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Podemos lanza en España la furia contra las estatuas: la de Fray Junípero en Palma, primer objetivo.

Dos almirantes que participaron en la batalla de Trafalgar de 1805, otro que comandó la escuadra perdida en la guerra de Cuba de 1898, un arquitecto mallorquín y la ciudad de Toledo. Todos estos son fascistas según el Ayuntamiento de Palma, dirigido por el socialista José Hila, que ha anunciado este lunes el cambio de denominación de doce calles de la capital de Baleares “por su origen franquista”. “Estamos convencidos de que eliminar símbolos fascistas del espacio público es avanzar en democracia”, ha asegurado el alcalde en las redes sociales, donde ha recibido cientos de mensajes de repulsa en los que directamente se le llama “analfabeto”.

¡¡ESTÁN LOCOS!!

Sí, don Miguel de Unamuno tenía razón, toda la razón, cuando dijo aquello de: “El problema de España, el más grave de todos, es que estamos rodeados de locos y de ciegos. La Izquierda porque se ha vuelto loca y no sabe dónde va y la Derecha porque está ciega… así que si esto sigue así y si estos siguen mandando España va al desastre”.

Pues, lo mismo digo yo, si anteayer fue la retirada de la Cruz de Aguilar de la Frontera, ayer la de la estatua de Franco en Melilla, hoy nos llega la locura, el disparate del ayuntamiento de Palma que ha decidido borrar de su callejero los nombres de los héroes de Trafalgar, que lucharon y murieron en 1805 y 1806 ¡¡¡por franquistas!!!… están locos y de locos es el odio que les invade a todo lo que huela a Franco y al franquismo.

Está claro que estos señores quieren y lo están buscando otro 18 de julio de 1936.

Pero, a mi la absurda decisión del ayuntamiento de Palma, sin embargo, me revolvió las entrañas y hasta mi cerebro… y como antídoto a mi rabia me enfrasqué en la lectura de aquel primer episodio nacional de Galdós, que le dedicó precisamente a la Batalla de Trafalgar y en la que contaba con maestría suprema lo que hicieron los héroes Alcalá Galiano, Churruca, Gravina y otros y en recuerdo y para que al menos sientan vergüenza los locos de Mallorca le reproduzco parte del “Trafalgar” de Galdós:

 

“Trafalgar”

Benito Pérez Galgós

-I-

Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.

Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos parezcamos.

Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la aso- cio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797.

Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo, me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.

La sociedad en que yo me crié era, pues, de lo más rudo, incipiente y soez que puede imaginarse, hasta tal punto, que los chicos de la Caleta éramos considerados como más canallas que los que ejercían igual industria y desafiaban con igual brío los elementos en Puntales; y por esta diferencia, uno y otro bando nos considerábamos rivales, y a veces medíamos nues- tras fuerzas en la Puerta de Tierra con grandes y ruidosas pedreas, que manchaban el suelo de heroica sangre.

Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi travesura en el muelle, sir- viendo de introductor de embajadores a los muchos ingleses que entonces como ahora nos visitaban. El muelle era una escuela ateniense para despabilarse en pocos años, y yo no fui de los alumnos menos aprovechados en aquel vasto ramo del saber humano, así como tampoco dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta, para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa y altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios. Pero quiero poner punto en esta parte de mi historia, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande envilecimiento, y doy gracias a Dios de que me librara pronto de él llevándome por más noble camino.

Entre las impresiones que conservo, está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz o en San Fernando. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas llenas de misterios….

-IX-

Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente sa- lió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo.

Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo le examinaba con cierto religioso asombro, admirado de ver tan gran- des los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muralla; en otras ocasiones me parecían más chicos de lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo de que estaba poseído me expuso a caer al agua cuando con- templaba con arrobamiento un figurón de proa, objeto que más que otro alguno fascinaba mi atención.

Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, la sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de cañones aso- mando sus bocas amenazadoras por las portas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme pálido, y quedé sin movimiento asido al brazo de mi amo.

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Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cu- bierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes; todo, en fin, me sus- pendió de tal modo, que por un buen rato estu- ve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más.

Los presentes no pueden hacerse cargo de aquellos magníficos barcos, ni menos del Santísima Trinidad, por las malas estampas en que los han visto representados. Tampoco se parecen nada a los buques guerreros de hoy, cubiertos con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes. Creados por una época positivista, y adecuados a la ciencia náutico-militar de estos tiempos, que mediante el vapor ha anulado las maniobras, fiando el éxito del combate al poder y empuje de los navíos, los barcos de hoy son simples máquinas de guerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando principalmente en su destreza y valor.

Yo, que observo cuanto veo, he tenido siempre la costumbre de asociar, hasta un extremo exagerado, ideas con imágenes, cosas con personas, aunque pertenezcan a las más inasocia- bles categorías. Viendo más tarde las catedrales llamadas góticas de nuestra Castilla, y las de Flandes, y observando con qué imponente majestad se destaca su compleja y sutil fábrica entre las construcciones del gusto moderno, levantadas por la utilidad, tales como bancos, hospitales y cuarteles, no he podido menos de traer a la memoria las distintas clases de naves que he visto en mi larga vida, y he comparado las antiguas con las catedrales góticas. Sus formas, que se prolongan hacia arriba; el predominio de las líneas verticales sobre las horizontales; cierto inexplicable idealismo, algo de histórico y religioso a la vez, mezclado con la complicación de líneas y el juego de colores que combina a su capricho el sol, han determinado esta asociación extravagante, que yo me explico por la huella de romanticismo que dejan en el espíritu las impresiones de la niñez.

El Santísima Trinidad era un navío de cuatro puentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquel coloso, construido en La Habana, con las más ricas maderas de Cuba en 1769, contaba treinta y seis años de honrosos servicios. Tenía 220 pies (61 metros) de eslora, es decir, de popa a proa; 58 pies de manga (ancho), y 28 de pun- tal (altura desde la quilla a la cubierta), dimen- siones extraordinarias que entonces no tenía ningún buque del mundo. Sus poderosas cua- dernas, que eran un verdadero bosque, sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eran fortísimas murallas de madera, se habían abier- to al construirlo 116 troneras: cuando se le re- formó, agradándolo en 1796, se le abrieron 130, y artillado de nuevo en 1805, tenía sobre sus costados, cuando yo le vi, 140 bocas de fuego, entre cañones y carronadas. El interior era ma- ravilloso por la distribución de los diversos compartimientos, ya fuesen puentes para la artillería, sollados para la tripulación, pañoles para depósitos de víveres, cámaras para los jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel Escorial de los mares. Las cámaras situadas a popa eran un pequeño pala- cio por dentro, y por fuera una especie de fantástico alcázar; los balconajes, los pabellones de las esquinas de popa, semejantes a las lin- ternas de un castillo ojival, eran como grandes jaulas abiertas al mar, y desde donde la vista podía recorrer las tres cuartas partes del horizonte….

Amaneció el 19, que fue para mí felicísimo, y no había aún amanecido, cuando yo estaba en el alcázar de popa con mi amo, que quiso pre- senciar la maniobra. Después del baldeo co- menzó la operación de levar el buque. Se izaron las grandes gavias, y el pesado molinete, giran- do con su agudo chirrido, arrancaba la poderosa áncora del fondo de la bahía. Corrían los marineros por las vergas; manejaban otros las brazas, prontos a la voz del contramaestre, y todas las voces del navío, antes mudas, llenaban el aire con espantosa algarabía. Los pitos, la campana de proa, el discorde concierto de mil voces humanas, mezcladas con el rechinar de los motones; el crujido de los cabos, el trapeo de las velas azotando los palos antes de henchirse impelidas por el viento, todos estos variados sones acompañaron los primeros pasos del colosal navío….

 

La escuadra salía lentamente: algunos barcos emplearon muchas horas para hallarse fuera. Marcial, durante la salida, iba haciendo comen- tarios sobre cada buque, observando su marcha, motejándoles si eran pesados, animándoles con paternales consejos si eran ligeros y zarpaban pronto.

«¡Qué pesado está D. Federico! -decía observando el Príncipe de Asturias, mandado por Gravina-. Allá va Mr. Corneta -exclamaba mirando al Bucentauro, navío general-. Bien haiga quien te puso Rayo -decía irónicamente miran- do al navío de este nombre, que era el más pe- sado de toda la escuadra… -Bien por papá Igna- cio -añadía dirigiéndose al Santa Ana, que montaba Álava-. Echa toda la gavia, pedazo de tonina -decía contemplando el navío de Dumanoir-; este gabacho tiene un peluquero para rizar la gavia, y carga las velas con tenacillas».

El cielo se enturbió por la tarde, y al anoche- cer, hallándonos ya a gran distancia, vimos a Cádiz perderse poco a poco entre la bruma, hasta que se confundieron con las tintas de la noche sus últimos contornos. La escuadra tomó rumbo al Sur.

Por la noche no me separé de él, una vez que dejé a mi amo muy bien arrellanado en su camarote. Rodeado de dos colegas y admirado- res, les explicaba el plan de Villeneuve del modo siguiente:

«Mr. Corneta ha dividido la escuadra en cuatro cuerpos. La vanguardia, que es manda- da por Álava, tiene siete navíos; el centro, que lleva siete y lo manda Mr. Corneta en persona; la retaguardia, también de siete, que va mandada por Dumanoir, y el cuerpo de reserva, compuesto de doce navíos, que manda Don Federico. No me parece que está esto mal pensado. Por supuesto que van los barcos españoles mezclados con los gabachos, para que no nos dejen en las astas del toro, como sucedió en Finisterre.

»Según me ha referido D. Alonso, el francés ha dicho que si el enemigo se nos presenta a sotavento, formaremos la línea de batalla y cae- remos sobre él… Esto está muy guapo, dicho en el camarote; pero ya… ¿El Señorito va a ser tan buey que se nos presente a sotavento?… Sí, porque tiene poco farol (inteligencia) su señoría para dejarse pescar así… Veremos a ver si vemos lo que espera el francés… Si el enemigo se presenta a barlovento y nos ataca, debemos esperarle en línea de batalla; y como tendrá que dividirse para atacarnos, si no consigue romper nuestra línea, nos será muy fácil vencerle. A ese señor todo le parece fácil. (Rumores.) Dice también que no hará señales y que todo lo espera de cada capitán. ¡Si iremos a ver lo que yo vengo predicando desde que se hicieron esos malditos tratados de sursillos, y es que… más vale callar… quiera Dios…! Ya les he dicho a ustedes que Mr. Corneta no sabe lo que tiene entre manos, y que no le caben cincuenta barcos en la cabeza. Cuidado con un almirante que llama a sus capitanes el día antes de una batalla, y les dice que haga cada uno lo que le diere la gana… Pos pá eso… (Grandes muestras de asentimiento.) En fin, allá veremos… Pero vengan acá ustedes y díganme: si nosotros los españoles que- remos defondar a unos cuantos barcos ingleses, ¿no nos bastamos y nos sobramos para ello?

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¿Pues a cuenta qué hemos de juntarnos con franceses que no nos dejan hacer lo que nos sale de dentro, sino que hemos de ir al remolque de sus señorías? Siempre di cuando fuimos con ellos, siempre di cuando salimos destaponados… En fin… Dios y la Virgen del Carmen vayan con noso- tros, y nos libren de amigos franceses por siempre jamás amén». (Grandes aplausos.)….

-X-

Al amanecer del día 20, el viento soplaba con mucha fuerza, y por esta causa los navíos estaban muy distantes unos de otros. Mas habiéndose calmado el viento poco después de mediodía, el buque almirante hizo señales de que se formasen las cinco columnas: vanguardia, centro, retaguardia y los dos cuerpos que componían la reserva.

Yo me deleitaba viendo cómo acudían dócilmente a la formación aquellas moles, y aunque, a causa de la diversidad de sus condiciones marineras, las maniobras no eran muy rápidas y las líneas formadas poco perfectas, siempre causaba admiración contemplar aquel ejercicio. El viento soplaba del SO., según dijo Marcial, que lo había profetizado desde por la mañana, y la escuadra, recibiéndole por estribor, marchó en dirección del Estrecho. Por la noche se vieron algunas luces, y al amanecer del 21 vimos veintisiete navíos por barlovento, entre los cuales Marcial designó siete de tres puentes. A eso de las ocho, los treinta y tres barcos de la flota enemiga estaban a la vista formados en dos columnas. Nuestra escuadra formaba una larguísima línea, y según las apariencias, las dos columnas de Nelson, dispuestas en forma de cuña, avanzaban como si quisieran cortar nuestra línea por el centro y reta- guardia.

Tal era la situación de ambos contendientes, cuando el Bucentauro hizo señal de virar en redondo. Ustedes quizá no entiendan esto; pero les diré que consistía en variar diametralmente de rumbo, es decir, que si antes el viento im- pulsaba nuestros navíos por estribor, después de aquel movimiento nos daba por babor, de modo que marchábamos en dirección casi opuesta a la que antes teníamos. Las proas se dirigían al Norte, y este movimiento, cuyo objeto era tener a Cádiz bajo el viento, para arribar a él en caso de desgracia, fue muy criticado a bordo del Trinidad, y especialmente por Marcial, que decía:

«Ya se esparrancló la línea de batalla, que antes era mala y ahora es peor»…

-XI-

Un navío de la retaguardia disparó el primer tiro contra el Royal Sovereign, que mandaba Co- llingwood. Mientras trababa combate con este el Santa Ana, el Victory se dirigía contra nosotros. En el Trinidad todos demostraban gran ansiedad por comenzar el fuego; pero nuestro comandante esperaba el momento más favorable. Como si unos navíos se lo comunicaran a los otros, cual piezas pirotécnicas enlazadas por una mecha común, el fuego se corrió desde el Santa Ana hasta los dos extremos de la línea.

El        Victory           atacó   primero          al         Redoutable francés, y rechazado por este, vino a quedar frente a nuestro costado por barlovento…

El Bucentauro, que estaba a nuestra popa, hacía fuego igualmente sobre el Victory y el Temerary, otro poderoso navío inglés. Parecía que el navío de Nelson iba a caer en nuestro poder, porque la artillería del Trinidad le había destrozado el aparejo, y vimos con orgullo que perdía su palo de mesana….

. Pero, dejando a un lado mi humilde persona, voy a narrar el momento más terrible de nuestra lucha con el Vic- tory. El Trinidad le destrozaba con mucha fortu- na, cuando el Temerary, ejecutando una habilí- sima maniobra, se interpuso entre los dos com- batientes, salvando a su compañero de nuestras balas. En seguida se dirigió a cortar la línea por la popa del Trinidad, y como el Bucentauro, du- rante el fuego, se había estrechado contra este hasta el punto de tocarse los penoles, resultó un gran claro, por donde se precipitó el Temerary, que viró prontamente, y colocándose a nuestra aleta de babor, nos disparó por aquel costado, hasta entonces ileso. Al mismo tiempo, el Nep- tune, otro poderoso navío inglés, colocose don- de antes estaba el Victory; éste se sotaventó, de modo que en un momento el Trinidad se en contró rodeado de enemigos que le acribillaban por todos lados.

En el semblante de mi amo, en la sublime cólera de Uriarte, en los juramentos de los ma- rineros amigos de Marcial, conocí que estába- mos perdidos, y la idea de la derrota angustió mi alma. La línea de la escuadra combinada se hallaba rota por varios puntos, y al orden im- perfecto con que se había formado después de la vira en redondo sucedió el más terrible des- orden. Estábamos envueltos por el enemigo, cuya artillería lanzaba una espantosa lluvia de balas y de metralla sobre nuestro navío, lo mismo que sobre el Bucentauro. El Agustín, el Herós y el Leandro se batían lejos de nosotros, en posición algo desahogada, mientras el Trinidad, lo mismo que el navío almirante, sin poder dis- poner de sus movimientos, cogidos en terrible escaramuza por el genio del gran Nelson, lu- chaban heroicamente, no ya buscando una victoria imposible, sino movidos por el afán de perecer con honra.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.