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Toledo, celebración de San Ignacio de Loyola, 31 de julio de 1935. Toledo, celebración de San Ignacio de Loyola, 31 de julio de 1936. De la luz a la sombra, de la fiesta al terror, de la alegría al odio, del ruido de un violín al de los fusiles, del vino a la sangre, del roble al ciprés, de la celebración al duelo, de la algarabía al griterío, de la Plaza de Zocodover a la de los Mártires Carmelitas.

 
Cierra los ojos. Éste era el retrato de aquellos dos días separados por otros 365, del progresivo y funesto deterioro de un año de almanaque que, poco a poco, perdía su inocente blancura para teñirse de rojo, el de la crueldad, el de los nuevos dueños de la ciudad que, como una serpiente en el Edén, habían institucionalizado la matanza con la práctica del asesinato indiscriminado. Era el estilo «chekista», de importación soviética, el que fielmente correspondía a las órdenes de gestores internos y externos del rencor que germinaba en nuestra nación.

 
Sólo habían transcurrido unas semanas desde la llegada de los Campbell a Toledo a finales de junio de 1935 y, con la conversión católica de la familia bajo el brazo, habían aterrizado en la ciudad sagrada del pensamiento de Roy Campbell, la impresionante Ciudad Imperial a ojos de un poeta embelesado por su grandeza, agradecido por el calor de su gente, embriagado por el ambiente que se respiraba tras su llegada desde Altea, aquel vergel mediterráneo en el que su fe había alcanzado el cénit abrazando la religión de sus antepasados con todas las consecuencias. 
 
Y su decisivo gesto había sido valiente, acorde con las firmes convicciones recién obtenidas a pesar del riesgo de perder sus vidas por el envenenado y certero proyectil de un francotirador de gatillo fácil. Obviamente, Roy no era amigo del miedo. Prueba de ello, sus anteriores andanzas y enfrentamientos con la autoridad antes del inicio de las hostilidades.
 
En uno de los cafés de Zocodover, los Campbell celebraban la onomástica del día entre vino y limonada en honor del nombre cristiano adoptado por Roy, Ignacio, el 24 de junio de 1935 en Altea. Era parte del compromiso de esa nueva vida de fe con la que se habían identificado en el entorno rural alicantino después de haber abandonado Barcelona y sus continuos disturbios en la primavera de 1935. 
 
Barcelona, Altea, Toledo; todas olían la violencia que se cernía sobre España. Las abubillas que revoloteaban entre las ramas de los árboles así lo presagiaban y el resentimiento se arrastraba como un reptil por las calles, apoderándose de una población que se veía abocada al enfrentamiento civil. A modo de epitafio, lo peor estaba por llegar.
 
Y entre bailes y risas alrededor de la plaza, una tarde de hace 86 años, sonaban las frenéticas cuerdas de un violín con acordes de las Lieder de Franz Schubert. Al arco, el escritor británico Laurie Lee que fue requerido por la imponente presencia y mesa de Roy Campbell y su familia. El joven e imberbe Lee, quemado por el imponente sol de un verano abrasador, no pudo salir de su asombro por la feliz coincidencia de toparse con unos paisanos en aquel emblemático lugar. Eran otros tiempos, otras circunstancias.
 
Un año después, tal día como hoy de 1936, coincidiendo con la misma celebración de San Ignacio de Loyola, la página final del calendario del mes de julio se tornó mortal con la cobarde y definitiva estocada del pelotón de Rosell y el vil asesinato de los siete últimos mártires carmelitas: los padres Nazario, Pedro José y Ramón, además de los hermanos Félix, Plácido, Melchor y Daniel. Todos ellos habían estado al amparo y protección del Dr. Emilio González Orúe, médico del convento carmelita y suegro del heroico capitán Alba, durante días cubiertos por el luto y la oscuridad debido a los asesinatos del resto de miembros de la misma orden.
 
Aquel día, Roy Campbell no tuvo motivos de celebración. La Plaza de los Mártires Carmelitas se iba a convertir en trágico testigo del paseíllo de aquellos hombres hasta el ángulo de la fachada lateral izquierda del convento en el que, ante la presión de una turba de alimañas desposeídas de alma y razón, iban a emprender el camino al martirio y el precipitado encuentro con Dios.
 
Aquel día de San Ignacio de Loyola de 1936, la vida del pasado perdió su valor. El peso de las armas, la fatalidad y la sinrazón fue capaz de desequilibrar la balanza de un presente que, alborotado y desconcertado, tristemente celebraba el adiós de tantos inocentes.
 

Autor

Emilio Domínguez Díaz
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