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“Aquella tarde, ascendiendo por la avenida del Tibidabo, Julián creyó cruzar las puertas del paraíso. Mansiones que se le antojaron catedrales flanqueaban el camino. A medio trayecto, el chofer torció y cruzaron la verja de una de ellas. Al instante, un ejército de sirvientes se puso en marcha para recibir al señor. Todo lo que Julián podía ver era un caserón majestuoso de tres pisos. No se le había ocurrido jamás que personas reales viviesen en un lugar así. Se dejó arrastrar por el vestíbulo, cruzó una sala abovedada donde una escalinata de mármol ascendía perfilada por cortinajes de terciopelo, y penetró en una gran sala cuyas paredes estaban tejidas de libros desde el suelo al infinito”.
Este fragmento pertenece a la novela La sombra del viento escrita por Carlos Ruiz Zafón. La casualidad ha querido que hablemos de ella en este libro. El idílico lugar donde Julián y Penélope se encuentran fue, durante un tiempo, conocida como la torre del terror. Allí tuvo su cuartel general uno de los máximos responsables de la CNT-FAI en Barcelona. Nos estamos refiriendo a Aurelio Fernández, el cual, junto con Escorza del Val, dirigieron las patrullas de control que atemorizaron a los barceloneses durante diez meses.
La situación estratégica de esta torre, situada en la Avenida del Tibidabo 32, es notoria. En el año 1936 este lugar estaba a las afueras de la ciudad y permitía cometer acciones impunes sin que nadie lo supiera. Es de suponer que la elección no fue al azar. A menos de cien metros se encontraba el consulado soviético y, a pocos metros de la torre, también estaba La Tamarita. Un triángulo perfecto.
Con respecto a esta torre, El Correo Catalán publicó, el 24 de febrero de 1939 un interesante artículo titulado Los precursores de las chekas. Asesinatos y orgías en la Torre del Terror. Aquí funcionaba el tribunal revolucionario de Aurelio Fernández. Por su interés pasamos a transcribirlo:
“Era una mañana de la hermosa primavera de 1937, cuando franqueé por primera vez la “Torre del Terror”, que así la denominaban sus antiguos servidores. Esta era una rica mansión de la Avenida del Tibidabo, propiedad de un acaudalado industrial barcelonés, llena de ricas joyas de arte y en posesión de una de las mejores colecciones de cristales de Cataluña.
Allí me trajo en comisión un servicio oficial. Acababan de ocurrir los graves sucesos de mayo y el “nuevo propietario” de la finca, había huido, perseguido por aquellos “abisinios” del Jarama, que en las postrimerías del gobierno de Largo Caballero, el angelito de Galarza no había mandado para mantener el “orden revolucionario”.
Y allí fuimos a levantar un inventario. La torre, que es esplendida, está rodeada de un frondoso jardín y un magnífico campo de “tenis”, competidor de cualquier mansión señoril en las grandes capitales europeas. Su propietario, el legítimo, había dotado a su vivienda de las máximas y más confortables instalaciones, y por eso fue una de las primeras casas que cayeron en poder de los llamados “incontrolados”.
Aquello, aunque parezca mentira, fue residencia y cuartel general de uno de los más destacados elementos de la FAI, Aurelio Fernández.
No teníamos ni la más mínima referencia de ello hasta que nos encontramos en la mismísima puerta de la casa. Allí lo supimos. Ante nuestros ojos apareció un pequeño papelito blanco y con una leyenda mecanografiada que decía, poco más o menos:
“Junta de Seguridad de Cataluña. – Queda terminantemente prohibida la entrada a esta torre a toda persona ajena a ella. – Barcelona, agosto de 1936”, y firmado por Aurelio Fernández, secretario de la mencionada Junta.
Esto nos escamó un poco. Pero no hicimos caso. Creíamos que era una de las muchas casas incautadas por la “Tribus” durante el periodo de su mandato en nuestra ciudad. Pero no fue así…
– Yo no entro… dijo firmemente un antiguo criado de la casa que nos acompañaba al ir a franquear el umbral.
Nuestra sorpresa fue unánime. Nos miramos. Y el que había roto el silencio continuó hablando al notar en nuestros rostros la extrañeza que nos producía sus lacónicas palabras.
– No. No quiero entrar. Esta casa tiene demasiados recuerdos para mí… He visto muchas cosas… quizás demasiadas…
Hizo una pausa. Se notaba que por su mente iba transcurriendo la cinta cinematográfica de la vida de aquella casa. Elegante por fuera, pero tétrica y escalofriante en su interior.
– Aquí se ha asesinado a muchas personas. Se ha atormentado a centenares de tranquilos ciudadanos. Aquí he visto verdaderos suplicios…
El relato iba subiendo de tono. Indudablemente el cartelito de la puerta encerraba un profundo misterio. Aquello había sido una de las muchas cárceles particulares, que en los primeros días de la revolución, había establecido la FAI en las barriadas extremas de la ciudad. Era indudablemente un precursor de las más tarde famosas “chekas” barcelonesas.
– En este jardín yo he visto, nos decía el buen hombre, cosas atroces. ¡Pobres gentes, con qué serenidad y firmeza marchaban hacía la muerte!
– Pero bueno, dije yo, ¿qué existió en esta torre?
– Pues nada menos que un tribunal revolucionario.
Nuestra sorpresa fue más grande al oír las palabras del criado. No nos habías creído que nos hallásemos delante de una casa de éstas. Éramos todavía un poco ingenuos.
– Si señor; esto ha sido una cárcel. Aquí venía Aurelio Fernández, García Oliver. A todas horas llegaban coches conduciendo a hombres y mujeres, a veces a medio vestir, que eran encarcelados en los sótanos y después, a las pocas horas, sentenciados a muerte. Pocas. Quizás contadas personas escaparon con vida de ellos.
Con todo esto todavía no habíamos entrado. Nuestro guía no parecía dispuesto a transigir. De todas las maneras quería quedarse en el jardín, diciéndonos que fuéramos nosotros los que entrásemos. Pero, poco a poco, le pudimos convencer y acabó por entrar siempre receloso y con temor. Parecía que fuera una torre embrujada…
Don Juan, como así se llamaba mi jefe, iba delante. El sirviente, conmigo, le seguíamos a pocos pasos. Ya habíamos franqueado la puerta principal y nos encontrábamos en lo que fue dominios del gran dictador. Las habitaciones, por los días que habían permanecido cerradas, desprendían un fuerte olor. En general estaban bastante bien conservadas. En el “hall”, magnífico, como el resto de la casa, había ricos muebles y estupendos cuadros. Una sillería de fino mimbre, daba un tono elegante y aristocrático. El criado no se separaba de nosotros, que íbamos internándonos en las grandes habitaciones, algunas de ellas completamente desvalijadas. Más al centro encontramos un magnífico salón que a la vez era biblioteca. En él había unas grandes vitrinas donde existió la colección de cristales y numismática, que había desaparecido por completo. Las estanterías, con las puertas abiertas de par en par, ofrecían un aspecto desolador. Infinidad de volúmenes se hallaban tirados por el suelo. Era la cultura roja.
Pasamos a otras habitaciones ricamente amuebladas donde sólo faltaban, según nos informó el criado, uno tapices que se habían llevado.
Pero todo lo que iba apareciendo a nuestra vista carecía de valor. Bueno, tenía un valor de una magnífica estancia aristocrática, pero nosotros estábamos deseando ver las habitaciones donde habían sido martirizados los centenares de personas que tuvieron la desgracia de entrar en ellas.
– Pero díganos dónde instalaban los presos y dónde los sentenciaban, interrogamos.
– Abajo, en la capilla, nos contestó, pero allí sí que no voy.
– Conforme, pero indíquenos dónde es, respondimos a aquel hombre que tenía un pánico sin límite.
Por una escalerilla de servicio bajamos a unos medio sótanos, que tenían unas ventanas que daban al jardín. Era una habitación grande. Al fondo un altar destrozado. Profanado por menos mercenarias y en medio de ella una larga mesa, cubierta con un paño y tres sillas. Allí se sentaban los sentenciadores.
Todo ello sumamente tétrico y dramático. Cuánto hablarían aquellos recios muros si pudieran. Pero en aquel momento todo era soledad. Un silencio impenetrable. Incluso nosotros guardábamos silencio. Solamente estábamos presentes mi jefe y yo, porque al criado no hubo manera posible de hacerle bajar.
¡Cuántas vidas se habían sacrificado allí en holocausto en la nueva España!
Pero aquello no era aún lo más terrible. Seguimos adelante. A la derecha otra gran habitación que daba al jardín con varios camastros. En las paredes manchas de sangre todavía recientes. Debieron ser sin duda de los días de mayo. Las ventanas medio emparedadas con una magnífica vista, desde donde se divisaban las montañas de Vallvidrera y el Tibidabo.
Aquello sí que era realmente emocionante. Nunca he sentido tanta emoción como al pisar aquellas baldosas.
A nuestra mente acudían visiones dispersas. Los primeros días de la revolución. Los asesinatos en masa. Y la habitación nos recordaba aquellas aciagas jornadas…
Permanecimos unos momentos en silencio. Era nuestro homenaje a los caídos, a los sentenciados bajo aquel techo y salimos rápidamente comprendiendo el terror de los empleados de la casa. No había para menos.
Allí era todo realmente tétrico. Desde el principio al in. Era la prueba más vidente del salvajismo anarquizante que dominó nuestro pueblo durante tanto tiempo y que intentó esclavizarlo para siempre con sus bárbaros métodos. Pero todo termina y aquello terminó antes de su derrota definitiva. Ellos -los faistas- fueron los que dieron la tónica de los martirios, corregida y aumentada por los marxistas en las modernas instalaciones de las “chekas”.
Cuando dejamos debajo de nosotros las habitaciones que acabamos de hablar nos encontramos con el criado que, horrorizado quizás, ya comenzaba a pensar en nuestra suerte. Tal era el estado de ánimo de él, que no creía que nadie pudiera salir con vida de aquellas mazmorras que en otra época fueron escenario de brillantes fiestas aristocráticas.
– Qué, ¿lo han visto?, nos preguntó el empleado con ojos espantados.
– Si, pero no tiene importancia, le dijimos para tranquilizarle.
– ¡Caray con los señores!, fue la contestación escueta y concisa del pobre criado.
Seguidamente empezamos a recorrer la parte alta de la finca. Era casi mejor que lo restante. En ella se encontraban los saloncitos íntimos, los dormitorios, los despachitos. Todas las piezas de puro sabor familiar e íntimo.
En una de ellas, lugar donde nos indicó el criado, los anarquistas celebraban sus juergas, aparecían esparcidas por el suelo varias botellas de champagne y finos vinos. Restos de frutas y pastas por encima de la mesa. En la pared unas imágenes de la Virgen cubierta con un paño. Seguramente que aquellos bandidos se sonrojaban en presencia de la Santísima Virgen María y sentían, aunque no creyentes, rubor delante de Ella. Así eran ellos; abajo, en la planta baja, asesinaban a las infelices víctimas y aquí, en estas lujosas habitaciones, celebraban en medio de gran jolgorio sus orgías.
– Raro era el día que no celebraban una gran comida, con estupendos manjares, nos dijo; aquí celebraban cotidianamente sus asesinatos y después hasta altas horas de la madrugada duraban, en medio del mayor escándalo, las veladas. Muchas veces borracho, medio dormidos y rendidos, ordenaban las ejecuciones de sus víctimas…
Así terminó la tantas veces truncada conversación del empleado”.
Hasta el momento presente no se había hablado de esta torre. No aparece en los listados dedicados a los centros de detención o aislamiento de la CNT-FAI. La casualidad ha querido que éste siniestro lugar quedara en la memoria popular a través de la novela de Carlos Ruiz Zafón.
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