20/09/2024 04:00
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Pero Agustín de Foxá fue también un gran poeta. Para algunos fue un poeta post-modernista que había nacido tarde y otros dicen que fue un «poeta futurista» y que había nacido antes de tiempo. El hecho es que Foxá les rompía el molde a todos los críticos, porque al lado de imágenes realistas y clásicas situaba otras en las que aparecía hasta «zombis», o sea que era un adelantado de la ciencia-ficción. También con su teatro sucedería lo mismo, ya que cuando se estrenaron «Cui-Ping-Sing» y «El beso a la Bella durmiente», «Baile en capitanía» o «Gente que pasa» los críticos se volvieron locos.

En 1934 apareció su primera obra escrita, «La niña del caracol», que había editado y prologado, Manuel Altolaguirre, uno de los grandes del 27. Por cierto, que a la presentación en el «Café Lyon» acudió José Antonio Primo de Rivera acompañado de Sánchez Mazas, Edgar Neville y Luis Rosales.

—    Hombre, José Antonio, no sabes qué alegría me das.

—    Señor Conde de Foxá, ya sabes que de bien nacido es ser agradecido… si tú estuviste en el Teatro de la Comedia oyendo mi «rollo» ¿Por qué no voy a estar yo en tu «rollo»? – y eso provocó la risa de todos.

—    ¿Qué te han parecido mis poemas, o lo que sean?

—    No seas humilde, me han parecido una obra de arte, parece que has nacido para poeta

—    Bueno, se hace lo que se puede, la poesía para mí es un antídoto que sirve para olvidar los problemas y los «amores»

—    Ja ja ja… Eso no lo dirás por la rubia que estoy viendo ahora mismo con tu libro en las manos

—    No, por favor, esa rubia que ves con el editor Altolaguirre es mi prima Pilar, Marquesa de Arévalo… seguro que se está quejando de las muchas erratas y hasta faltas de ortografía que se nos han colado.

Está bien, Agustín, nos vamos. Me gustaría hablar contigo ampliamente. Llámame o vente un día por mi despacho, si estoy en Madrid, claro está – y José Antonio se marchó con sus amigos y saludando a los demás con la mano.

Pero, Foxá no dejó pasar mucho tiempo y una tarde, sin avisar y de improviso, se presentó en el despacho de José Antonio, con la suerte de que estaba allí:

«¡Qué barbaridad, Rita! Otro muerto de Falange. Esos chicos no saben nada. Los cazan como a conejos

Un periodista de Derechas se metía con ellos.

«Lo que hacen los falangistas – escribía – es una manera de ganar el cielo, pero no de conquistar una Patria»

Sonreía el señor del desayuno

Esta muy bien este artículo.

Llamaban despectivamente a José Antonio «Simón el enterrador»; cuando la Falange, cargada de razón, empezara a tomar represalias, aquellos señores les llamarían pistoleros.

Después de almorzar, Agustín tomó un taxi.

A la calle Serrano, numero 86.

Tenía prisa por llegar

Salió a recibirle sonriente José Antonio.

—   Qué madrugador. ¿Qué deseas?

—   Vengo a hacerme de Falange

—   Me parece muy bien; esta noche dormirás con la conciencia más tranquila.

Le llevó a su despacho y le hizo la ficha

—   ¿Tu segundo apellido?

—   Torroba.

—   ¿Tienes automóvil?

—   Sí.

—   ¿Cuánto quieres cotizar?

—   4 duros

—   Yo mismo te presento

Firmó y le entregó la pluma.

Pensó  que acaso iba a firmar su sentencia de muerte. Se acordó de los tres ataúdes junto al yeso del depósito. Pero vio también lo ojos seguros, serenos, de José Antonio, que prometían la victoria de la juventud.

Y firmó serenamente».

Pero, no había pasado un mes cuando José Antonio en persona le llamó por teléfono y le dijo: «Hola Agustín, esta noche tomamos una copa y me gustaría que estuvieses. ¿Dónde? En «Or Cóndor». Vale, allí estaré. ¿A qué hora? Después de cenar. Vale

Al entrar ya se veía que el local era una especie de rastro Aristocrático donde acudían los visitantes franceses a impregnarse de tipismo madrileño. Allí se vendía al esnobismo del momento, libros raros de brujería, viajes y recetas, grabados antiguos, zuecos, cerámica y mantones de Manila.

Está ya abajo, don Agustín – le dijo un camarero nada más entrar.

Los bajos del hotel eran una especie de cueva vasca, con acuarelas de Guipúzcoa en lo zócalos, carros de bueyes rojos, caseros de boina, frontones, maizales, curas con paraguas y cielos promisos de Loyola.

—   Hola, José Antonio. ¿Cómo estás?

Hola Agustín, yo bien y por lo que veo tu también.

Allí estaban el Marqués de Bolarque (Don Pedro), Rafael Sánchez Mazas, José María Alfaro, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales y  Jacinto Miquelarena. En un momento el maestro y compositor se puso al piano y sonó una música alegre enérgica y guerrera.

A ver ¿Cuántos poetas hay aquí? – dijo José Antonio – porque os he reunido aquí porque no quiero dejar pasar un día más sin que hayamos hecho una canción para nuestra Falange, un himno, los chicos necesitan himnos y canciones, música enérgica que les encienda el corazón y la mente. Así que manos a la obra y escribir lo que se os ocurra, entre todos estoy seguro que lo conseguiremos esta noche.
Y aquellos poetas se dispersaron y cada uno en una mesa, entre las migas de pan y el olor reciente de la fruta fueron escribiendo sus versos.

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Foxá escribió los primeros, defendía que el arranque del himno tenía que ser brioso, fuerte, enervante:

«De cara al sol con la camisa nueva,
que tú bordaste en rojo ayer.

José Antonio y Rafael amputaban silabas preposiciones. Y se acercó Dionisio Ridruejo con un papel arrugado; leyó:

Volverán banderas victoriosas
al paso…

Llenó la palabra que le faltaba con el la la inarticulado de las canciones que no se recuerdan; añadió:

de la Paz.

Todos  se abstrajeron en la caza del adjetivo:

— El paso fuerte

— Recio

— Alegre

Hizo José Antonio el ademán de coger en el aire aquella palabra

Eso, eso; alegre.

Ridruejo apuntó: «al paso alegre de la paz.»

¡Magnífico!
¿Dónde está José María?
Arriba, en la barra. Voy a buscarle.

No salía la segunda estrofa. Resultaban barrocos todos los intentos a base de ejércitos sobre las nubes y pálidas centurias de muertos.

José María bajaba y recitaba la estrofa de la sonrisa de la primavera y aquella tan hermosa cuyo último verso era:

Que en España empieza a amanecer.

Eran las dos y media de la madrugada. Agustín encendía su último pitillo. Algunos se querían marchar. Pero Agustín Aznar vigilaba la puerta.

De aquí no sale nadie.

Campanudo y taciturno, don Pedro, el canciller, como le llamaba José Antonio tachaba con una línea de lápiz el segundo verso de la última estrofa, aquel que ya nadie iba a conocer: «y será la vida, vida nueva». Escribió con la letra menuda encima unas palabras.

¿No os gusta más esto:

Que por cielo, tierra y mar se espera?

Aprobaron unánimes.

Desde luego mejor.
Gana mucho.

Propuso Bolarque impaciente:

Aunque esté incompleto el himno, vamos a cantarlo.

José Antonio se frotaba infantilmente las manos; agrupáronse alrededor del piano.

Atención

Sonaron los primeros compases. Comenzaron a cantar. La música se hacía densa; eran voces juveniles que invocaban a la muerte y a la victoria. Se ponían firmes inconscientemente, levantaban el brazo. Y era que estaba allí el himno, arrebatándoles, sorprendiéndoles a ellos mismos, vivo ya, independiente, desgajado de sus autores.

En los ojos de José Antonio brillaba una luz de entusiasmo velada por una ligera tristeza. Le parecía escuchar en la cercana calleja las pisadas rítmicas de sus camaradas que marchaban hacia un frente desconocido, y que penetraba por la ventana el aire frio de las batallas y de las banderas. Y se imaginó a sus mejores pronunciando, moribundo en la tierra,  en el mar y en la aire, aquellas palabras que hacía unos minutos, sobre el papel, no eran nada y que ya no pertenecían a los poetas.

Exaltábase Rafael releyendo la primera estrofa:

Tiene «cosa» popular. Esto es lo bueno. Las rimas fáciles, «nueva» con «lleva».

Comentaba José Antonio todavía enardecido:

Ha quedado estupendo; lo haremos cantar en la calle de Alcalá con acompañamiento de pistolas.

Flotaba sobre las mesas el humo denso de los pitillos. Salieron. Hacia frio. Subieron por Alcalá, entre faroles, levantándose los cuellos de los abrigos.

Al día siguiente, Agustín de Foxá encontró la estrofa de los caídos. Se la llevó al anochecer a José Antonio.

Si caigo aquí tengo otros compañeros

que montan ya la guardia en los luceros

imposible el ademán.

José Antonio añadió tres versos para enlazar con la tercera estrofa.

Si te dicen que caí

me fui

al puesto que tengo allí.

Reparó Agustín:

—    Dos veces «caí» no me gusta.

Pon en su lugar «formaré» y acompáñame a Recoletos.

Bajaron por la calle de Olózaga y José Antonio se metió en Bakanik«

Al final el himno, que acabaría siendo casi el himno de la España nacional y hasta la muerte de Franco, quedó así:

«Cara al Sol con la camisa nueva,
que tú bordaste en rojo ayer,
me hallará la muerte si me llega
y no te vuelvo a ver.

Formaré junto a mis compañeros
que hacen guardia sobre los luceros,
impasible el ademán,
y están presentes en nuestro afán.

Si te dicen que caí,
me fui al puesto que tengo allí.

Volverán banderas victoriosas
al paso alegre de la paz
y traerán prendidas cinco rosas
las flechas de mi haz.

Volverá a reír la primavera,
que por cielo, tierra y mar se espera.

¡Arriba, escuadras, a vencer,
que en España empieza a amanecer!

¡España una!
¡España grande!
¡España libre!
¡Arriba España!

 

Pero, las cosas cambiaron a partir de las elecciones generales del mes de octubre del año 1933, porque las Izquierdas se dieron un batacazo y ganaron las Derechas, y el que más José María Gil Robles con su CEDA (el PSOE, que había sacado en 1931 95 diputados sólo obtuvo 58, el PCE 1 y Acción Republicana, el partido de Azaña, 5, mientras la CEDA sacaba 115 y los radicales de Lerroux 104). Porque a partir de esos datos Largo Caballero se lanzó ya abiertamente hacia la revolución y la dictadura del proletariado. Naturalmente, la avalancha marxista en las calles y en los pueblos provocaron la reacción de la Derecha y la Falange de José Antonio se pasó de los luceros a la dialéctica de los puños y las pistolas. Para Foxá fue un cambio brusco, ya que a él lo de las pistolas le daba no sólo miedo sino pánico.

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Y así fueron agravándose las cosas hasta que, por fin, llegó la revolución. Cataluña proclamó el «Estat Catalá» independiente y los mineros de Asturias sembraron el terror antes de acabar con las instituciones republicanas. Sin embargo, en Madrid fracasó, porque la Huelga General que patrocinaba Largo Caballero, por la influencia de Besteiro sólo se produjo a medias.

También José Antonio y la Falange se echaron a la calle y con sus pistolas se pusieron a las órdenes del Gobierno para hacer fracasar el intento revolucionario, lo que significaba que los falangistas podrían responder a los tiros con tiros, a las muertes con muertes.

—    José Antonio, esto no es lo que nosotros queríamos.

—    ¿Y qué quieres que hagamos? ¿Quieres que dejemos que acaben con España y hagan aquí otra Rusia?

—    Sí, si tal vez tengas razón, pero yo soy incapaz de pegar un tiro, ni siquiera de coger una pistola con mis manos.

No te preocupes, Agustín, eso lo haremos otros…

Y la Falange a partir de ese momento, se hizo beligerante y adoptó el «ojo por ojo y diente por diente» de los judíos.

A pesar de todo, la revolución marxista y anarquista fracasó y vino una cruel represión, que ya haría imposible la convivencia de las dos Españas y que a corto plazo llegase el desenlace final: la Guerra Civil de 1936.

Con Lorca y Margarita Xirgú la noche del estreno de «Yerma»

Aunque Madrid siguió viviendo y los cafés y las tertulias, y los teatros, siguieron como si no pasase nada. El 29 de diciembre de 1934 se estrenó «Yerma» en el Teatro Español (era la segunda de la «Trilogía de la República» que Lorca se había programado, se estrenaría la tercera, «La casa de Bernarda Alba» en 1936 y no en Madrid sino en Buenos Aires). Aquella tarde se presentó José Antonio en el «Lyon» en busca de Foxá, le acompañaban Sánchez Matas, Eugenio Montes y Miquelarena.

—    Venga, querido Agustín, nos vamos al estreno de Lorca y tú te vienes con nosotros.

—    ¡Oh, no, José Antonio! Seguro que allí va a estar el «poeta comunista» y yo no quiero ni verlo.

Pues te vienes, después de la función quiero invitarles a Lorca y a la Xirgú a una copa (se refería a la gran Margarita Xirgú, que ya le había estrenado a Lorca «Bodas de Sangre», «María Pineda» y otras a Casona y Benavente).

Y en el estreno estuvieron los cinco y los cinco acabaron aplaudiendo con verdadero entusiasmo. Después, y como lo había prevenido José Antonio, se fueron de copas al «Gijón».

—    Maravillosa, maravillosa, Margarita, eres la mejor actriz que yo había visto en mi vida –dijo José Antonio nada más sentarse-, y la obra genial. Federico ¡eres un genio!

No, mi querido José Antonio, no soy un genio, yo me he limitado a unir el alma del pueblo español y la realidad española.

Naturalmente, la reunión duró hasta que los primeros rayos de sol entraron por los grandes ventanales y naturalmente se acabó hablando de política.

—    ¿Habéis visto como aplaudían Alberti y Bergamín?, parecía que la obra era suya. El del Puerto se apunta a todo lo que pueda favorecer a la Izquierda.

—    No, Sánchez Mazas, Rafael no es de izquierdas, Rafael es más comunista que la Pasionaria. Sobre todo desde que ha vuelto de Moscú. Ahora para él Stalin es Dios. A mí ya no me gusta, un poeta converso, y más al comunismo, ya no es poeta.

—    Por favor, ¿y qué hacemos con «Marinero en tierra»? –dijo Eugenio Montes.

Sí, «Marinero en tierra» es una obra genial, pero lo de ahora eso ya no es poesía.

Y así transcurrió el año 1935. Aunque no para todos igual, porque Largo Caballero y los directivos del «golpe revolucionario», incluyendo al Señor Azaña, ya estaban en la cárcel y entre barrotes permanecieron hasta poco antes de las elecciones de febrero de 1936… Y después llegarían las «150 checas» de la tortura y la muerte que describió como nadie en su  novela «Madrid de corte a Checa»

Y ya lo saben, yo ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor, y mi señor será siempre la verdad y la Historia… (o la intraHistoria).

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.