22/11/2024 05:33
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Seguimos con la serie de «Los caballos de la historia» que Julio Merino está escribiendo para «El Correo de España». Hoy les toca el turno a «Bucéfalo», el caballo de Alejandro Magno y, a «Los caballos del sol»: Eritreo, Acteón, Lampos y Filogeo.

BUCÉFALO

Vamos a dar un salto importante -aunque después tengamos que volver otra vez al camino cronológico- para ir directos al encuentro del caballo más famoso de la Historia, aquel caballo que un día salió de Tesalia para ir a Macedonia y recorrer después Grecia de norte a sur y de este a oeste varias veces; cruzar los Dardanelos, toda la Turquía actual, todo el Oriente Medio, la península del Sinaí y Egipto … y sin detenerse volver grupas y pisar palmo a palmo el enorme imperio persa, desde Babilonia a Samarcanda, las tierras del sur de Rusia, de Afganistán, el Pakistán y las aguas del río Indo… Se llamó Bucéfalo y fue el caballo del gran Alejandro Magno, sin duda el general más grande de la Historia (¡el que jamás perdió una batalla y construyó un imperio!) y el «hombre de Estado» más genial de su tiempo.

Pero ¿quién era y cómo llegó Bucéfalo a manos de Alejandro?… Bueno ¿y quién fue Alejandro el Magno? Veamos:

Alejandro fue el hijo primogénito salvo Esparta. Alejandro nació el año 356 a. C. y tuvo como profesor de estudios nada más ni nada menos que al gran Aristóteles. Eso sí, también es verdad que padre e hijo tuvieron siempre enfrente a Demóstenes, el mejor orador de todos los tiempos. A los d del rey de Macedonia, Filipo II, el creador de la famosa «falange macedónica», que revolucionó el arte de la guerra y el que logró unificar las ciudades-Estado de Grecia,ieciséis años, Alejandro guerreaba ya como un experto y hacía de «regente» en ausencia de su padre. Dos años más tarde era el jefe de la caballería y un buen jefe, como demostró en la batalla de Queronea contra los tebanos y donde Filipo se ganó la supremacía sobre Grecia. A los veinte años subió al trono y fue rey hasta su muerte, acaecida trece años más tarde.

 

 

Según la leyenda fue en sus tiempos de «jefe de la caballería» cuando pidió a su padre que le proporcionase «caballos de Tesalia» por ser los mejores del mundo para la guerra (lo cual era verdad, como veremos en otro capítulo). Y eso hizo el rey Filipo, siendo como era un buen militar y un ambicioso de poder.

Alejandro se topó entonces, un buen día, con un hermoso animal, de color negro azabache y una estrella blanca en la frente con forma de «cabeza de buey», que despertaba el asombro de todos por su belleza, su poderío y su rebeldía… ¡no había quien lo montase!, hasta el punto de que Filipo ya había dicho que se lo quitaran de su vista. Pero llegados aquí vamos a dejar que sea Plutarco (Vidas paralelas: Alejan­ dro y César) el que nos cuente la historia:

 

 

«Trajo un tesalino llamado Filónico el caballo Bucéfalo para venderlo a Filipo en trece talentos, y habiendo bajado a un descampado para probarlo pareció áspero y enteramente indómito, sin admitir jinete ni sufrir la voz de ninguno de los que acompañaban a Filipo, sino que a todos se les ponía de manos. Desagradóle a Filipo y dio orden de que se lo llevaran por ser fiera e indócil; pero Alejandro, que se hallaba presente, dijo:

-¡Qué caballo nos perdemos! ¡Y todo por no tener conocimiento ni resolución para manejarlo!

A lo que replicó Filipo, algo molesto por la suficiencia de su hijo:

-¿Acaso tú lo manejarías mejor que éstos, que tienen más años y más experiencia que tú?

-Por supuesto que sí; a éste ya se ve que lo manejaré mejor que nadie -respondió Alejandro.

-¿Y cuál ha de ser la pena de tu temeridad -preguntó Filipo- si no lo consigues?

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-¡Por Zeus -exclamó el joven-, pagaré el precio del caballo!

 

Echáronse a reír -sigue Plutarco- y, convenidos en la cantidad, marchó al punto adonde estaba el caballo, tomóle por las riendas y, volviéndole, le puso frente al sol, pensando, según parece, que el caballo, por ver su sombra, que caía y se movía junto a sí, era por lo que se inquietaba. Pasólo después la mano y le halagó por un momento y, viendo que tenía fuego y bríos, se quitó poco a poco el manto, arrojándolo al suelo, y de un salto montó en él sin dificultad. Tiró un poco al principio del freno, y sin castigarle ni aún tocarle le hizo estarse quieto. Cuando ya vio que no ofrecía riesgo, aunque hervía por correr, le dio rienda y le agitó usando de voz fuerte y aplicándole los talones.

Filipo y los que con él estaban tuvieron al principio mucho cuidado y se quedaron en silencio; pero cuando le dio la vuelta con facilidad y soltura, mostrándose contento y alegre, todos los demás prorrumpieron en voces de aclamación. Mas del padre se refiere que lloró de gozo, y que besándole en la cabeza luego que se apeó le dijo:

-¡Hijo mío, busca un reino igual a ti, porque en la Macedonia no cabes!»

 

 

Y así fue, como ya es sabido, pues Alejandro salió de Grecia para hacer el Imperio más grande de la antigüedad… y siempre a lomos de Bucéfalo, el caballo más rápido y resistente que ha existido. Y tanto, tanto afecto cogió Alejandro al noble animal que cuando éste murió, en la batalla del río Hidaspes, un afluente del Indo, no dudó en fundar allí mismo una ciudad a la que puso de nombre «Bucefalia», en su homenaje y recuerdo. Lo cual no debe sorprender si se piensa, ante un mapa del mundo, lo que entre ambos hicieron: un Imperio de más de veinte millones de kilómetros cuadrados.

LOS CABALLOS DEL SOL

ERITREO, ACTEÓN, LAMPOS Y FILOGEO

¿Qué fue el Sol para los pueblos primitivos y los de la antigüedad clásica? ¿Cómo vieron el «fenómeno solar», por ejemplo, los sumerios, los persas, los griegos, los egipcios, los romanos, los incas o los vikingos?… ¿Y cuáles fueron los caballos del Sol?

En primer lugar, y sin entrar en profundidades, hay que recordar algo evidente: que el Sol, como la Tierra, el Mar, el Día, la Noche y otros fenómenos naturales, está presente en casi todas las religiones primitivas o es protagonista de las «mitologías»…, pues ahí están para demostrarlo el dios griego Helios, los egipcios Horus y Ra, el sumerio An, los aztecas Nanahuatzin y Teccuciztecatl, los hijos del Sol incas, el matrimonio del vikingo Odín con la Noche, etcétera.

Según la mitología griega -y la Teogonía de Hesíodo-, Helios (el Sol) fue engendrado por Hiperión, uno de los Titanes, y la titánide Basilea, y era hermano de Eos (la Aurora) y Selene (la Luna). Zeus respetó su divinidad al transformarse en el Dios del Cielo y la Tierra y señor del Olimpo. Los griegos le representaron siempre como un auriga con el disco solar a su cabeza y montado en un hermoso carro del que tiran cuatro caballos (como puede verse en el bajorrelieve del templo de Atenea de Ilium) … Es decir, EritreoActeónLampos y Filogeo. O sea, los cuatro corceles que simbolizan la órbita solar, porque el primero es «el sol naciente»; el segundo, «la aurora radiante»; el tercero, «el mediodía resplandeciente y deslumbrante», y el cuarto, «el sol poniente». Gracias a estos caballos, Helios podía cruzar el horizonte cada día desde el amanecer hasta la llegada de la noche. Otra leyenda asegura que Helios robó un día los cuatro mejores animales de las cuadras divinas del Olimpo, envidioso de Zeus, y que el Señor de los dioses le castigó dejándole doce o más horas sin poder alguno… y teniéndole que prestar su luz a su hermana Selene, la Luna.

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Pero tal vez sea más bella la leyenda de la mitología vikinga sobre los caballos del Sol. Leyenda que en parte recojo del texto de Brian Branston:

Según parece, existió en los tiempos más remotos un gigante, de nombre Narfi, que tenía una hija hermosísima llamada Noche, la cual no se parecía en nada a las mujeres vikingas, por su tez oscura y su cabello moreno, aunque era incluso más bella cuando se adornaba con brillantes estrellas su larga cabellera. Noche se casó tres veces: la primera con Oscuro, de quien tuvo un hijo a quien puso de nombre Espacio; la segunda con Odín, de quien tuvo una hija: Tierra…, y la tercera con Alba, de quien le nació su hijo Día.

Entonces los dioses decidieron dividir el Día en dos partes de aproximadamente doce horas cada una, o sea, una parte de luz y otra de oscuridad…, y dieron a Noche y su hijo Día un carro a cada cual, amén de un par de caballos, y los enviaron allá arriba, a los cielos, para ir circulando en derredor de la Tierra, uno tras del otro, una vez cada veinticuatro horas. Noche marcharía delante, con su carro y sus dos caballos: Espacio Ancho y Crines de Escarcha. Inmediatamente detrás, siempre pisándole los talones, iría Día, montado en su carro y arrastrado por sus dos corceles: Crepúsculo Matutino y Crines Resplandecientes.

Pero por encima de ellos iría el resplandeciente y juguetón Sol, también montado en carro de luz y arrastrado por los hermosos y potentes caballos Madrugador y Supremo… Hasta que un día Sol se enamoró de Noche y la poseyó durante seis meses. Desde entonces los días ya no fueron de veinticuatro horas y Sol y Noche se repartieron el año.

Existe, sin embargo, otra leyenda nórdica que centra la carrera del Sol y la Luna por el firmamento no sólo en el hecho de ser arrastrados por espléndidos y poderosos caballos, sino en la persecución brutal que sufren desde el principio de los tiempos… por los gigantes nacidos en forma de lobos. Las profecías afirman -según esta leyenda- que, al cabo, dos de estos lobos saltarán sobre el Sol y la Luna y se los comerán junto con los caballos que arrastran sus carros. Entonces, ese día, la cúpula del firmamento se teñirá de rojo y se oirá el último aullido de la vida.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.