La casta política actual, la del Circo/Trampa del 78, nunca ha hecho política. Al principio, mientras se dedicaba a prometer más de lo que cumplía y a hacer bellas proposiciones que nunca tenían resultado, iba sacando, entre col y col, las lechugas de unas corruptelas, siempre multimillonarias, a las que revestía de empaque institucional. Pero aquellas hipócritas justificaciones duraron muy poco, sólo el tiempo en que los forajidos se consideraron blindados frente a la justicia. A partir de lo cual las depredaciones se fueron ampliando en progresión geométrica.
La consecuencia de haberse asegurado la indemnidad penal no podía diferir del caos delictivo y moral que hoy sobrevuela la nación entera. Por eso, ahora, con el Régimen Democrático ya hediendo, el exclusivo desvelo de los transgresores consiste en consumar el ingente latrocinio y la descomunal perversión, tratando de enredarlo u ocultarlo por todos los medios. Y a cambio de sus engaños, envilecimientos, corruptelas y fracasos de todo tipo aún quieren recibir en pago halagos, comprensiones, solidaridades, prestigios y caudales, todo ello, además, desaforadamente y, como decimos, saliéndoles la broma y el destrozo gratis, con absoluta exención. A costa todo del pechero, que siempre paga y además pone la cama.
La experiencia democrática española ha demostrado y nos sigue demostrando que la política, salvando las excepciones precisas, no es el lugar adecuado para un hombre de conciencia, algo que ya sabía Platón hace casi veinticinco siglos. Tal vez por eso nunca Franco se consideró político; ítem más, no dejaba, si venía al caso, de advertir a sus próximos con aquella cáustica reflexión: «no se meta usted en política…». Porque esta bochornosa profesión conocida como política, si antaño tuvo algo de dignidad, ahora sus oficiales la han convertido en un trabajo de ladrones y corruptos. Delincuentes, además, que, dependiendo de la circunstancia, se transforman en magos, alquimistas, astrólogos o simplemente trileros, sin abandonar en todos los casos la presunción, el abuso y la jactancia.
El problema de nuestros políticos de la Transición no consiste sólo en haber empobrecido a la patria con sus negligencias, ineficacias y vicios administrativos y económicos, o en haberla pervertido con sus desenfrenos, sino en haberla despojado de autoridad y traicionado, encamándose con sus más feroces enemigos, ya sean separatistas, terroristas o simplemente hispanófobos interiores y exteriores; aunque lo sensato es sospechar que su actuación se debe a que han sido y son los primeros en odiar o despreciar la tierra en la que vieron la luz, a costa de la cual indignamente medran.
Pero lo terrible es que las muchedumbres les perdonan todas las humillaciones imaginables y, así, se dejan burlar por las promesas del alquimista de turno, que se dice capaz de convertir la quiebra nacional en emporio, mediante su particular piedra filosofal; o por las predicciones del habitual astrólogo que augura una tierra anegada por calamitosas danas y catastróficos deshielos polares; o por las imposturas de los magos que se sacan de la chistera inexplicables pandemias donde no hay más que ingenierías sociales y experimentos científicos metódicamente planificados para reducir la población; o, en fin, por los engaños de artificiosos trileros que profesan saber mucho más de lo que realmente saben.
De los presidentes de Gobierno de la Transición y de sus ministros y asesores en particular, y de la casta política en general, yo no puedo tener peor opinión, pero de este albañal que es ahora España no sólo tienen ellos la culpa. Aquí han sido y son millones los oportunistas que han llevado y siguen llevando el agua a su molino aprovechándose del ambiente delictivo generado por la democracia. Millones los que han medrado a la sombra de instituciones y lóbis. Millones los parásitos de todos los colores que, acogidos en la chusma clientelar o ejerciendo el servilismo y el matonismo, han tenido la suficiente habilidad para enriquecerse o vivir a la sopa boba durante cinco décadas. Vagos y aventureros de fortuna que, a rebufo de la extendida corrupción se han alzado y enriquecido entre los aplausos de una plebe fascinada por el éxito-basura, por la educación televisiva, por la ambición triunfante, por la cultura del hedonismo.
Es obvio que los elegidos para regir el pueblo según su voluntad han de ser hombres de bien, que es lo contrario de lo que ocurre actualmente, pues los que gobiernan hoy las sociedades son gente que tienen dilección a la iniquidad y por lo tanto odian su alma y desprecian al pueblo. La sociedad hoy es gobernada por hombres y mujeres amantes de sí mismos y amadores del dinero. Y así como la serpiente engañó a Eva con su astucia, así es maleada la plebe con la astucia y la demagogia que define la índole de sus gerifaltes.
Pero, incluso ya dicho lo anterior, es preciso insistir en que el problema no radica sólo en Sánchez ni en sus antecesores, aunque hayan contribuido tanto a agigantarlo, pues si así fuera, libre de él, como nos libramos en su día de ellos, España se recuperaría. Algo que, si esto no cambia de raíz, no va a ocurrir. La cuestión tampoco consiste en que no hay líderes vigorosos, ni siquiera líderes normales que tengan un proyecto regenerativo para recuperar a un enfermo moribundo. Un enfermo que para comunicarse con sus victimarios o con sus salvadores, todos ellos compatriotas y común-parlantes, necesita ayudarse de un pinganillo o contar con la presencia de traductores, pues hasta ahí ha llegado la insania.
No. El verdadero dilema reside en que, en gran parte de la ciudadanía española, lo mismo que en sus políticos electos, falta la honra, y también la vergüenza. Pues, aunque se estén paseando, un día sí y otro también, delante de sus ojos los crímenes y los criminales, o les froten ante las narices sus perversiones, les van a seguir premiando con su voto. De ahí que sean los bandidos quienes se eternicen en las poltronas institucionales. Y de ahí que sean inútiles más elecciones democráticas, es decir, tramposas.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Aquí la pinza necesaria la hizo el Vaticano, tras el concilio segundo. A partir de ahí se les ha dicho a los católicos que la democracia y (casi) todas sus perversiones están muy bien y hay que aceptarlas o al menos respetarlas. El concilio segundo fue como la revolución francesa dentro de la Iglesia, y si esto no se arregla, lo demás tampoco podrá arreglarse.
La masónica democracia liberal y su sufragio universal «la mentira universal» (beato pío nono)