05/10/2024 21:33
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Hoy me he vuelto a levantar con dolor, con más dolor, con ese otro tipo de dolor incipiente, que, cobarde y sibilino, se atreve a dar la cara sin una terapia adecuada, y, camino a un progresivo estado terminal, se ve agravado por los acontecimientos que la actualidad nos regala de manera envenenada y agridulce con el paso de los días. 
 
No parece que este mundo, nuestra sociedad, nuestros regidores o nosotros mismos hayamos podido encontrar las suficientes dosis analgésicas que nos permitan contrarrestar y mitigar las dolorosas secuelas de este envilecido presente en todas y cada una de las batallas a las que, obligados o señalados, nos invitan a acudir, incluso contra uno mismo o en entornos familiares, en defensa de nuestras tradiciones, virtudes y libertades, esas sobre las que el pensamiento único, la corrección política, el Establishment y los planes o agendas percuten insistentemente para, con malintencionadas alianzas, cubrir las deficiencias de obra y maldad de pensamiento de sus maquiavélicos gestores.
 
«Me duele España», escribió Unamuno hace casi un siglo, y es ese el tipo de dolor que me debilita, me corroe, me deprime, me desangra, me hunde en la más profunda de las miserias a las que me conducen «hunos» y «hotros», siguiendo con términos del discurso unamuniano, en esta parodia actual con reminiscencias orwellianas de aquella ficción distópica, la de «1984», convertida hoy en triste y cruda realidad del cainismo hispano imperante. Divide et impera es la máxima que, ante destacadas ausencias en diversos ámbitos, el poder utiliza en un actual Imperio del Mal en el que el mismísimo Sauron o el propio Julio César no estarían a la altura de las circunstancias.
 
España me duele como irónicamente reflejaba la reciente solicitud de perdón del gran Alfonso Ussía, me sonroja como subraya un acusador Guillermo Garabito en su ataque contra la pedantería cultural, me deprime como cuando Juan Carlos Girauta denuncia sin complejos un sinfín de desmanes y tropelías políticas y judiciales, me encabrona como cuando los incívicos «putinetes» sacan de quicio al incisivo Manuel L. Sampalo, me decepciona como cuando mis capacidades no llegan a las innumerables alusiones de la polifacética Esperanza Ruiz, me revienta como cuando inquisitorialmente vetan al bueno de Marcos Ondarra por su atrevimiento y me irrita como cuando el bar preferido del indómito J. Nieto Jurado ha echado el cierre antes de poder tomar un reconfortante último trago después de un aciago día de riñas y discusiones por el panorama que nos asola.
 
Y todo ese Mal, en cualquiera de sus vertientes, se ha tornado en una nueva y desconsolada aflicción tras los recientes  enfrentamientos dialécticos en un congreso en el que el «pasionario» eco del señalamiento, la estigmatización y la acusación nos han trasladado en formato «odoniano» a la previa de una guerra enterrada durante décadas, o, de manera más reciente, a los años de plomo del desgraciado y siniestro protagonismo de ETA. Odón Elorza bien lo sabe de primera mano si su dudosa conciencia, abatida por el remordimiento de hechos y dichos pretéritos, se permite una retrospectiva visita de enmienda.
 
Los enterradores han desenterrado el hacha de guerra con vengativas paladas a las que no han faltado leyes, prebendas y guiños ad hocel cínico beneplácito de concesiones, la infame inyección económica de cargos y poltronas estatales, el bien pagado servilismo de los medios y la victimización del villano de turno. La hoja de ruta estaba marcada y no admitía tachones ni rectificaciones en unos renglones torcidos por la sangre inocente derramada.
 
Así, en medio de la vigente angustia existencial, además de temores, imposiciones y fobias varias, nos hallamos en esa España del duelo a garrotazos, en ese apogeo cainita que retrató Goya en unas «Pinturas negras» que no hacen más que representar la oscuridad de aquel pasado, las sombras de nuestro presente y las tinieblas del futuro de una España que, si cabe, aún duele más.
 
 

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Emilio Domínguez Díaz