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Parece evidente que el Ejército actual ha tenido que separar su ideología profesional de sus prácticas reales. La necesidad de participar en misiones internacionales de todo tipo y el advenimiento de unas fuerzas armadas compuestas exclusivamente por voluntarios ha seguido proporcionando poderosos incentivos para limitar el tradicionalismo, la rigidez y la ceremoniosidad. Nadie ignora, desde luego, que los detallados reglamentos y procedimientos del Ejército se atenúan durante las misiones de servicio, especialmente en combate. La autoridad se basa no tanto en la jerarquía formal y la autoridad legal como en el liderazgo personal y en la capacidad de crear un sentimiento de solidaridad de grupo y de conseguir la máxima eficacia en unidades pequeñas. En el combate real se produce una poderosa expresión de autoridad consensual.
Las tensiones sobre la autoridad no son idénticas en los tres Ejércitos; las fuerzas de tierra son las que han experimentado las mayores dificultades. Para aquellos oficiales de carrera que han permanecido en activo desde el final del antiguo régimen la transformación ha sido espectacular. Ha habido, sobre todo, modificaciones del sistema de justicia militar que han expuesto amplias zonas de la vida militar al examen de los tribunales civiles. De importancia capital ha sido también la redefinición de la jornada laboral en los cuarteles y la adaptación de las actividades a un horario general de ocho a cinco de la tarde, que limita el carácter de institución total de la comunidad militar. El Ejército ha hecho hincapié en un tipo de formación para el liderazgo y la gestión y en procedimientos concebidos para reducir el autoritarismo y la arbitrariedad. Una considerable parte de los oficiales y suboficiales pueden estar convencidos de que estos cambios han sido excesivos y suponen una inclinación desmedida hacia lo civil.
En los años noventa, las autoridades militares tuvieron que hacer frente a la hostilidad de la opinión pública española y a un amplio descontento con el servicio militar obligatorio. Los medios de comunicación resaltaron espectaculares incidentes anti militaristas, dentro y fuera de las bases militares. Por vez primera, las fuerzas armadas tuvieron que encarar un movimiento pacifista persistente y políticamente organizado, movimiento que al margen de sus reducidas dimensiones como quedó explicado en uno de mis trabajos sobre la Región Militar Pirenaico-Occidental, atrajo una considerable atención. Las peticiones pacifistas, los periódicos de la calle y las actividades de un núcleo de activistas radicales se convirtieron en características cotidianas de la vida militar.
La indiferencia y la hostilidad de la opinión pública y el debilitamiento del sentimiento de legitimidad a la hora de defender a la sociedad fueron y son los problemas cruciales en el ejercicio de la autoridad militar. Por primera vez en la historia contemporánea, las fuerzas armadas no se sintieron respaldadas por la población en general.
En el caso de los jóvenes las actitudes negativas hacia el servicio militar obligatorio aumentaron a medida que España se iba adaptando a las organizaciones internacionales de seguridad y defensa.
En consecuencia, la transición a un sistema de efectivos compuestos exclusivamente por voluntarios hubo de realizarse durante un periodo de inmensa presión y turbulencia organizativa. La existencia del poder legislativo y ejecutivo para conseguir un ejército compuesto en su totalidad de voluntarios se apoyó fundamentalmente en un aumento de las retribuciones, a todas luces escasas, para que los empleos militares fueran competitivos con relación a los civiles de su misma función. Sin embargo, el carácter y las cualidades de la vida militar, especialmente sus formas de autoridad y su objetivo visible, las misiones de paz, fueron y son esenciales para el reclutamiento y la retención del personal.
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