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«Llevé durante muchos años y sometida a alternativas, como era natural dado el carácter de don  Miguel  de  Unamuno,  una  buena  amistad  con  él,  admiración  por  sus  virtudes,  reproche  de  discípulo desengañado por sus grandes defectos. José Antonio la conocía, y como sentía un fuerte deseo por ser presentado al viejo rector, le prometí hacerlo. Don Miguel, hombre de fácil acceso, asintió encantado a mi propuesta. 

 

El día 10 de febrero de 1935 se celebró en Salamanca el primer mitin de Falange Española de las J. O. N. S. en la provincia. Dos horas antes acompañé a José Antonio y a Sánchez Mazas a casa  de  don  Miguel,  en  la  calle  salmantinísima  de  Bordadores,  junto  a  la  «Casa  de  las  Muertes».  

 

Entramos  los  tres  en  aquel  frío  despacho  donde  don  Miguel  escribía,  sin  brasero,  como  si  le  calentase y sostuviese su ardor interior. La estancia era para mí familiar, aun cuando hacía varios años  que  no  ponía  mis  pies  en  ella.  En  sus  últimos  años,  y  no  obstante  su  poderoso  talento,  el  maestro  no  era  capaz  de  substraerse  a  manías  y  preocupaciones  que  enturbiaban  aquel  ingenio  maravilloso que años antes era un venero de cultura, de espiritualidad y de ironía. 

 

Curioseamos por las estanterías, sobrecargadas de libros. Había sobre la mesa de trabajo unas cuartillas comenzadas, donde don Miguel, con aquella su letra casi microscópica, volcaba sus paradojas y sus ideas. Sería quizá algún artículo para América o para la Prensa de Madrid, porque el  autor  de  «La  vida  de  Don  Quijote  y  Sancho»  era  ya,  sobre  toda  otra  cosa,  un  periodista.  Unos  minutos después entró don Miguel sin hacer ruido, por ir calzado con unas zapatillas de abrigo. Yo pensé que también sería interesante algún día escribir un «Don Miguel en zapatillas», tal como se hizo con Anatole France. 

 

—Buenos días, don Miguel. Aquí tiene usted a José Antonio y a Rafael Sánchez Mazas—le dije yo presentándole a mis camaradas. 

 

Don Miguel les dio su mano pequeña y sarmentosa, mientras inquisitivamente se fijaba en José Antonio, que se sentía un poco cohibido en presencia de aquel hombre, todavía en la belleza de  su  noble  senectud  —más  alto  quizás  que  él  mismo—,  que  tantas  ferocidades  había  dicho  y  escrito de su padre. Y como acostumbraba a hacerse el dueño de la conversación, sin andarse con rodeos, Unamuno se encaró con Sánchez Mazas y le dijo: 

 

—Usted y yo somos un poco parientes. 

 

Y en tanto que Rafael sonreía con su perfil de pájaro mejor que con su boca, halagado por aquel  parentesco,  el  viejo  bilbaíno  que  fué  siempre  don  Miguel  hizo  una  incursión  por  su  genealogía  y  la  de  Sánchez  Mazas,  aludiendo  a  personas  y  anécdotas,  como  si  rehuyera  hablar  directamente con José Antonio. 

 

Como hacía mucho frío, estuvimos de pie un buen rato. Luego don Miguel ocupó su sillón de cuero y nos sentamos sobre sillas de enea. Y agotado el tema del bilbainismo y del parentesco, don Miguel volvió a dirigirse a José Antonio: 

 

—Sigo los trabajos de ustedes. Yo soy sólo un viejo liberal que he de morir en liberal, y al comprobar que la juventud ya no nos sigue, algunas veces creo ser un superviviente. Cuando de estudiante me puse a traducir a Hegel, acaso pude ser uno de los precursores de ustedes. 

 

—Yo  quería  conocerle,  don  Miguel—vino  a  decir  José  Antonio—,  porque  admiro  su  obra  literaria  y  sobre  todo  su  pasión  castiza  por  España,  que  no  ha  olvidado  usted  ni  aun  en  su  labor  política de las Constituyentes. Su defensa de la unidad de la Patria frente a todo separatismo nos conmueve a los hombres de nuestra generación. 

 

—Eso  siempre.  Los  separatismos  sólo  son  resentimientos  aldeanos.  Hay  que  ver,  por  ejemplo,  qué  gentes  enviaron  a  las  Cortes.  Aquel  pobre  Sabino  Arana  que  yo  conocí  era  un  tontiloco. Maciá también lo era, acaso todavía más por ser menos discreto. Estando yo en Francia, cuando la Dictadura, se empeñó en que hablásemos en un mitin contra «aquello». Yo me negué. Y él lo hizo ante unos cientos de curiosos a los que se empeñó en hablarles en catalán, siendo así que la mayoría de los españoles presentes no le entendían. Era un viejo desorbitado, absurdo. 

 

Don  Miguel  había  aludido  a  la  Dictadura.  Habían  ya  transcurrido  cuatro  años;  pero  en  la  sensibilidad de José Antonio—orgulloso de su padre por amor y por reacción contra todo un mundo de  hostilidades—,  la  menor  alusión  al  septenio  de  gobierno  de  su  padre  le  ponía  nervioso.  Sin  darse cuenta, don Miguel siguió «metiéndose» con Maciá, por su grotesco intento de Prat de Molió, aludiendo duramente a los manejos policíacos que aprovecharon la manía del «Avi» para lograr un efecto político. 

 

Intervine a tiempo. José Antonio me miraba inquieto. 

 

—Bueno, don Miguel. Aquello del padre de José Antonio es ya historia. Díganos cuándo le apuntamos para Falange. 

 

Don Miguel sonrió. Los ojos le brillaban de malicia. 

 

—Sí; aquello es historia. Y lo de ustedes es otra historia también. Yo jamás me apunté para nada.  Como  tampoco  jamás  me  presenté  candidato  a  nada;  me  presentaron.  Pero  esto  del  fascismo yo no sé bien lo que es, ni creo que tampoco lo sepa Mussolini. Confío en que ustedes tengan,  sobre  todo,  respeto  a  la  dignidad  del  hombre.  El  hombre  es  lo  que  importa;  después  lo  demás,  la  sociedad,  el  Estado.  Lo  que  he  leído  de  usted,  José  Antonio,  no  está  mal,  porque  subraya eso del respeto a la dignidad humana. 

 

—Lo nuestro, don Miguel—le dijo José Antonio—, tiene que asentarse sobre ese postulado. Respetamos  profundamente  la  dignidad  del  individuo.  Pero  no  puede  consentírsele  que  perturbe  nocivamente la vida en común. 

 

—Pero yo confío en que no lleguen ustedes a esos extremos contra la cultura que se dan en  otros  sitios.  Eso  es  lo  que  importa.  No  es  posible  que  la  juventud,  por  muy  estupidizada  que  esté,  y  yo  lo  creo  sin  ánimo  de  molestarles,  caiga  en  el  horror  de  creer  que  el  pensar  es  una  «funesta  manía»;  la  funesta  manía  de  pensar  de  aquellos  bárbaros  de  Cervera.  Por  cierto  que  el  otro día, y con motivo de una huelga en la Universidad, recibí a un grupo de muchachos de los de ustedes. Les pregunté qué querían; qué era eso de la Falange. 

 

—Estarían  aturdidos  ante  usted  y  no  sabrían  explicárselo—corté  yo  antes  de  que  don Miguel lanzase contra ellos alguno de sus trenos. 

 

—No  sé.  Pero  no  sabían  bien  lo  que  querían.  Y  eso  me  prueba  que  hay  un  peligro  de  desmentalización de los muchachos. No conviene que ustedes acentúen esa tendencia pasional.

—Pero usted, don Miguel—dijo Sánchez Mazas—, ha escrito a veces otra cosa. 

—Acaso. Llevo ya más de cuarenta años de escritor y unas veces me olvido de lo que dije y otras  me  contradigo  y  repito.  Eso  es  lo  humano.  Una  vez,  siendo  presidente  de  unos  Juegos  Florales o algo así, envió un chusco amigo mío una poesía que a mí me «sonaba» al leerla. No me gustó;  no  la  premiamos  ni  mencionamos  siquiera.  Luego  resultó  que  era  mía  y  que  yo  no  me  acordaba de ella. Eso me pasa con las ideas y con los pensamientos. Pero crean ustedes que hay un  peligro  terrible  para  la  cultura  y  el  espíritu  en  que  se  lance  a  la  juventud  a  la  borrasca  de  la  pasión y no a la tarea de pensar y criticar. 

 

—Estamos necesitados, don Miguel, de una fe indestructible en España y en el español—aseveró José Antonio. 

 

—¡España! ¡España! 

 

Y  ante  este  nombre  sagrado,  que  sus  labios  proferían  con  unción,  rescatando  tanta  paradoja   egolátrica,   don   Miguel   se   emocionaba.   Estaban   ante   él   tres   hombres   jóvenes,   exasperados  y  vehementes,  que  habían  formado,  con  otros  de  su  generación,  una  compañía  catilinaria  para  exaltar  la  Patria.  Y  en  aquel  momento  don  Miguel,  el  viejo  liberal  «del  liberalismo  que  es  pecado»,  aquel  contradictorio  y  apasionado  don  Miguel  era  como  si  sintiera  nuestras  mismas  preocupaciones,  participando  de  nuestra  exaltación  contra  todos  los  malandrines  que  no  sabían entender ni sentir lo que la Patria es y representa. 

 

—Muchas veces—decía el rector mirando a los árboles de las Úrsulas, desnudados por el invierno— he  pensado  que  he  sido  injusto  en  mis  cosas;  que  combatí  sañudamente  a  quienes  estaban enfrente; acaso quizás a su padre. Pero siempre lo hice porque me dolía España, porque la quería más y mejor que muchos que decían servirla sin emplearse en criticar sus defectos. 

 

—También  nosotros,  don  Miguel,  hemos  llegado  al  patriotismo  por  el  camino  de  la  crítica. 

 

Eso lo he dicho yo antes de ahora—dijo José Antonio—. Y hoy, en esta Salamanca unamunesca, voy  a  decir  a  quien  nos  escuche  que  el  ser  español  es  una  de  las  pocas  cosas  serias  que  se  pueden ser en el mundo. 

 

—Muy bien. Pero sin xenofobia. ¡El hombre, el hombre! Y también el español y España. Y los valores del espíritu y de la inteligencia. Pero cuidado con que ustedes aticen esa propensión a desmentalizarse que tienen nuestros muchachos. 

 

Volvía don Miguel a su cantata. Y con la desenvoltura de mi confianza, yo le dije de nuevo: 

 

—¿Por qué no nos ayuda usted en la lucha contra los separatismos? En el fondo, nosotros somos   sus   discípulos   y   hemos   aprendido   en   usted   a   sentir   a   España,   con   orgullo,   apasionadamente. Pero son los liberales, los hombres retrasados del XIX, los que ponen en peligro la Patria. 

—Usted repite mucho esa tontería de Daudet sobre el «estúpido siglo XIX». Pero eso no es verdad. Yo lo defiendo. Vivimos ahora mismo de su herencia. Incluso lo de ustedes tuvo en él sus primeros maestros. Después de Hegel, Nietzche, el conde José De Maistre, aquel gran desdeñoso que gritaba a sus adversarios: «No tenéis a vuestro lado más que la razón…» 

 

—Nosotros no queremos nada con De Maistre, don Miguel—le replicó José Antonio—. No somos reaccionarios. 

 

—Mejor para ustedes. 

 

Se hacía tarde. Me permití indicar que era la hora del mitin. Nos despedimos cordialmente de don Miguel. Pero éste, con asombro nuestro, nos dijo: 

 

—Voy con ustedes.”

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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