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El Decreto del incendio del Reichstag, cuyo nombre oficial fue Decreto del Presidente del Reich para la Protección del Pueblo y del Estado [Verordnung des Reichspräsidenten zum Schutz von Volk und Staat], fue una norma legal alemana emitida el 28 de febrero de 1933 por el entonces Presidente de Alemania, el mariscal Paul von Hindenburg, en respuesta directa al incendio del Reichstag. De hecho, la norma fue aprobada por presión del entonces canciller de Alemania, Adolf Hitler, como respuesta al incendio ocurrido en la noche del día anterior, 27 de febrero.

Esta norma dejaba sin efecto en Alemania a diversos derechos ciudadanos que estaban consagrados en la Constitución de Weimar; a ello se une que este mismo decreto fue luego utilizado por el NSDAP o Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei [Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes] como base legal para arrestar a todo individuo opositor al régimen, y para prohibir las publicaciones contrarias al nazismo. De este modo, el decreto sirvió como herramienta importante de consolidación del gobierno nazi en tanto podía usarse para reprimir eficazmente a sus opositores.

El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler había asumido el cargo de canciller de Alemania, después que el Partido Nazi obtuviese una mayoría simple (no absoluta) en las elecciones parlamentarias de 1932. Una de las primeras medidas de Hitler fue presionar al anciano Presidente de Alemania, el octogenario mariscal Paul von Hindenburg, para disolver el Reichstag y convocar nuevas elecciones parlamentarias el 5 de marzo de 1933. No obstante, a las 22 horas del día 27 de febrero ocurrió el enorme incendio del Reichstag, en Berlín, donde el fuego destruyó por completo las instalaciones de todo el inmenso local.

El texto del decreto fue elaborado por líderes nazis que ocupaban cargos en el Ministerio del Interior de Prusia, dirigidos por Hermann Goering, y fue presentado al gabinete presidido por Hitler ese mismo día, luego de ello el mismo Hitler insistió ante el presidente von Hindenburg que el incendio del Reichstag constituía sin duda alguna una señal de que era necesaria una «lucha sin miramientos» contra los enemigos del Gobierno. Y, ante la feroz presión de Hitler y su gabinete, el Jefe del Estado aceptó darle fuerza legal al decreto invocando el artículo 48 de la Constitución de Weimar que permitía al Presidente de Alemania tomar toda medida necesaria para salvaguardar la seguridad pública. El decreto fue promulgado y publicado ese mismo día.

El decreto llevaba seis artículos solamente. El artículo 1 suspendía «hasta nuevo aviso» el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad individual de la persona, la libertad de asociación, la libertad de reunión y el secreto de las comunicaciones, mientras a la vez permitía a las autoridades practicar arbitrariamente registros de domicilios o de oficinas, confiscar bienes privados y ejecutar otras restricciones a la propiedad. Los artículos 2 y 3 otorgaban al gobierno del Reich todas las facultades propias de los Länder de Alemania, establecidos por la Constitución de Weimar, en cuanto a la «custodia de la seguridad pública», vulnerando las autonomías locales previstas por la Constitución; los artículos 4 y 5 fijaban penas severas para los actos contrarios a la seguridad pública, desde multas por 15,000 Reichsmark hasta penas de cárcel mayores a las fijadas hasta entonces por el Código Penal (el cual quedó ampliamente modificado para aumentar drásticamente diversas penas), incluyendo la pena de muerte para quienes causaren daños a bienes públicos o quienes «opusieran resistencia a autoridades del Reich«; el artículo 6 fijaba finalmente que el decreto entraba en vigencia en todo el país con efecto retroactivo.

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Pero, que ocurriera esto hace 87 años en Alemania o cosas semejantes en Francia en 1789 o en Rusia en 1917, o antes en muchos sitios o que, incluso pueda estar ocurriendo ahora en algún más o menos lejano País de Las Maravillas, solo demuestra que la naturaleza humana no cambia, y de una u otra forma, acertó Cicerón cuando recordó en «De re publica» la doctrina Aristotélica-Polibiana (monarquía, aristocracia y democracia) antes de que estas degeneraran en sus tres consiguientes derivadas (tiranía, oligarquía y oclocracia respectivamente).

Así, en ese hipotético País de las Maravillas, quizá se haya pasado de un régimen autoritario a una democracia con influencia oligárquica y ahora se esté a punto de incurrir en una oclocracia que podría llevar a una tiranía. Es posible que en ese país no esté vigente la Constitución de la República de Weimar con su Artículo 48, sino una constitución monárquica que proclama grandes derechos, incumplidos en su mayoría, con un posible Artículo 116 y quizá alguna ley orgánica de 1981, de la que hoy unos gobernantes que gobiernen más por cuestiones de aritmética que por voluntades mayoritarias, unos gobernantes coaligados, políticamente contra naturam quieran retorcer, manipular, tergiversar, alquitarar hasta extremos insospechados co consecuencias como un retroceso de 89 o quizá 147 años.

Es posible que en la mayoría de los políticos de nuestro País de las Maravillas no prevalezca el afán de servicio ordenado al Bien Común tanto como los intereses del egoísmo, del terruño, de  la ambición… sin el más mínimo sentido de la moral o de la ética, lo que llevaría a alianzas más o menos duraderas, adoptadas por votaciones que repugnarían a quien tenga un mínimo de decencia o de sentido común, que, según el dicho popular, es el menos común de los sentidos.

Lo peor de todo sería que ese aludido País de las Maravillas, su reciente historia y sus actuales dirigentes -sin pretender establecer ningún paralelismo ni comparación, porque todas son odiosas, entre un gobierno nacional socialista y otro de socialistas gobernados por nacionalistas- tuvieran algún parecido con nuestra España, donde hasta nuevo aviso como en el Decreto del incendio del Reichstag y por medio año, algo imprevisto en la legislación, que, igual que dicho decreto, ha tenido que sancionarse “in extremis” por un Jefe de Estado sumiso y acorralado por las presiones de su megalómano y ninguneador jefe de Gobierno, los españoles, mientras llevamos medio año muriendo a centenares cada semana, en vez de ayuda ni consuelo, ya sufrimos despóticas limitaciones en nuestros ejercicios del derecho a la libertad de expresión; de la libertad de una prensa que ha preferido dejarse sobornar a informar ; de la libertad individual de la persona, las libertades de reunión y circulación por el territorio nacional… impuestas por un gobierno asesorado por un comité de expertos de que tan pronto se niega la existencia como se dice que es tan amplio que sería dificultoso enumerar sus miembros. Y todo esto al alimón con el apoyo de una parte de la oposición con quien hace no mucho, como “NO es NO” ni se quería hablar, prefiriendo la coalición con monstruos que poco antes quitaban el sueño.

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Un Gobierno que no sabe qué hacer con la patata caliente que le ha tocado en gracia y que, nada más absurdo, en vez de asumir todas las facultades propias de los Länder como Hitler con el Decreto del incendio del Reichstag, decreta un estado de emergencia, por el que debería asumir el control, para, un desesperante contrasentido, ceder sus competencias a las 17 taifas, especialmente si son regidas por sus afines. De esta forma, como Pilatos, el Gobierno se lava las manos, mientras deja que los caciques locales sean los que someten a sus parcelas a las multas, la ruina, la vulneración de derechos, incluido el de una sanidad publica competente… pasándose por un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, el Artículo 14 de la Constitución que establece que: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Terminaré con una frase del escritor y ensayista francés André Maurois que no desespero de que mueva a alguien a la reflexión: “Nada más triste que el espectáculo de un país que por temor soporta un gobierno detestado”.

Autor

REDACCIÓN