfermiza. Fernando volvió por sus fueros sexuales y el matrimonio se volvió un infierno para la pobre mujer, ya que queriendo ella o sin querer (con violaciones incluidas) tenía que pasar el día y la noche en la cama con el Monstruo. Tuvo la suerte de quedarse embarazada y eso hizo que el ya Rey volviese a sus «campeonatos sexuales» nocturnos, pero corregidos y aumentados, ya que al decir de los madrileños (¡bonitos son los madrileños para estos temas!) el Rey necesitaba ¡24! mujeres diarias para satisfacer sus instintos «machistas». Desgraciadamente la niña que nació murió a los seis meses de vida y ella misma, la Reina, también murió en 1918, dos años después de la boda.

En 1819 Fernando volvió a casarse con María Josefa Amalia de Sajonia, que en ese momento solo tenía ¡14! años. El matrimonio duró 10 años, porque la Reina murió en 1829 con tan solo 24 años de edad. No tuvieron hijos. Fueron estos años quizás los más disparatados y sangrientos del Reinado del Borbón, porque el Rey, salvado el paréntesis liberal de 1820-1823, se lanzó a una escalada dictatorial absoluta y a un desenfreno sexual total. Ahorcados, muertos a garrote vil (entre ellos la famosa Mariana Pineda que Lorca cantó), desterrados, encarcelados y mujeres, muchas mujeres. ¡Y callos, muchos callos!

María Josefa Amalia de Sajonia

El desenfreno y el sadismo de aquellos «años locos», la cumbre de su enfermedad sexual fue una noche del mes de noviembre de 1823. Fernando había regresado de su «exilio de Cádiz», donde los liberales le habían llevado en calidad de «loco», el día 11, o sea cuatro días más tarde de la ejecución del general Riego en la Plaza de la Cebada (el hombre que le había obligado a jurar la Constitución en 1820: «Marchemos todos juntos y yo el primero por la senda constitucional»). El día 13 le pidió al servil duque de Alagón que preparase una fiesta para esa misma noche, porque quería celebrar su vuelta y la desaparición de los liberales. 

Naturalmente al duque (por cierto que el Rey le llamaba «Paquito Córdoba») no le faltó tiempo para «echar la casa por la ventana» y organizar no un «festorro» sino la orgía más grande que conocieron los siglos. Muchos años después, a finales de siglo, el propio Galdós recogió la «leyenda» que circulaba por los barrios pobres de Madrid. También Baroja la cita de pasada en una de sus novelas, aunque señalando que «a lo mejor fue un invento de los liberales perseguidos».

Según la leyenda, la orgía comenzó en el Soto de la Florida y terminó ya casi de día en la casa de Pepa la Malagueña… y allí estuvieron acompañando al Monarca el Duque, naturalmente, y Pedro Collado, el servil criado personal, el cantaor Berlocho, la bailaora Lola la «Rondeña», el marqués de Nova Carteia, el torero Juan León y un grupo de guapísimas sevillanas.

Contaban y no paraban los madrileños de la época y muchos años después, todo aumentado seguramente, que la fiesta-orgía alcanzó su cenit cuando llenos de alcohol y de bailes y cantes y otras cosas que no se pueden ni contar, el Sr. Duque de Alagón sacó a escena la «sorpresa de la noche», que no era otra que un muñeco de trapo tamaño natural que representaba al recién ajusticiado general Riego (7 de noviembre 1823) y que colgaron de la viga más alta del Soto de la Florida. Los presentes podían tirar al muñeco lo que quisieran hasta que el Rey dijese ¡basta!, pero a Fernando le complació tanto «aquello» que también entró en el juego lanzando cuchillos y tenedores.

¡Pobre general Riego, el que luchó heroicamente en la Guerra como capitán por su Rey Fernando VII!

¡Pobres héroes de la Guerra!

No es de extrañar, pues, que Fernando «cayese en picado a partir de los cuarenta y cinco años, eso sí cuando ya se había casado por cuarta vez, con otra sobrina, María Cristina de Borbón, que sólo tenía 23 años, pero que era otra ninfómana de la familia. Con Fernando tuvo dos hijas: Isabel, la que sería Isabel II, y Luisa Fernanda, la que sería madre de la Reina Mercedes, la mujer de Alfonso XII. Y con el «señor Muñoz», muerto el Rey, tuvo siete hijos más y un amante por meses.

En fin, y como resumen de la vida «animal» de aquel Fernando VII, tan nefasto para España, solo cabe recordar las palabras de su propia madre, la Reina María Luisa, casi en los postreros días de su vida: 

No, si mi hijo no es malo, lo que pasa es que tiene un corazón de hiena, una cabeza de mula y un pene de caballo.

Y díjole la sartén al cazo: «¡Quítate allá que me tiznas!»

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.