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«STRATEGOS»
EL CABALLO DE ANÍBAL
Cuenta una vieja leyenda de la Historia que cuando el casi anciano general Aníbal vivía el último de sus exilios un día le preguntó su hijo, Almílcar el Joven, quiénes eran, a su juicio, los generales más grandes del pasado y que el genial cartaginés le respondió sin dudar…
-Alejandro el Grande, Pirro y Aníbal.
-Y si Aníbal -le replicó el hijo- hubiese vencido en Zama, ¿les pondrías en el mismo orden?
-No, hijo, entonces Aníbal sería el primero, el más grande de todos.
Lo cual, aunque dicho por el propio Aníbal parezca un acto de vanidad, es verdad y responde a lo que la Historia cuenta de sus hazañas militares y guerreras…, a pesar de sus enemigos los romanos, que, para más inri, fueron los que las transmitieron.
Pero ¿quién fue y qué hizo Aníbal de Cartago? ¿Por qué pasó Aníbal especialmente a la Historia? Veamos:
Aníbal fue el hijo de Amílcar Barca, el general cartaginés que conquistó España para Cartago, y vivió entre los años 247 y 183 a. C. Un hombre de quien los diccionarios biográficos dicen: «Aníbal poseía en alto grado las características clásicas de los grandes jefes militares: resistencia física y moral y genio para plantear y resolver las situaciones de lucha más comprometidas, aprovechando al máximo sus efectivos y elevado patriotismo, pero además tenía otras cualidades importantes: la grandeza de alma y la imaginación necesarias para acometer grandes empresas, y la tenacidad y la capacidad de valorar hasta los más pequeños detalles, imprescindibles para llevarlas a la práctica».
Sin embargo, lo que elevó a Aníbal a la categoría de «mito universal» fue su hazaña de atravesar los Alpes con un ejército de más de cincuenta mil hombres, diez mil jinetes y medio centenar de elefantes… y vencer a los romanos en su propio feudo. Tesino, Trebia, Tasimeno y Cannas pasarían a la Historia no solamente como los nombres de cuatro batallas, sino como los cuatro avales de un genio militar.
Aníbal y su ejército cruzaron los Alpes el año 218 a. C. (o sea, cuando el general vencedor de Sagunto tenía veintinueve años) y, tras vencer a todos los «dictadores» y generales de Roma, durante trece años largos fue el amo de Italia. La batalla de Cannas aún se estudia hoy en todos los centros de enseñanza militar como una de las «más geniales» batallas de la Historia. Después, abandonado por Cartago y desilusionado por las mezquindades políticas de los suyos, tuvo que regresar a África, donde fue derrotado por primera vez en su vida y comenzó la «larga marcha» hacia el suicidio.
Pero ¿cuál fue el arma principal de Aníbal para vencer a los romanos? Sin duda alguna la caballería… y no los elefantes, como se dice a veces. Porque Aníbal supo aunar lo que -según su padre, Amílcar Barca- era invencible: los caballos númidas y los soldados españoles. «Pero España -escribe uno de sus biógrafos- poseía una riqueza aún más apreciable que el oro para Amílcar, pues hasta el momento en que escribo no ha habido jamás soldados como los de España. Son fieros como las águilas, leales como mastines y valientes como sólo pueden serlo los locos.»
(De ahí que a la hora de estudiar el origen del actual caballo español no haya más remedio que remontarse a los más de cincuenta mil que importaron los cartagineses a España.)
Por tanto, no debe sorprender el que Aníbal fuese un amante de los caballos y un gran conocedor de la raza equina. Ni que a lo largo de su intensa vida militar tuviese él mismo buenos ejemplares.
Según las mejores fuentes históricas (Polibio el Griego y Tito Livio) y las leyendas surgidas en torno a los desaparecidos relatos de su cronista Sosylos, el famoso general cartaginés tuvo, entre otros, tres caballos con nombre propio: Ibero, Strategos e Iris. El primero fue «el caballo de Sagunto», o sea, aquél con el que sitió y venció a los saguntinos, entonces amigos de Roma, en la primera fase del camino hacia los Alpes. Ibero era el nombre del río Ebro, pero también la frontera que Roma había impuesto entre ella y Cartago. Por eso el cruzar el Ebro fue como la ruptura con Roma y el comienzo de la segunda guerra púnica. Ibero murió, según la leyenda, cerca del Ródano o durante la escaramuza con los celtas galos que se interponían en su marcha.
Strategos -en griego «general»- fue «el caballo de los Alpes», aquel con el que culminó la hazaña del gran ejército y los elefantes. Al parecer era un caballo impresionante, de gran alzada y color negro azabache, inquieto, agresivo en la carrera y fácilmente manejable en el combate (y no hay que olvidar que los cartagineses montaban sus caballos sin freno, sin bocado y muchas veces sin bridas)… que se había hecho traer de la Tesalia griega en un afán de imitar a su gran ídolo juvenil: Alejandro Magno.
Más tarde, aunque no se sabe qué fue de Strategos, el cartaginés se prendó de una yegua que le regaló Filipo V de Macedonia, y a la que puso de nombre Iris, en honor de su «gran amor» italiano: la dama de ese nombre, señora de Salapia, que se suicidó al final arrojándose desde las murallas antes de ver vencido a «su» héroe.
Sin embargo, el corcel más famoso entre los cartagineses de Aníbal fue Ras, cuyo dueño era el jefe de la caballería, capitán Maharbal (Marr), que según los biógrafos era el que más sabía de caballos en «todo el mundo»
«LOS CABALLOS
DE SÍBARIS»
Me van a permitir que haga un alto en este largo camino de los caballos de la Historia para volver los ojos atrás y hablar de los caballos de Síbaris, sin duda una de las leyendas más curiosas de la antigüedad clásica, aunque no tuviesen nada que ver con los caballos de Arcadia, Cirene, Capadocia, Tesalia, Mauritania, Persia e Hispania, que eran los mejores y más renombrados del mundo conocido.
Pero antes conviene saber que Síbaris fue una de las ciudades-Estado de la Magna Grecia, es decir, de los territorios del sur de Italia que conquistaron los griegos cuando aún no existía Roma y el Mediterráneo era casi un desconocido. Síbaris estaba situada en el empeine de la bota italiana y sus dominios se extendían a través de los 480 kilómetros de ancho que tiene la península en ese punto. Más tarde, otros griegos fundaron Taras y Neapolis (en latín, respectivamente, Tarento y Nápoles). Corrían varios siglos antes de Cristo.
Síbaris se hizo famosa muy pronto por las riquezas de sus tierras y la prosperidad de su comercio, pero sobre todo por el lujo con que vivían sus habitantes… En este sentido, se cuentan cientos de historias casi increíbles. Por ejemplo: la de aquel noble que dormía en un lecho cubierto de pétalos de rosas y se quejaba porque uno de ellos estaba arrugado. O la de aquel que llegó a exigir a sus servidores un vino y un pescado diferentes para cada día del año, bajo pena de ser azotados «tantas veces como horas tiene el día». O la de aquella «matrona» a quien había que servir la comida con «pinzas de cigala» hervidas a fuego lento, perfumar sus habitaciones con «aceites de jazmín y azucena» y calentar cada noche su cama con «calor humano de doncella»…
Lo cual hizo que Síbaris fuera considerada por los griegos como la cúspide del bienestar, el placer y la gula. Vivir «como un sibarita» llegó a ser el sueño de los ciudadanos del mundo civilizado y la ambición de la gente más humilde … y todavía hoy se dice «vives como un sibarita», aunque no se sepa muy bien por qué.
Sin embargo, lo que de verdad dio renombre a Síbaris entre aquellas ciudades Estado, siempre en guerra unas con otras, fue la «doma» que daban a sus caballos, ya que -como recoge muy bien Asimov en Los griegos-, al parecer, los sibaritas enseñaban a bailar a los equinos al son de la música y montaban con ellos verdaderos espectáculos «mitad parada militar mitad circense»…, claro antecedente del «arte ecuestre» de nuestros días.
Quizá por ello los caballos de Síbaris y su fama llegaron a provocar la envidia de todos los pueblos vecinos…, que veían en aquel «arte» la máxima prueba del «sibaritismo». Según la leyenda, los sibaritas seleccionaban y dividían sus caballos en tres grupos: caballos de carga y trabajos agrícolas, caballos de caza y pesca (pues con ellos pescaban en las aguas del golfo de Tarento) y caballos de guerra (aunque, curiosamente, Síbaris vivió casi dos siglos sin pelear con nadie).
Pero por ahí vino la perdición de los sibaritas, ya que el año 510 a. C. fueron atacados, vencidos y aplastados por los habitantes de Crotona, la ciudad que habían fundado los «pobres» huidos de Síbaris. Y ¿qué sucedió entonces? Pues algo digno de antología. Veamos:
La historia dice que «las tropas sibaritas cayeron en la confusión cuando su caballería se dislocó y los caballos dejaron de obedecer a los jinetes», cuando la verdad completa fue que los caballos se pusieron a bailar en medio del fragor del combate gracias a la sibilina estratagema de los habitantes de Crotona, quienes, sabedores de la «doma musical» que Síbaris daba a sus «caballos de guerra», se presentaron en el campo de batalla con más músicos que guerreros… Y, claro está, los pobres animales no pudieron resistir el influjo de las notas musicales, a pesar de los castigos de sus «montadores», y se lanzaron al baile más curioso de la Historia.
«Entonces -escribe Asimov-, los caballos sibaritas empezaron a danzar y las tropas cayeron en confusión. Los crotonianos ganaron y destruyeron Síbaris tan totalmente que en siglos posteriores se discutió dónde había estado exactamente el emplazamiento de la ciudad.»
Al parecer, los «sibaritas» domaban a sus «caballos de guerra» del mismo modo que bastantes siglos después empleó Mahoma con las famosas yeguas que dieron ori gen a la sin par «raza árabe»… Los sibaritas seleccionaban los mejores ejemplares que les llegaban de Tesalia, Capadocia y Persia; después dejaban a estos «seleccionados» sin comer y sin beber durante unos días, tantos como fuesen precisos para que la mayor parte se desplomase sin aliento; luego, a los más resistentes los sometían a una veloz carrera antes de llegar al agua y la comida… ¡Los tres primeros pasaban a formar parte de la caballería sibarita! Y entonces, sólo entonces, comenzaba la verdadera «doma musical», que era una mezcla de hambre, música y «un pienso de ensueño». De este modo, los caballos llegaban a saber -y pocos animales hay más inteligentes que los equinos- que, si querían comer, antes tenían que bailar al son de la música y las indicaciones del «domador».
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