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El 13 de julio de 1936 España se despertó sacudida por la noticia del asesinato de José Calvo Sotelo, líder de Renovación Española, a manos de la Guardia de Asalto de Indalecio Prieto, que tras personarse de madrugada en su domicilio de la calle Velázquez, conminándolo a acompañarlos, fue tiroteado a quemarropa en una camioneta.

Posteriormente los escoltas depositaron el cadáver en el cementerio del Este donde fue hallado a las pocas horas.

Esa misma mañana, Federico García Lorca, en medio de un ambiente prebélico —Madrid era entonces un hervidero de rumores—, se presentó en la oficina de la revista «Cruz y Raya» para entregarle a su editor y amigo José Bergamín, el manuscrito de «Poeta en Nueva York» — compuesto por una amalgama de papeles mecanografiados y otros escritos a mano, plagados de tachaduras y correcciones— pero al no encontrarse allí lo puso en manos de su secretaria Pilar Sáenz García—Ascot y a continuación le dejó una nota sobre el buró de su despacho: «Querido Pepe, he estado a verte y no estabas. Volveré mañana».

Pero Lorca nunca más volvió…

Tras almorzar en casa de su amigo Rafael Martínez Nadal, Federico tomó la decisión de partir a Granada, creyendo ingenuamente que en su tierra natal estaría libre de peligro.

Manuel Fernández Montesinos, su cuñado, era por aquellas fechas el alcalde de la ciudad de la Alhambra.

Además, Federico, como todos los veranos, tenía una cita inexcusable con su familia en la huerta de San Vicente: la celebración de su onomástica, y la de su padre, el 18 de julio, el mismo día que acabaría estallando la Guerra Civil como si se tratara de una broma cruel del destino.

Fue el propio Rafael Martínez Nadal quien le acompañó a la estación de Atocha en medio de un incesante «ruido de sables».

—Se avecina tormenta y quiero estar a salvo de los rayos —le dijo el poeta entre el tumulto.

Lo que ignoraba Federico es que aquel expreso nocturno del que se despidió de su amigo desde el estribo mientras arrancaba lentamente, entre trompicones y silbidos, no le alejaba del peligro —muy al contrario — le conducía a la boca del lobo, y los túneles en los que se adentró mecido por el traqueteo del tren a lo largo de esa noche oscura e incierta no eran sino un negro presagio. Tal vez por eso, premonitoriamente, Pablo Neruda le sugirió otro título para «Poeta en Nueva York»: «Introducción a la muerte».

Esa fue la última vez que Federico García Lorca, acaso el poeta y dramaturgo más excelso y universal que haya dado España pisó el suelo de Madrid.

Entretanto el original de «Poeta en Nueva York» —fruto del impacto que a Federico le causó el viaje que realizó a la metrópoli norteamericana siete años antes, el verano de 1929, cuando no atravesaba precisamente su mejor momento— emprendería otro azaroso periplo del que nos ocuparemos más adelante.
Aunque su padre sufragó la edición de sus dos primeros libros, con la condición de que estudiase la carrera de Derecho, desaprobaba su estilo de vida, más propio de un diletante— se tomaba la literatura con cierto amateurismo, mostrándose incluso reacio a publicar— que de un «hombre de provecho».
Y eso que ,al menos, la buena crítica que había recibido «Mariana Pineda», estrenada en el teatro Goya de Barcelona por la compañía de Margarita Xirgu con decorados del histriónico Salvador Dalí, contrarrestó el sonoro fracaso cosechado por «El maleficio de la mariposa» —su debut teatral— que fue abucheada por el público sin piedad.

A fin de cuentas, Federico era la antípoda de un tipo pragmático. Parecía vivir en un mundo onírico e irreal.

Ya dijo Baudelaire en «El albatros»:

«El poeta es como ese príncipe de las nubes que en el cielo desafía la tormenta y esquiva las flechas pero en la tierra sus gigantescas alas le impiden caminar».
Pésimo estudiante, su hermano Francisco —cuatro años menor que él— le había «alcanzado» en la carrera de Derecho en la que se licenció a duras penas.
Por si fuera poco, «Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín» fue censurada por obscena e inmoral durante la dictadura de Primo de Rivera ,y se hallaba en pleno distanciamiento de sus amigos Luis Buñuel y Salvador Dalí, que inmersos en la corriente de moda: el surrealismo, desdeñaron con suficiencia su «Romancero gitano», tildándolo de anticuado y aludiendo veladamente a él en la película «Un perro andaluz».

A su madre la tenía engañada, escribiéndole cartas desde Madrid en las que se «inventaba» novias —la homosexualidad era considerado entonces el «pecado nefando»— aunque en realidad tenía el corazón en carne viva tras la ruptura sentimental con el apuesto escultor Emilio Aladrén, el gran amor de su vida según el testimonio de cuantos conocieron verdaderamente al poeta.
—Me lo arrebató Federico —se quejó entonces amargamente la excéntrica pintora Maruja Mallo que se jactaba de practicar el amor libre y había tenido un romance con el escultor cuando ambos coincidieron en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Hijo de un militar zaragozano y una vienesa oriunda de San Petersburgo, Emilio Aladrén tenía los rasgos exóticos y una constitución apolínea— en palabras de Maruja Mallo era un «efebo griego»— y pese a ser heterosexual sucumbió al hechizo de Federico. Las malas lenguas, sin embargo, afirmaban que no era más que un arribista que se arrimó al poeta— cuya cabeza modeló en escayola— para medrar.
Y es que el don de gentes de Federico y su entusiasmo contagioso, le abrieron las puertas de numerosos salones y tertulias de la capital.
Con el tiempo, Emilio Aladrén, una vez terminada la contienda, acabaría esculpiendo en bronce el busto del mismísimo Francisco Franco, Ramón Serrano Suñer, Dionisio Ridruejo y otros prohombres del Régimen.
El joven escultor, tras una tortuosa relación abandonó a Federico por Eleonor Dove, una bella inglesa que llegó a Madrid como representante de la firma de cosméticos Elizabeth Arden.

Así las cosas, su mentor y Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada, Fernando de los Ríos —el mismo a quien Lenin espetó en la Unión Soviética la célebre frase, «Libertad, para qué», originando un cisma en el Partido Socialista que devino en la fundación del PCE—, estrechamente vinculado a la familia —su hija Laura acabaría casándose con el hermano pequeño del poeta, Francisco—, le propuso a su padre, con el pretexto de aprender inglés, que le permitiera acompañarle en su viaje a los Estados Unidos, a lo que su progenitor accedió a regañadientes.

El 16 de junio de 1929, pocos días después de que Lorca cumpliera treinta y un años, Fernando de los Ríos y él, emprendieron aquel periplo que terminaría resultando iniciático y catártico para el poeta.

Tras desplazarse en tren hasta París, aprovechando la estancia en la ciudad del Sena para visitar el Louvre, viajaron desde Calais hasta Dover.
De ahí se desplazaron a Londres, y posteriormente a Southampton, desde donde zarparon rumbo a América el 19 de junio en el lujoso transatlántico R.M.S.Olimpic, gemelo del Titanic, que había zozobrado solo unos años antes al chocar con un iceberg junto a las costas de Terranova.
A lo largo de la travesía, que duró casi una semana— se retrasó un día a causa de la niebla—, Lorca aprovechó el tiempo para leer, escribir y lamerse las heridas…

«Lo más profundo del hombre es la piel», afirmó no sin razón Paul Valery en «El cementerio marino».

 Probablemente aquellos días aún le vino a la cabeza Emilio Aladrén al contemplar el sol, anaranjado y rotundo, hundiéndose lentamente en la línea del horizonte a la hora del crepúsculo, desde la cubierta del barco, acodado en la barandilla, mientras le salpicaba la espuma de las olas y en el cielo revoloteaba una bandada de gaviotas chillonas.

El drama de Federico consistió en enamorarse de hombres heterosexuales como le sucedería años más tarde con Rafael Rodríguez Rapú —«las tres erres», le llamaba él— a quien dedicó los «sonetos del amor oscuro».

Al arribar a Nueva York Federico se instaló en un colegio mayor junto a la Universidad de Columbia donde coincidió con Dámaso Alonso y su esposa, Eulalia Galvarriato. Aunque en un principio le fascinó el prodigioso espectáculo de la Gran Manzana: el bullicio de sus avenidas, los lujosos vehículos, los escaparates de las tiendas, los gigantescos letreros, los imponentes rascacielos, las luces de los teatros de Broadway, los puentes sobre las aguas del río Hudson…al cabo de unas semanas descubrió el lado oscuro de la sociedad estadounidense: Harlem.

Y también la segregación racial, la deshumanización, la mecanización y su sordidez…
 En definitiva, el detritus de aquella civilización.

Con ese cúmulo de impresiones, Lorca comenzó la redacción de «Poeta en Nueva York». Tras un breve paréntesis durante el mes de agosto hospedado en una cabaña en Vermont, rodeado de majestuosas montañas, en plena naturaleza, a orillas del lago Edén, regresó a la gran urbe donde fue
testigo directo con toda su crudeza de las escenas de pánico e histeria que se desataron el «jueves negro», tras el crac bursátil de Wall Street, poniendo fin a los felices años veinte del charleston.

Fruto de esa tempestad de sensaciones nació «Poeta en Nueva York» que había ido cuajando durante aquellos meses: una fusión entre lo más hondo del sentimiento andaluz, que se remonta a la Granada árabe, y la asfixiante modernidad de la metrópoli norteamericana, donde Lorca avizora un nuevo mundo que no le gusta y reivindica el retorno a la naturaleza frente a la alienación de la era industrial.

El resultado de este «cóctel explosivo» es una de las cimas del surrealismo. Al volver de la ciudad de los rascacielos, Federico dio una conferencia en Madrid donde manifestó que Nueva York le sugería dos palabras: geometría y angustia.
A partir de ahí comenzó un período de actividad fecunda y frenética quizás barruntando que se le escapaba la vida como un puñado de arena entre los dedos.
Aunque el entonces ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, calificó despectivamente la empresa como el «dinero de los títeres», auspiciado por Fernando de los Ríos a la sazón al frente de la cartera de Instrucción Pública cristaliza un romántico sueño de Federico, «la Barraca»: un grupo de teatro universitario ambulante que sacó de los anaqueles de las bibliotecas a los clásicos para darlos a conocer al pueblo en las plazas de España.
A esa etapa también pertenece «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías», la elegía dedicada a su gran amigo, muerto a causa de la gangrena tras sufrir una cornada en el muslo en la plaza de Manzanares del Real por el toro «Granadino» —«Ya luchan la paloma y el leopardo»—.

Como es sabido, Ignacio Sánchez Mejías —«Tardará tiempo en nacer si es que nace un español tan rico de aventura»— fue un torero intelectual y polifacético —también jugador de polo, piloto, actor, además de poeta— que congregó en el Ateneo de Sevilla a un elenco de escritores, entre ellos Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Luis Cernuda… para conmemorar el tricentenario de la muerte de Góngora dando nombre a la irrepetible Generación del 27.

Además de macerar «Poeta en Nueva York», Federico durante ésa época escribió profusa y compulsivamente: «Así que pasen cinco años», «Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores», «Yerma», «Bodas de sangre»… y concluyó dos dramas que verían la luz póstumamente: «El público» y su portentosa obra maestra «La casa de Bernarda Alba» con la que probablemente rubricó su sentencia de muerte, y que no sería estrenada hasta 1.945 por su amiga Margarita Xirgu en Buenos Aires.

Cuando el 18 de julio de 1936, Federico y su familia celebraban su santo y el de su padre, entre dulces y licores, tocando festivamente el piano en la huerta de Vicente se les heló la sangre al llegar a sus oídos las primeras noticias del Alzamiento.
Solo dos días después los nacionales tomaron Granada sin apenas resistencia salvo el barrio del Albaicín que no tardó en ser doblegado.

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Aunque el mainstream, aviesamente propalado por la izquierda es que Lorca fue asesinado por sus ideas políticas y por homofobia, a fin de convertirlo en un «mártir laico» de aquella «idílica» Segunda República, la rigurosa y exhaustiva investigación —lindando con lo detectivesco— llevada a cabo por Antonio Caballero en «Las trece últimas horas en la vida de Lorca» —que ya había abordado el asunto en un libro anterior escrito al alimón con Pilar Góngora—, revela, como si desbrozara un tupido bosque, lo que era un secreto a voces entre los lugareños de la zona: la implicación de sus primos como consecuencia de viejas rencillas familiares en el asesinato.

A diferencia de Rafael Alberti, afiliado al Partido Comunista o de José Bergamín, que durante la Guerra Civil presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas, Lorca— sin que eso suponga que viviese instalado en una torre de marfil— no se había significado políticamente, más allá de su inclinación por la República. Tenía amigos de todos los credos —como el mismo José Antonio Primo de Rivera, el poeta Luis Rosales o Ernesto Giménez Caballero— e incluso había acudido invitado a la Italia de Mussolini a dar una conferencia sobre teatro.

Pepín Bello, el escritor ágrafo de la generación del 27 e íntimo amigo de Federico desde los tiempos de la residencia de estudiantes, en el documental de Emilio Ruiz Barrachina «Lorca, el mar deja de moverse» —título extraído de un verso del poema «Asesinato», incluido en «Poeta en Nueva York»— afirma:
 «A Federico no le interesaba nada la política. Vivía por y para la literatura».
Pero sigamos el hilo de la enmarañada —y casi inextricable— madeja de la que tira Antonio Caballero.

A principios del siglo XX, los García Rodríguez —el padre de nuestro protagonista—, los Alba y los Roldán, eran las tres grandes familias de caciques de la próspera comarca de la Vega de Granada que abastecía de productos a toda la zona.

Aunque el retorcido árbol genealógico de estas tres familias endogámicas —ligadas y divididas por predios—, hunde sus raíces en el siglo XVIII, es a partir de la Guerra de la Independencia de Cuba, en 1898 —curiosamente el año que nació Federico, como si llevara escrito en la frente su destino trágico y fatal—, cuando se agravan los conflictos. El padre de Lorca, Federico García Rodríguez contrajo matrimonio con la hija de un adinerado agricultor de Granada de la que enviudó sin descendencia— testando a su favor— lo que originó pleitos con la familia de su primera mujer, Matilde Palacios Rios. En segundas nupcias se casó con Vicenta Lorca— la casa de la huerta de San Vicente se denominó así en su honor—, y tuvo cuatro hijos: Federico, el poeta; Concha, esposa del alcalde de Granada, Manuel Fernández Montesinos; Francisco, el diplomático, casado con Laura, hija de Fernando de los Ríos; e Isabel, la benjamina, que acabaría presidiendo la Fundación.

Tras la independencia de la isla, España deja de importar remolacha. En 1904 el avispado padre del poeta entra como accionista de una Azucarera en Pinos Puente.
Posteriormente, los Roldán —sus parientes— montan otra fábrica, pero el progenitor de Federico compra los terrenos adyacentes para frenar así su expansión.

La cadena de disputas no termina ahí.

En 1918, Federico García Rodríguez —que fue edil en el consistorio de Granada— logra anular el acta de concejal de un Roldán en el Ayuntamiento de Pinos Puente, acusándolo de pucherazo. El abogado de sus parientes es Juan Luis Trescastro, casado a su vez con una prima de la primera mujer del padre de Federico —Matilde Palacios Ríos—, con quien ya litigó por la herencia.
En 1931 Federico García Rodríguez denuncia otra vez a los Roldán por adulterar las aguas del río que riega sus tierras con vertidos contaminantes y les gana el pleito paralizando la producción de la fábrica.
Demasiadas humillaciones…

Por si fuera poco, Federico, semanas antes de que estallara la Guerra había manifestado en la prensa de Madrid que la burguesía granadina era la peor de España y que acababa de concluir una obra sobre la sexualidad en Andalucía.
Se refería naturalmente a «La casa de Bernarda Alba», que leyó en primicia a algunos amigos —entre ellos Dámaso Alonso—, e hizo lo propio en un carmen al establecerse en Granada procedente de Madrid en julio del 36.
Bernarda es un trasunto de Frasquita Alba, su autoritaria vecina de la Asquerosa, la pedanía —rebautizada en los años cincuenta como Valderrubio— en cuya casa transcurre la monumental obra, y tiene sometidas a sus hijas, que suspiran por «Pepe el Romano», el personaje inspirado en José Benavides Peña, otro pariente de Federico.

Cuando llegó a oídos de sus primos y se vieron reflejados, enardecidos, comenzaron a afilar los cuchillos. Aunque su madre y su hermano le pidieron encarecidamente que modificara los nombres de algunos personajes para no levantar ampollas, el poeta se negó en redondo.
 ¿Por qué lo hizo?

Federico no era precisamente un hombre materialista ni un dinerómano.
Era un soñador. Las lindes, las tierras, los pleitos, los litigios, la política… no eran asunto de su incumbencia. O al menos no tanto como para «señalar» a sus primos en una obra de teatro.

¿Por qué estaba tan dolido? ¿Qué subyacía en ese feroz ataque a los Alba, los Roldán, los Benavides…? ¿Acaso se trataba de alguna afrenta relacionada con su orientación sexual?

Con este caldo de cultivo sus parientes fueron macerando la venganza, espigando motivos para denunciarlo— y convertirlo en el «chivo expiatorio» de su vendetta—: su amistad con Fernando de los Ríos, su simpatía por la República, su homosexualidad…conformaron el «pliego de cargos».
De modo de que cuando—tras la toma de la ciudad por los nacionales— el 20 de Julio del 36 el nuevo Gobernador Civil de Granada —Valdés Guzmán —encargó la formación de las «escuadras negras»— una patrulla paramilitar— a los hermanos Roldán —Horacio y Miguel, primos de Lorca —, éstos hallaron una oportunidad pintiparada para resarcirse valiéndose de la impunidad que les proporcionaba la guerra.
El 9 de Agosto, los Roldán forman parte del registro llevado a cabo en la casa de la huerta de San Vicente, acompañados por otro pariente de Federico, José Benavides Peña—el «Pepe el Romano» de «La casa de Bernarda Alba»—.
 En realidad iban tras los pasos de los hermanos del arrendador de la casa, Gabriel Perea —para ajustar cuentas— pero se topan con Federico a quien insultan y empujan escaleras abajo ,según el testimonio de la criada de su hermana Concha, Angelina Cordobilla.
Federico, asustado, se refugia en casa de sus amigos falangistas, los Rosales, creyendo inocentemente que ahí estaría a salvo, y se instala en la planta de arriba, donde lee y toca el piano.
Pero una mañana imprudentemente sale a comprar tabaco, alguien lo reconoce y da un chivatazo; aunque otra versión apunta que es su propia hermana Concha, en un posterior registro en la casa de la huerta de San Vicente quien cuando preguntan por Federico, temiendo que al no encontrarlo allí hicieran daño a su padre o lo detuviesen como represalia, les dice que ha ido a ver a sus amigos falangistas los Rosales creyendo que así los disuadiría.
Sin embargo, el 16 de Agosto, alrededor de la una de la tarde arrancan —según las pesquisas de Antonio Caballero— «las trece últimas horas en la vida de Lorca».
Tras rodear la casa de los Rosales con un gran dispositivo policial y guardias apostados en las azoteas, un contingente encabezado por Ramón Ruiz Alonso —estrechamente vinculado a los Roldán— pregunta por Federico, con quien se ceba el mal fario:

En ese momento no se halla en la vivienda—considerada en Granada el Cuartel General de Falange—ninguno de los hermanos Rosales.
Sólo su madre, Esperanza Camacho, y no puede impedir que se lo lleven al Gobierno Civil en un vehículo que le aguarda en la puerta con el motor encendido.
Se trata de un oukland, y al volante se halla un viejo conocido de la familia García Lorca: Juan Luis Trescastro, el abogado de los Roldán en el contencioso del pucherazo del Ayuntamiento de Pinos Puente y también pariente del padre del poeta, por quien siente una profunda inquina.
La suerte de Federico está echada.
Manuel de Falla, gran amigo de la familia trata de interceder por él infructuosamente y también su amigo Luis Rosales.
Aprovechando la ausencia del Gobernador Civil —Valdés Guzmán—, sustituido por Velasco Simarro esos días, los acontecimientos se precipitan.
Esa misma noche lo llevan al cobertizo la colonia— la antesala de la muerte—, donde la Parca ya blande su guadaña.
Alrededor de las cuatro de la mañana— siempre según la minuciosa investigación de Antonio Caballero— dos camiones embocan la carretera de Alfácar.
 En el interior de uno de ellos se halla Federico, y sus compañeros en aquel último viaje : Dioscoro Galíndez— el maestro ateo y cojo de Pulianas que soliviantaba a los padres de los alumnos del Instituto porque decía a los niños que Dios no existía—, y dos banderilleros anarquistas que habían participado en la defensa del Albaicín: Juan Arcollas y Francisco Galadí.
 Aunque Federico trata de hilvanar alguna de las oraciones que le enseñó su madre cuando era niño presa del miedo y el nerviosismo no le vienen a la mente.
 Los camiones se detienen al llegar al barranco de Viznar.
Y allí ,en mitad de la noche cerrada, junto a una hilera de olivos, iluminados por la luz de los faros de los camiones, como si fueran los focos de la coreografía de una de sus obras, genuflexos y de espaldas, Federico y sus tres acompañantes son acribillados a balazos con pistolas Aspen y fusiles Mauler por un pelotón entre quienes se encuentra Antonio Benavides, primo de la primera mujer del padre de Lorca— Matilde Palacios Rios —.
Otra vez los lazos de la sangre.
Y de nuevo para anudarse como un soga al cuello de Federico.
 «La naturaleza imita al Arte», dijo Óscar Wilde en «La decadencia de la mentira», como si la vida también en este caso emulara el sentimiento trágico omnipresente en la obra de Lorca, con la Luna, que tantas veces había invocado en sus poemas, flotando en el cielo en cuarto menguante, oculta por las nubes, sin querer ser testigo de su asesinato.
 Tras enterrar los cadáveres, hacinados en una fosa, los camiones regresaron a su punto de partida cuando soplaba el relente del alba aunque el eco de aquellos disparos desnudos todavía resuena en la bóveda de la Historia.
 En la anatomía del asesinato de Federico, sus primos están presentes en todos los momentos clave, como si fuesen las piezas de un puzle que encajan perfectamente.
Horacio y Miguel Roldán participan en el registro de la huerta de San Vicente, y también José Benavides Peña— Pepe «el Romano» en la casa de Bernarda Alba—;
Juan Luis Trescastro, el abogado de los Roldán aparece conduciendo el vehículo que transporta a Federico desde la casa de los Rosales hasta el Gobierno Civil; y, finalmente, Antonio Benavides Benavides es quien junto a media docena de hombres, aprieta el gatillo dando el tiro de gracia a Federico.
 El asesinato de Lorca, por consiguiente, no obedece a razones ideológicas ni homófobas y todavía menos va acompañado metafóricamente del grito «Muera la Inteligencia» como ha propagado espuriamente la Izquierda.
Se trata, simple y llanamente, de uno de tantos dramas rurales acaecidos entre familias que se profesaban un odio atávico y ancestral, y saciaron su sed de venganza al amparo de la Guerra Civil, segando agrazmente, en éste caso, eso sí, la vida de un escritor descomunal en plena efervescencia creadora.
 En esa misma línea, años atrás, ya se había manifestado Francisco Umbral en su audaz ensayo «Lorca, poeta maldito»,
que tampoco considera el asesinato de Lorca un crimen político.
 Gran conocedor de la condición humana— y su avilantez— nuestro premio Cervantes aún va más allá, y analiza antropológicamente el caso.
 «Lorca —afirma textualmente Umbral— no muere a manos de uno de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil. A Lorca lo mata la envidia nacional o ni siquiera eso, la envidia local».
Y establece un paralelismo entre su muerte y la de Antoñito el camborio, como si el poema escrito por Lorca—incluido en el «Romancero gitano» —fuese una premonición de la muerte del poeta de Fuente Vaqueros, ahondando en algo que ha pasado inadvertido— deliberadamente o no— para la mayoría de sus hagiógrafos y exégetas.
Dice textualmente Umbral:
«Al camborio le quitan la vida sus cuatro primos Heredia, hijos de Benamejí. Lo que en otros no envidiaban, ya lo envidiaban en mí.
 Zapatos color corinto, medallones de marfil.
 Federico García Lorca ha erigido aquí el monumento nefasto a la pasión que nos pierde a los españoles: la envidia.
 Y concretamente la envidia de lo inmediato, la envidia de quien tenemos más cerca, de quien incluso queremos.
 En otros no envidiaban los cuatro primos Heredia los zapatos color corinto ni los medallones de marfil. En el camborio, sí, porque era su primo. España es un país de envidiar a los hermanos, a los primos, a los primos hermanos.
 No descubrimos nada—prosigue Umbral— señalando la envidia como pecado capital de España, pero sí, quizá, señalando este poema de Lorca como máximo poema de la envidia en toda la literatura española.
 El poema de Antoñito el camborio presenta una asombrosa identidad con la muerte de Federico García Lorca. La pequeña y afilada envidia provinciana española…
Pero, sobre todo, además de los zapatos y los medallones, lo que envidiaban a Antoñito—Lorca sus primos de paisanaje, de vecindad, eran otros «medallones», su talento y su gracia, su genio y su misterio.
El pueblo español no perdona esas cosas, generalmente porque no las entiende, pero le hacen intuir que hay una vida y una raza menos sórdida que las suyas. La ignorancia potenciada por la envidia lleva al odio, y el odio al crimen.
Federico García Lorca, sin quererlo, traza el dibujo de su propia muerte en este romance sobre el paisaje andaluz.

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Federico García Lorca «viva moneda que nunca se volverá a repetir» no muere a manos de uno de los contendientes en nuestra Guerra Civil. Federico García Lorca muere a manos de la envidia nacional, porque
la Guerra Civil es la apoteosis de la envidia».
Zanja clarividentemente Umbral.

Si la misericordia es la tristeza por el mal ajeno, la envidia es la alegría por el mal ajeno.
Pero, naturalmente, no por formar parte de la idiosincrasia española la envidia deja de ser un sentimiento universal.

Envidia es lo que siente Caín por su hermano Abel, y por eso lo mata con la quijada de un asno.
Y los hijos de Jacob y Raquel, que arrojan a su hermano José, del que sienten celos porque es el predilecto de su padre, a un pozo sin agua y, tras manchar sus ropas con la sangre de un lobo al que degüellan, lo venden como esclavo a unos mercaderes haciendo creer a su progenitor que ha muerto. El órgano de la envidia son los ojos, pero el envidioso no mira de frente, sino de reojo, y lo que en ella subyace es una suerte de admiración… invertida.

Distinta suerte corrió el manuscrito de «Poeta en Nueva York» que Lorca depositó en la oficina de la revista «Cruz y Raya» antes de partir a Granada en aquel expreso nocturno de Andalucía.

Una noche de bombardeos, Pilar Sáenz García Ascot armándose de valor acudió a recoger el documento a la oficina de la revista «Cruz y Raya» y posteriormente se lo entregó a Bergamín quien se lo llevó consigo a París, donde trató de publicarlo sin éxito a través del poeta Paul Eluard— ex pareja de Gala, la musa de Salvador Dalí.

Tras partir a Méjico —en mayo de 1939— apenas unas semanas después de que terminara la Guerra, donde la colonia de exiliados republicanos se mostraba muy activa, Bergamín logró que al fin viera la luz en la editorial Séneca con la inestimable ayuda del acaudalado Jesús Ussía Oteyza, que financió el proyecto.
 Al emigrar Bergamín a Venezuela en 1947 se lo confió a su benefactor, quien tras divorciarse de su mujer— Rafaela Arocena— y antes de regresar a España, le pidió a su tío Ernesto de Oteyza y de la Loma— parientes ambos del autor de estas líneas— que lo custodiara.

Prosiguiendo con este galimatías propio de una novela de intriga, al fallecer Jesús Ussía, su tío Ernesto de Oteyza le devolvió el manuscrito a su viuda —Rafaela Arocena—quien posteriormente trabó amistad con Manolita Saavedra —una reputada actriz mejicana que había interpretado la obra de Lorca en el teatro y declamaba sentidamente sus poemas— y a quien se lo acabaría regalando a modo de legado.
La intérprete mejicana que también compartió cartel en el cine con Cantinflas y Libertad Lamarque, cuando declinaba su estrella— tras aparecer fugazmente en banales telenovelas—, para aliviar su precaria economía decidió que le tasaran el manuscrito en Christie’s debidamente autenticado por un experto británico en Lorca, trasladándose desde Cuernavaca a Londres.

Cuando en la prestigiosa Galería de Arte le comunicaron que su valor en el mercado ascendía a 240.000 dólares, los ojos le hicieron chiribitas, pero el mismo día que se disponía a venderlo, la subasta fue paralizada por una demanda interpuesta por los herederos de Lorca alegando que el texto era de su propiedad.
El documento permaneció custodiado en una caja fuerte de Londres a la espera de la resolución judicial sobre su titularidad.

Al cabo de casi cuatro años, el Tribunal Superior de Justicia londinense falló a favor de Manolita Saavedra considerando que le pertenecía por usucapión.
En junio de 2003 la Fundación Lorca lo adquirió mediante subasta por 160.000 euros— incluyendo las comisiones de Christie’s, alrededor de doscientos mil—.
La odisea del manuscrito concluyó, para cerrar el círculo, donde se gestó: en Nueva York.

En 2013 la mítica Biblioteca Pública de la Gran Manzana, sita en la Quinta Avenida, lo expuso junto a otros objetos personales del poeta bajo el título «Back tomorrow» —«Volveré mañana»— aludiendo a la nota que Lorca dejó escrita a Bergamín en la oficina de la revista «Cruz y Raya» el 13 de julio de 1936, justo antes de partir a Granada de donde nunca más regresó.

El destino quiso que, tras volver de su exilio en Nueva York, Isabel García Lorca, la hermana de Federico, viniera a vivir a nuestra casa de Madrid en la calle Joaquín Costa número 47, cuando mi padre era ministro de Franco y un policía custodiaba el portal.

Siendo yo un niño me topaba en el ascensor con aquella elegante dama, menuda y pizpireta que siempre me sonreía amablemente. Nosotros vivíamos en el cuarto izquierda y ella en la segunda derecha. Cuando yo bajaba por la escalera, en el rellano, frente a la puerta de su piso, a veces escuchaba las notas de un piano; acaso era ella quien lo tocaba —evocando el paraíso perdido de su infancia en la huerta de San Vicente, acompañada por Federico, Juan Ramón Jiménez y Manuel de Falla— o alguno de sus sobrinos, también melómanos.
Su hermana Concha había fallecido en accidente de tráfico en los años sesenta.
En su hermoso libro de memorias, «Recuerdos míos», escrito en colaboración con la periodista Ana Gurruchaga y galardonado en 2.002 a título póstumo con el premio Comillas de Autobiografía, Isabel relata el impacto que le causó la muerte de su hermano, de la que se enteró en Madrid al coger el teléfono en casa de Bernardo Giner de los Ríos.

—Han matado a Federico…—le soltaron a bocajarro desde el otro lado de la línea.
En ése instante se le cayó de las manos el auricular negro que estuvo un rato balanceándose a la vez que golpeaba la pared una y otra vez…
A aquella fascinante mujer, discípula de Pedro Salinas y Jorge Guillén; amiga de Marguerite Yourcenar, a la que trató asiduamente en su «destierro»— como a ella le gustaba decir— en Nueva York, la ví por última vez en el teatro Martín.
Yo era entonces un joven estudiante de Derecho con veleidades literarias. Me acerqué a saludarla en el entreacto, mientras tomaba un refresco en el ambigú.
Corría el año 82 y se interesó gentilmente por mi madre— mi progenitor había fallecido ése mismo año— y con ambos mantuvo siempre una estrecha relación de vecindad. Comentamos la soberbia interpretación de Carmen de la Maza, metida en la piel de Mariana Pineda, la heroína de la libertad ajusticiada en Granada con garrote vil tras la irrupción de los Cien Mil hijos de San Luis que pusieron fin al trienio liberal. —otro vez la muerte violenta presente en la obra de Lorca, su tema recurrente—.
Me dijo —con su voz rasposa— que se había mudado a un piso en la calle Alfonso XIII. Con la amnistía de 1975, Isabel García Lorca recuperó su plaza de profesora en el Instituto Pardo Bazán, al lado precisamente del teatro en el que nos encontrábamos, aunque ella ya se había jubilado.
Descubrí la poesía con un poema de su hermano. Fue en Liceo Serrano, aquel arcádico colegio que había junto a la plaza de la República Argentina —y del que desgraciadamente mis padres me sacaron para llevarme a otro a las afueras de Madrid, menos familiar, más masificado—.

Fundado por el director de la Real Academia Española, Dámaso Alonso, y su esposa, la también escritora Eulalia Galvarriato— grandes amigos de Lorca—, el Liceo Serrano —en cuyo patio yo arrancaba las hojas de las moreras para alimentar a los gusanos de seda que guardaba en una caja de zapatos agujereada con la punta de un compás— estaba inspirado en los principios de la Institución Libre de Enseñanza y ponía el acento en las humanidades.

Una tarde lluviosa de otoño, mientras la profesora de lengua paseaba entre los pupitres, recitó con su voz aterciopelada y musical «El lagarto está llorando» …

 El lagarto está llorando.
 La lagarta está llorando.
 El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos.
 Lloran porque han perdido sin querer
 su anillo de desposados…
 ¡Ay su anillito de plomo!
 ¡Ay su anillito plomado!…

Al concluir el poema nos explicó lo que era una metáfora:
 —los delantalitos blancos— nos dijo sentándose en el filo de la mesa— son los vientres de los lagartos. Y añadió también que aunque algunas cosas puedan parecer insignificantes, como los anillos de plomo de esa infeliz pareja de lagartos, para ellos tenían un gran valor sentimental.
 A pesar de que yo era un niño percibí que ésas palabras sencillas del poeta rezumaban algo mágico y sutil distinto a los cuentos infantiles que había leído hasta entonces.
 Era, sin yo saberlo, el duende de Federico.
 Era la literatura…

MIGUEL ESPINOSA GARCÍA DE OTEYZA.
ESCRITOR.

 

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REDACCIÓN