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Si… yo confesé a Ramiro Ledesma Ramos y le di la absolución. Sucedió así: una tarde estábamos en el patio. Era ya octubre., al final, exactamente el día 28. Se me acercó un joven a quien yo veía por allí, inseparable de un sacerdote no identificado en la cárcel, el P. Manuel Villarés, los dos curas de almas nos conocíamos sin dar a conocer que nos conociéramos. «Padre, deseo que me confieses si no hay inconveniente»¿Como va a haberlo? Yo me fiaba de él puesto que de él se fiaba Villarés. «Ven a este rincón». Sí. Mi confesionario era un rincón del patio, todas las tardes lo usaba tan concurrido… El joven, que me dijo como se llamaba Ramiro Ledesma, estaba muy emocionado. Confieso yo ahora que mi erudición política era escasísima. No me orientaba en el laberinto de partidos y teorías tan numerosas de aquella época española. Tenga en cuenta que en el seminario no leíamos periódicos y yo llevaba poquísimo tiempo de vida parroquial. De modo que el nombre del penitente no me dijo nada orientador. Era un cristiano, era un desgraciado, era un preso, era un contrito. Bastaba para ganar mi corazón. El hecho que he de recalcar es que sus palabras me sorprendieron. Aquel joven era algo. Por de pronto un carácter definido, un talento, un elegido de la cultura. Tanto me impresionó, que no despegábamos la hebra. Me encantaba hablar con él. De pronto sonó el silbato «¡A las salas!» gritaron los guardianes. Había que obedecer sin negligencia, correr a la escalera de subida. «¿No me das la absolución Padre?» me preguntó el joven. No faltaba de la confesión más que absolverle. «Ahora nos ha cortado la orden, ya sabes como castigan la que suponen desobediencia». Es que yo presiento que hoy me van a matar. Por favor». Íbamos emparejados todos, dos a dos, subiendo peldaños, el a la izquierda, yo a la derecha. Le contemplé con pena. «Hijo mío, Dios sobre todo, no es el día de hoy peor que el de ayer, ni será peor que el de mañana. Ten confianza». «Es que yo, Padre, soy un favorito para ellos. Ya han matado a muchos, los sacan todos los días, mi final es inminente». Para que te tranquilices, te daré la absolución, no hay inconveniente alguno, ahora mismo, así mañana seguiremos hablando y estarás más tranquilo. Ponte delante de mí. Ve rezando las oraciones que te indiqué como penitencia. Cuando te coloque mi mano sobre tu cabeza es que te estoy dando la absolución. Quédate recogido aunque no me oigas. Concéntrate en ti. Después vete en soledad a rezar y a concentrarte más. No pienses más que en Dios y en su infinita misericordia».
Todo fue así. En la celda le dije a Vázquez Dodero: «¡Qué exquisito sabor me ha dejado una confesión que he hecho a un tal Ramiro Ledesma». «No me choca», respondió Vázquez Dodero. «Es uno de los que no se salvarán de las manos de éstos», ¡y es tan fuerte, tan español!» «Lo que hace Dios» terminé. Cubrí mis ojos con las manos, también yo me concentraba, recé, recé mucho por el joven inocente, por todos los que estaban allí…
Tomado del libro «Ramiro Ledesma Ramos», de Tomás Borrás
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