03/05/2024 05:51
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Lamento la imagen pública que doy en cumplimiento de las deleznables órdenes que me transmiten mis superiores, supeditados a su vez a las órdenes políticas, contra ciudadanos que se manifiestan con las razones de la legitimidad y la dignidad que les asisten ante un golpe de estado arbitrario, injustificado, provocado por cómodos vividores de la democracia que ahora pretenden destruir. Se me cae la cara de vergüenza por haber golpeado ancianos y lanzar gases lacrimógenos sobre ciudadanos inocentes, y hasta niños, tildados de ultraderecha, como consigna demagógica para señalar a cuantos no comulgan con las falacias de la izquierda ultra radical. Sé que es un tópico, pero desde que llego a casa hasta que me marcho, no me es posible mirarme al espejo sin sentir asco de mí mismo… pero regreso a Ferraz. Soy un robocop frío y articulado de protecciones frente a la ciudadanía. Me muestran ante mi gesto impasible un Rosario, como si fueran a exorcizarme. ¿No comprenden? No soy el que decide qué está bien o qué está mal. No me pagan para pensar, pero tampoco sé si llevo o no el demonio de la soberbia que me impide la humilde reflexión y enfrentarme con la conciencia. Uno se acostumbra a dejar la mente en blanco para escapar de sí mismo. Quizá sea, por encima de todas las apariencias, un redomado cobarde.

En ocasiones pienso que lo sucedido en España es una oportunidad para sembrar esas semillas de voluntad que son meritorias si se esparcen en el suelo fecundo de la responsabilidad personal. Responsabilidad profesional, social y personal. Creo que me importa saber qué rastro voy dejando para que cuando llegue el momento de dar cuentas de mis actos, tenga una calma interior por las decisiones que he tomado. Quizá no soy tan valiente para arriesgar mi sueldo y mi carrera aunque confronte con personas honradas. Vivir no es fácil y tampoco es justo que me compliquen la vida las circunstancias que no he elegido. Soy una pieza más, aunque tenga pensamiento propio me disfrazo con el uniforme que encubre mis razones personales. A veces pienso en esa parábola de los talentos que cuando llega el Señor reprende al criado por haber enterrado el suyo en vez de multiplicarlo. Acaso vestir el uniforme sea una llamada al compromiso moral si no quiero corromper mi vocación de servicio, o en su defecto, mi modo de ganarme la vida. Soy una contradicción. Al menos no soy como otros compañeros que parecen un calco psicopático del señor de La Moncloa que nos tira las migajas de pan en forma de salario del miedo.

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Otras veces me digo que no me corresponde a mí juzgar las circunstancias y sólo soy un mandado pendiente de ganarme el sueldo, aunque a veces parezca que me pagan por abusar contra gente de bien. ¿Qué puedo hacer para no incomodar esta complacencia con la injusticia? Siento que he de sacrificar la reflexión personal si quiero conservar el puesto de trabajo. No sé si es eso cobarde pero seguro que sí es funcional.

Me enorgullece salir con la cabeza bien alta e imponer un respeto artificioso pero yo no dicté las reglas de la vida. La fuerza es un exponente de control social. Puedo ser un agente al servicio del ciudadano o contra él; entonces me convierto en matón de la ley que impone respeto por poder apuntar con un arma, sobre todo a gente indefensa; lo cierto es que cuantos menos riesgos, mejor. Soy humano y confieso que existe un éxtasis intimista que me estimula el ego,  a sabiendas de que me justifican el uso de la fuerza y mis pareceres para considerar si alguien se salta la ley. Confieso que sin ética, sin un pensamiento propio que cuestione la moralidad de las órdenes que recibo, la vida me es fácil y hasta indiferente. Si yo cumplo, no importa que cause daño siendo sólo un mandado. Me debo a la obediencia y a la conveniencia de mis circunstancias. Y he visto tantos desajustes, tanta aberración de unos y otros durante las jornadas de trabajo policial que más me vale callar por si un día soy yo el que se equivoca y necesita ese corporativismo necesario para salir airoso de los problemas; aunque sea el ciudadano quien cargue con los errores.

Con la porra en la mano no miro donde pego salvo a los objetivos de mi agresividad. Me empleo a fondo y es parte de mi entrenamiento, pero las reglas una vez fuera de las formalidades profesionales, las marco yo. Soy humano y puede que si tengo un mal día, luego de desahogarme a golpes con chavales, me quede más tranquilo. La adrenalina fluye a raudales como las endorfinas; durante el desahogo me siento yo mismo.

En ocasiones soy juez y verdugo y en mi trabajo siempre asiste la red del relativismo moral. Si me equivoco en una acción policial, no me importa mandar al calabozo a un ciudadano y enfrentarlo con un juez si con ello me eximo de responsabilidades ante mis superiores o mis propios compañeros. Reconozco que hay que ser muy honrado para portar la placa con absoluta satisfacción pero en la vida nada es negro o blanco y la vida policial conlleva muchos grises, numerosos contrastes morales que si se aplican con absoluta dignidad dejan de ser prácticos porque, dejemos el romanticismo de ser salvaguarda de la ley, a veces la honra con el dictado de la conciencia no es suficiente convicción para salir beneficiado con esta profesión. Me alimenta el ego y me ayuda a mitigar esos complejos inconfesables que probablemente me llevaron a golpear ancianas. No llevo carné político aunque conozco el sectarismo de otros compañeros que de paisano montan el alboroto para justificar la carga policial. Sé que me contempla el mundo, pero la vergüenza es sólo una impresión personal. La placa y sus derechos pesan más que la elección personal. Mañana será otro día más en Ferraz. Mejor la cómoda vergüenza histórica que la osadía de ser incómoda y puntualmente honesto.

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Nota de Redacción: esta carta es ficticia, como para algunos el dictado y la valentía de la conciencia.

Autor

Ignacio Fernández Candela
Ignacio Fernández Candela
Editor de ÑTV ESPAÑA. Ensayista, novelista y poeta con quince libros publicados y cuatro más en ciernes. Crítico literario y pintor artístico de carácter profesional entre otras actividades. Ecléctico pero centrado. Prolífico columnista con miles de aportaciones en el campo sociopolítico que desarrolló en El Imparcial, Tribuna de España, Rambla Libre, DiarioAlicante, Levante, Informaciones, etc.
Dotado de una gran intuición analítica, es un damnificado directo de la tragedia del coronavirus al perder a su padre por eutanasia protocolaria sin poder velarlo y enterrado en soledad durante un confinamiento ilegal. En menos de un mes fue su mujer quien pasó por el mismo trance. Lleva pues consigo una inspiración crítica que abrasa las entrañas.
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Daniel

La diferencia es que en la justa medida el ciudadano tendría el mismo derecho en el uso de la violencia, pero no, el estado liberal o comunista, se arroga el uso de la violencia para sí.
Qué diferentes serían las cosas si aún el ciudadano corriente que ve pisoteados sus derechos y razón, pudiera literalmente echarse al monte.
Sin más, cosas del pacifismo progre que lo dirige todo.

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