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¡Oh, Dios! Confieso que tras releer para este trabajo casi toda la obra de Ramón Pérez de Ayala (en mi primera juventud leí «Tigre Juan», «A.M.D.G.», «Troteras y danzaderas» y «Belarmino y Apolonio») se me han quitado las ganas de escribir, porque no se puede escribir ni igual, ni parecido y muchísimo menos mejor que escribe el asturiano. Cosa que no me extraña cuando he releído también su biografía y he sabido que fue uno de los pocos escritores españoles que sabía leer y hablar en griego y latín primero y luego en francés e inglés, y que sus libros de cabecera fueron siempre, hasta su muerte, los clásicos griegos y latinos.

Y como anticipo les reproduzco algunas joyas que dejó por escrito:

«Y, al fin, llegaron las elecciones de diputados. Y fueron… las elecciones más corruptas que se recuerdan. En todas las elecciones españolas ha habido, al lado de la coacción política, pero en menor medida, la corrupción económica. Pero, siempre, la compra de votos se hacía sigilosamente, a cencerros tapados, en tácita aceptación de la inmoralidad cometida. En las últimas elecciones la compra de votos se hizo con la visera levantada, sin empacho ni melindre»

Y lo que Alfonso XIII le dijo a los lideres políticos cuando España se hundía:

«O se forma aquí mismo un ministerio, con todos ustedes, presidido por el Sr. Maura, como de más edad, o aquí mismo abdico mi corona y esta misma noche tomo el derrotero de la frontera».

            Y sobre los Borbones:

«Los Borbones, como se sabe, son una familia francesa. Los propios franceses, después de larga experiencia a su costa, han definido a esta familia diciendo que los Borbones nunca aprenden ni nunca olvidan. Llevan una fatalidad en la sangre. Parafraseando la definición francesa, pudiéramos decir que los Borbones son incorregibles (improgresivos) y resentidos (vengativos). Puestas en juego estas cualidades dentro del curso histórico, resultará que una Monarquía borbónica será siempre incompatible y se opondrá por todos los medios a cualquier movimiento de progreso político y a la evolución liberal de los tiempos».

 

Y, sin embargo, no se le ha reconocido como se merece. Tal vez porque desde muy joven, desde que acabó sus estudios con los jesuitas, fue un anticlerical declarado (y, naturalmente, por ello tuvo siempre enfrente a la Iglesia y a los católicos). Pero también fue desde muy joven, y viendo lo que veía a su alrededor un furibundo antimonárquico (y por ello tuvo siempre en contra a los monárquicos). También fue por encima de todo un hombre liberal (y por ello tuvo en contra a los conservadores). Por demócrata tuvo en frente a los defensores del «cirujano de hierro». Por republicano empedernido se enfrentó a la clase política monárquica y conservadora… aunque cuando se alejó de la República también tuvo en contra a los republicanos… Y por no subirse al carro comunista cuando irrumpió en España el comunismo de Moscú fue perseguido por las Izquierdas. ¡Ay!, pero la estación más dura de su vida, literaria y política, le llegó cuando al iniciarse la Guerra Civil se puso del lado de los sublevados el 18 de julio, porque entonces, antes y después de la Guerra, y más en la larga posguerra, las Izquierdas le condenaron por «la ley del silencio» al ostracismo.

Pérez de Ayala fue, casi desde su infancia, un escritor de cuentos y relatos cortos (de los mejores), un gran novelista (a veces genial), un articulista y ensayista (el mejor), un diputado (que no dijo ni «mú» en los dos años que estuvo en el Parlamento), un veloz director del Museo del Prado, un gran embajador de España (de los mejores que se recuerdan en Londres)… Y, sobre todo, un amigo de sus amigos y buen padre de familia.

Por todo ello, y antes de entrar en la materia real de esta obra (sus relaciones con la República y su comportamiento durante la Guerra Civil y el exilio) nos complace reproducir algunas de sus páginas, aunque sólo sea por demostrar, de entrada, que no se puede escribir mejor. Lean el comienzo de su obra «Política y Toros» (1918):

«¿Puede el ejército intervenir en la cosa pública? ¿Por qué le ha de estar vedado a un militar lo que es permisible y aun obligatorio para un ciudadano cualquiera? Precisamente por eso: porque un militar no es un ciudadano cualquiera.

El militar se halla, dentro del Estado, en una postura de excepción, con códigos y leyes de excepción que sólo a él obligan. Toda postura de excepción supone: de una parte, ventajas, privilegios (en un militar; criados gratuitos, viajes económicos, uniforme vistoso, exención de cuota de entrada en la Peña y otros privilegios más ornamentales que sustantíficos); de otra parte, y correlativamente, limitación de la libertad.  Nunca va lo uno sin lo otro; tal es la paradoja de la vida. El que añade ciencia, añade dolor, dijo el Eclesiastés. El que añade hacienda añade cuidados. El que añade poderío añade flaqueza. Y así, cuanto más se sabe, se sabe que se sabe menos; los más ricos son los más pobres; los más poderosos son los más sometidos.

Hay quien califica de injusticia irritante que el Ejército no disfrute de libertad política. Más injusto fuera que el Ejército careciese de libertad civil, y, sin embargo, no se lamentan los militares ni los militaristas de la merma de libertad civil que consigo lleva aparejado el profesar en las armas.

No es lo mismo libertad política que libertad civil. Puntualicemos el distingo.

Libertad civil consiste en poseer los derechos civiles, esto es, en no ser obligado sino en virtud de leyes regulares. Lo contrario de la libertad civil es lo arbitrario gubernamental y jurídico. Parece natural que el militar goce de plena libertad civil. Pero no sucede así. ¿Por qué? Por la naturaleza misma de la milicia. Hay actos lícitos, dentro de todas las leyes regulares del Estado, que no se le consienten al militar. Para este linaje de actos existen los tribunales de honor, los cuales pueden expulsar a un miembro del Ejército sin sujetarse a ninguna ley positiva y promulgada, y hasta contraviniéndola. Las leyes regulares del Estado español consideran punible el duelo y los tribunales civiles condenan, o deben condenar, al ciudadano que se bate en duelo; por el contrario, los tribunales de honor condenan al militar que se ha negado a batirse en duelo. Infiérese que el militar no es un ciudadano cualquiera.

Libertad política consiste en poseer derechos cívicos, esto es, en la facultad de formular por uno mismo, o por mandatario, las leyes, y de no ser obligado sino por aquellas leyes hechas por los ciudadanos o sus mandatarios. Lo contrario de la libertad política es lo arbitrario legislativo, que a la postre degenera en ausencia de ley, en torpe oligarquía y caciquismo. ¿Por qué a los militares, en cuanto militares, como institución Ejército, se les ha de negar la libertad política? ¿No es una desigualdad que sólo al Ejército se le prohíba participar activamente en la política, en tanto el resto de la nación solicita las leyes que le place y maneja a su arbitrio el poder legislativo? La desigualdad existiría si al Ejército se le consintiese obrar en la vida política. La razón se cae de su peso. Los militares se hallan, con respecto a los demás ciudadanos, en una situación legal privilegiada. El privilegio que se les ha concedido —que les han concedido los demás ciudadanos, esto no debe olvidarse— es el monopolio de la fuerza física, el uso de armas. Este privilegio acarrea necesariamente una pérdida: la de la libertad política; porque la libertad acompañada de la fuerza es libertad unilateral, es coacción, es tiranía. La libertad política del Ejército valdría tanto como la pérdida absoluta de la libertad para el resto de la nación: sería el pretorianismo, obligado prólogo de la anarquía.»

Pero también hay que recordar que Pérez de Ayala llegó a conocer mejor que nadie, como el gran periodista que fue siempre, la política de su tiempo. Leamos lo que escribe sobre unas «elecciones generales a la española»:

«Y, al fin, llegaron las elecciones de diputados. Y fueron… las elecciones más corruptas que se recuerdan. En todas las elecciones españolas ha habido, al lado de la coacción política, pero en menor medida, la corrupción económica. Pero, siempre, la compra de votos se hacía sigilosamente, a cencerros tapados, en tácita aceptación de la inmoralidad cometida. En las últimas elecciones la compra de votos se hizo con la visera levantada, sin empacho ni melindre. Los votantes ofrecían sus votos al mejor postor; los candidatos pujaban el precio del voto, y, lo mismo que el Boletín de la Bolsa publica la cotización de los valores, los periódicos dieron noticia de los diversos tipos a que se habían cotizado los votos en los diversos distritos, desde 0,40 pesetas hasta 500 pesetas. Y no fué esto lo peor, sino que algunos pensadores meritísimos defendieron bajo su firma la licitud de la venta del voto, con el argumento capcioso de que significaba un adelanto en las costumbres políticas de España, ya que el que vende su voto lo valoriza, y, una vez que conoce que vale dinero, terminará echando de ver que vale para otros fines más elevados. Que es como decir que la mujer que se prostituye por dinero progresa moralmente, porque advierte que su honra puede valorizarse, con que luego la estimará más y para mejores fines; no tiene ya otra cosa que hacer sino reconstituir su doncellez. El resultado político de las elecciones fué el previsto. El torso del Congreso actual se compone de los consabidos grupos, sólo que más ponderados y simétricos, por razón de la dichosa inhibición. En cuanto al carácter aliadófilo o germanófilo de la nueva Cámara de diputados, las simpatías de la nación han permanecido mudas, sin inclinarse por un lado, ni por otro. Conviene, sin embargo, aquilatar una circunstancia, y es, que Alemania entró a la lucha con candidatos propios, todos los cuales fueron derrotados, en tanto de los aliados no se sabe, ni siquiera se ha insinuado, que pagasen los gastos de la elección a ningún candidato. Otra circunstancia curiosa es que en la actual legislatura no participan tres de los más eminentes parlamentarios: los Sres. Alvarez (D. Melquíades), Lerroux y Vázquez de Mella. Los dos primeros perdieron su puesto derrotados por el dinero. El último se retiró de la lucha a falta de probabilidades de éxito. El sistema parlamentario español es bicameral; Congreso y Senado. El Senado, en un segmento capital, se compone de senadores por derecho propio. Los demás senadores son electivos y representan, no ya al simple ciudadano, sino a corporaciones y personas jurídicas. Las elecciones para senadores no coinciden con las de diputados, sino que se verifican ocho días después

O aquellas palabras que le dedica a la crisis que desembocó en el primer «Gobierno de Concentración», que presidió Antonio Maura, y que provocó la dimisión del Gobierno García Prieto, arrastrado por la postura casi dictatorial que había adoptado su Ministro de la Guerra, Juan de la Cierva:

«El Sr. Cierva perseveraba decidido a todo. Se columbraba inminente la dictadura militar, bajo la égida del Sr. Cierva. Y a todo esto, la estructura social se derrumbaba instante por instante, no por obra de convulsiones profundas, sino por ceguedad y capricho del Gobierno constituido. España, emplumada; que no emplumecida. El Sr. García Prieto sintió vértigo, pánico. Dimitió con todo su Gabinete. Nadie acertaba con el remedio próximo. El Rey consultaba con unos y con otros, ensayaba ensamblar un gobierno para salir del paso. Pasó un día, otro día y otro día. Pero el Sr. Cierva estaba decidido a todo; seguía contando con el apoyo incondicional del Ejército y gobernaba como si el Gabinete no estuviera dimitido, puesto que ocurriese lo que ocurriese, él no dejaba de ser ministro de la Guerra. Pero alguien le dijo al Rey: «Señor, por el camino que vamos daremos en la dictadura, y la dictadura es la anarquía». Esto debió suceder por la tarde. A las diez de la noche, el Rey congregaba en Palacio a los políticos monárquicos más significados, ninguno de los cuales sabía para qué se le llamaba, y les dijo: «O se forma aquí mismo un ministerio, con todos ustedes, presidido por el Sr. Maura, como de más edad, o aquí mismo abdico mi corona y esta misma noche tomo el derrotero de la frontera». Los prohombres inclinaron sumisos la cabeza a la voluntad real. A media noche salían todos de Palacio. El pueblo vagaba a lo largo de las calles, escalofriado por los aletazos de la anarquía, que ya le rozaba las sienes. Al salir los nuevos ministros de Palacio rompió en alaridos de infantil alegría, pensando que ya estaba todo compuesto felizmente y para siempre. El Sr. Cierva salió al día siguiente para Murcia, su región original. No tardó en volver, tan rozagante como siempre

Tampoco hay que olvidar su antimonarquismo, que nació seguramente al comprobar que Alfonso XIII no había sabido resolver la crisis-revolución de 1917 y culminó ya en 1921, cuando leyó el famoso «Discurso de Córdoba» del Rey en el Circulo de la Amistad anunciando ya casi la Dictadura. En su obra «en torno a la revolución española» lo dejó bien claro:

«Los Borbones, como se sabe, son una familia francesa. Los propios franceses, después de larga experiencia a su costa, han definido a esta familia diciendo que los Borbones nunca aprenden ni nunca olvidan. Llevan una fatalidad en la sangre. Parafraseando la definición francesa, pudiéramos decir que los Borbones son incorregibles (improgresivos) y resentidos (vengativos). Puestas en juego estas cualidades dentro del curso histórico, resultará que una Monarquía borbónica será siempre incompatible y se opondrá por todos los medios a cualquier movimiento de progreso político y a la evolución liberal de los tiempos».

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En el siglo XIX los franceses ensayaron por tres veces, con tres distintos reyes, la conciliación de una monarquía borbónica y del régimen democrático. La experiencia demostró la imposibilidad de una avenencia recíproca. Es como si se intentase hacer dolicocéfalo a un teutón o braquicéfalo a un bereber…

La casa de Borbón, francesa, y la casa de Habsburgo, austriaca, han proveído con ejemplares de fundación o de cruza a casi todas las dinastías europeas.

Probablemente las luchas y penalidades que costó la democratización de las monarquías europeas en el pasado siglo se debe a la refractariedad e irreductibilidad de la sangre borbónica y austriaca con la democracia. En las monarquías libres, o apenas teñidas de estas dos sangres, la democratización fue sencilla.

Las dos únicas monarquías donde no se pudo llegar a la democratización sincera (y, por lo regular, ni aparente) han sido Austria y España. La dinastía española lleva en las venas una mezcla de sangre borbónica y austriaca, sin contar las aportaciones irregulares, clandestinas o fraudulentas, perfectamente comprobadas, pues los Borbones, y sobre todo las Borbonas, raras veces han sido dechado de honestidad y continencia.

 

Las Monarquías desaparecen como el bisonte

Las monarquías desaparecen del haz del planeta como el bisonte y el rinoceronte, especies que se mantienen sólo en conserva, o como dicen los norteamericanos, en «reserva». El único procedimiento que se ha hallado para mantener en conserva las monarquías, y en la vertiente de su esterilidad y anulación, ha sido someterlas a la dieta permanente de la democratización y el liberalismo. A esto se llama ser monárquico por razones históricas.

Un inglés por ejemplo, no tiene razones históricas para dejar de ser monárquico. Cánovas, el restaurador de la monarquía española, era –equivocado o no- monárquico por razones históricas, según él mismo declaraba. Lo era, porque no creía en la capacidad del pueblo español para la república. Abominable inmoralidad, porque cuando un gobernante no cree en su pueblo, debe retirarse de la política. Y, además, notable estupidez, porque ningún pueblo posee capacidad republicana hasta que la adquiere con el uso y el ejercicio, como nadie aprenderá nunca a nadar si no se sumerge en el agua.

Francia necesitó cerca de un siglo para adquirir capacidad republicana. Alemania lleva doce años dando traspiés. Pero, teóricamente, Cánovas era republicano. En la intimidad solía decir: «Los españoles tenemos, para hacernos perdonar del resto del mundo, cuatro vergüenzas: los borbones, la intolerancia religiosa, los pronunciamientos y la viruela». Es una declaración republicana por pasiva, en la cual sobran tres miembros. Con enunciar el primero, bastaba. Los otros son sus corolarios.«

¡Dios!, y aquellas palabras conmovieron a toda la clase política, porque nadie se había atrevido a atacar a la Monarquía y al Rey como lo hacia él. Pero, en realidad, sólo era un fiel reflejo de su siempre independiente personalidad.

Pero, ¿cómo era Ramón Pérez de Ayala físicamente y en su vida diaria? Según Gregorio Marañón Moya, el hijo del Doctor Marañón, el gran amigo del asturiano, que le conoció desde pequeño y el que jugaba con sus hijos D. Ramón era así:

«Estatura mediana, de buen cuerpo, ágil y esbelto; delgado; buen pelo hasta su muerte; Ojos grandes, escrutadores; vigilantes; irónicos y bondadosos, comía poco, muy poco; fumaba docenas de puros, de cigarros habanos de la mejor clase; bebía mucho; dicho esto último en el mejor sentido, es decir, que como buen gastrónomo apreciaba las bebidas y las degustaba con verdadero placer. Le encantaba el buen vino francés. A mi padre le gustaba el tintorro, el rioja nuestro. Cada uno defendía, tenazmente, sus gustos. Mi padre le llamaba a Ramón «bebedor afrancesado». Esta cuestión sobre distintos vinos es lo único que llegó, en ocasiones, a producir verdaderas broncas entre los dos. Fuera de las comidas, Ramón bebía ginebra y whisky. Mi padre, vino de Jerez.

Ayala escribía poco, pero leía todo el día. Comenzaba la jornada apurando docenas de periódicos españoles, argentinos, pero sobre todo ingleses. Y libros y más libros. Todo esto se cortó en los últimos años de su vida: dejó totalmente de escribir y apenas lela. Se pasaba las horas en un sillón, viendo televisión o haciendo solitarios con una vieja baraja. Siempre, todos los días de su vida, bien afeitado, mejor peinado, y ropa y traje impecables.

Hacía grandes elogios y también duras críticas de personas, acontecimientos y cosas. Esas críticas tenían a veces un acerado sentido irónico. Un día, hablando de un personaje muy de moda, político y financiero, dijo: «Ese sabrá mucho de finanzas y bancos, pero es mal político. Primero, porque no conoce a la Humanidad, que no está en los palacios, sino en la calle, en las fábricas, en los campos y en las minas, en la mar. Y, segundo, porque para ser político hay que ser orador o, por lo menos, saber hablar. Y él, ¿cómo puede hablar en serio si su boquita es igual que un culo de gallina?»«

Pero, ahora vayamos a su vida política activa. Pérez de Ayala (curiosamente junto con Azaña) fue uno de los primeros en apuntarse al «Partido Reformista» que había puesto en marcha el también asturiano Melquiades Álvarez y «reformista» era cuando llegó la dictadura de Primo de Rivera. Naturalmente una mente liberal como la suya se rebeló en cuanto ocupó la presidencia del Gobierno el Capitán General de Cataluña y formó un gobierno de militares y entonces hizo lo que otros escritores, apartarse de la primera fila política y dedicarse a escribir, «que es lo mío», como decía él mismo y durante la Dictadura escribe «Los trabajos de Urbano y Simona», «Bajo el Signo de Artemisa», «EL ombligo del mundo» y «Tigre Juan y el curandero de su honra» (por cierto, esta fue su última obra de creación pura, pues no volvería a escribir novelas después de los 46 años).

Sin embargo, grande fue su alegría cuando el 14 de abril de 1931 llegó «su» República y decimos «su» porque tan sólo unos meses antes había formalizado con sus amigos Ortega, Marañón y Machado la «Agrupación al Servicio de la República», que tanto ayudó desde la prensa y las tribunas a despertar  la conciencia republicana de los españoles.

Por eso no extrañó que ya el Gobierno Provisional, presidido por Alcalá Zamora, le nombrase Director del Museo del Prado, ni que un año después le nombrase embajador de España en Londres, cuando ya era uno de los 13 diputados que había sacado la «Agrupación» en las elecciones Generales Constituyentes. Marañón Moya dice a este respecto: «Pérez de Ayala tampoco fue un eficaz director del Museo del Prado. Iba poco por el museo y casi nunca convocó a su patronato. Sí fue excelente embajador. Era muy amigo del príncipe de Gales y su misión en Londres la cumplió a la perfección. Yo estuve un par de días en la embajada, amablemente invitado por él, con otro amigo, Javier de Aznar, de las navieras Aznar, de Bilbao. Ayala, de familia burguesa modesta, de humilde economía -dicho esto en honor suyo-, vivió siempre para gran señor y allí, por los salones de la embajada, se movía como embajador pura sangre. Decía Javier Aznar: «Ramón, cuando le parió su madre, ya era embajador.«

Fueron 4 años, y a pesar de lo bien y feliz que fue durante esa etapa de su vida, con la llegada del Frente Popular en febrero del 36 ya no dudó y presentó su dimisión. Aquella República ya no era la República por la que tanto habían luchado sus amigos Ortega, Marañón y él mismo antes y después del 14 de abril. Así que en cuando pudo cogió las maletas y se volvió a Madrid, cuando todavía humeaban los restos de las Iglesias y los Conventos quemados por los «rojos» (el primero que se había llamado a sí mismo «rojo» fue Largo Caballero al salir de la cárcel donde había permanecido condenado por el fallido Golpe de Estado del 34).

Cuando la Guerra Civil

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Y, naturalmente, al llegar a Madrid lo primero que hizo fue reunirse con sus amigos Ortega y Marañón para comentar la marcha de la República y la situación general de España.

–       Ramón, siento decirte que esto ya no es la República que nosotros soñamos – dijo Ortega nada más sentarse ante un café – España se hunde y estos locos quieren traernos un dictadura del proletariado. Ya lo dije entonces y me quede corto, «No es esto, No es esto»… No debimos apartarnos y dejarlos solos

–       ¿Y qué podemos hacer ahora? – preguntó tímidamente Pérez de Ayala.

–       ¿Ahora? – se preguntó Marañón –… ahora, rezar. Si Dios no lo remedia esto, es decir nuestra España, a no tardar mucho será un infierno… si ya se están matando unos a otros en las calles y se odian a muerte.

–       ¡La Guerra Civil!… a eso estamos abocados, ya sólo falta la chispa que incendie el polvorín – replicó Ortega.

–       ¿Y no hay ningún «cirujano de hierro» a la vista?

–       Desgraciadamente, no, porque también el Ejercito esta superdividido…

–       Bueno… – y Marañón bajó incluso el tono de su voz – por ahí se dice que hay un grupo de generales que están estudiando la fórmula para poner orden en este caos y detener el avance Comunista

–       Pero ¿y Azaña? ¿no puede hacer nada como Presidente de la República?

–       Azaña es peor que ellos – replicó Ortega – Azaña ya sólo es un títere y además, según me dicen, está hundido y desmoralizado.

–       Eso no me sorprende – intervino Pérez de Ayala –. Cuanto se diga de los desalmados mentecatos que engendraron y luego nutrieron a los pechos nuestra gran tragedia, todo me parecerá poco… Lo que nunca pude concebir es que hubiesen sido capaces de tanto crimen, cobardía y bajeza. Hago una excepción. Me figuré un tiempo que Azaña era de diferente textura y tejido más noble… En octubre del 34 tuve la primera premonición de lo que verdaderamente era Azaña. Leyendo luego sus memorias del barco de guerra —tan ruines y afeminadas— me confirmé. Cuando le he visto, después de mi llegada de Londres, siendo ya Presidente de la República, me entró un escalofrío de terror al observar su espantosa degeneración mental, en el breve espacio de dos años, y adiviné que todo estaba perdido para España.

–       Pues, perdida está, perdidos estamos todos – dijo el Doctor Marañón

¡Ay!, pero lo peor vino días después, cuando el 13 de julio saltó la noticia del asesinato de Calvo Sotelo, porque todos se dieron cuenta que aquello era ya la Guerra Civil. Y así fue, ya que a los 5 días se sublevó parte del ejército y llegaron las bombas y los cañones.

Aquel mismo día Marañón se marchó a su «cigarral» de Toledo y Pérez de Ayala y Ortega se encerraron en sus casas, a la espera, ¡ilusa espera!, de que «aquello» sólo iba a ser un golpe de estado. Error manifiesto, de ahí que sus vidas comenzaran a correr peligro.

Y así tuvieron que afrontar la humillación a la que les sometieron, un grupo de milicianos con las armas en la mano y apuntándoles al pecho, cuando les obligaron a firmar un «Manifiesto de Adhesión al Gobierno» o morir en el acto. Manifiesto que Ortega (como ya se ha contado en otro lugar) rechazó en un  primer momento y Pérez de Ayala firmó sin dudarlo (igual harían también Marañón, Menéndez Pidal y otros). Pero Pérez de Ayala esa misma tarde ya no lo dudó y organizó que sus hijos, Juan y Eduardo, se incorporasen al ejercito sublevado (y como soldados de Franco lucharon toda la Guerra) y él mismo organizó su salida de España. Y se sabe que ya el mes de septiembre estaba en París con su mujer, la norteamericana Mabel Rick.

Sería un destierro largo, que le llevó primero a Biarritz y más tarde a Buenos Aires, donde permanecería, como agregado de la embajada de España, hasta su regreso en 1954, aunque pudo volver antes y de hecho estuvo en Madrid en 1949 para resolver algunos asuntos personales.

Sin embargo, hubo algo que jamás le perdonaron las Izquierdas, ni siquiera cuando ya estaban todos en el exilio. Fue la «Carta abierta» que publicó el 10 junio de 1938 en el diario londinense «The Times«, de la que reproducimos este párrafo:

«La República española ha constituido un fracaso trágico. Sus hijos son reos de matricidio… He profesado al general Franco mi adhesión, tan invariable como indefectible. Me enorgullece y honra tener mis dos hijos sirviendo como simples Soldados en la Primera Línea del Ejército Nacional.»

¡Ay!, pero el destino todavía había de mandarle otra pesadumbre, por si no había sido suficiente la Guerra Civil y el Exilio, por duplicado: su hijo mayor murió muy joven de un cáncer galopante y a su otro hijo por un caso de gangrena le tuvieron que amputa una pierna… y eso si que acabó con su fortaleza. Por eso su vuelta a España fue un verdadero «Viacrucis» y casi se olvida de que existía el mundo.

Según Marañón Moya, su mujer, la norteamericana Mabel,  le traía en una bandeja su cena. Pero él estaba con sus whiskies y apenas probaba la comida, que era casi todas las noches la misma: huevos pasados por agua; merluza y una jarrita de vino tinto. Ramón lo rechazaba todo, sistemáticamente, y decía con voz irritada: «No tengo apetito, Mabel. Los huevos se los devuelves a sus gallinas; ésa merluza es falsa, porque es de río; y el tinto de Valladolid, envíaselo a Marañón, que no entiende ni torta de vinos».

Sólo  se alegraba algo cuando los amigos fieles le visitaban al caer la tarde (Miguel Pérez Ferrero, Marino Gómez Santos, Luis Calvo, entonces director de ABC, César González Ruano, Juan Belmonte, Sebastián Miranda y los doctores Marañón y Teófilo Hernando) porque al final todos acababan cantando el «Asturias Patria querida. Asturias, de mis amores…» y a aquel hombre postrado y triste se le encendían los ojos y acababa él también cantando la canción de sus amores.

Autor

REDACCIÓN