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Existen señales que, para quien quiera verlas, cada día que pasa se hacen más evidentes. Tal vez la velocidad inusitada que ha tomado la situación y el tratamiento info-desinformativo de los medios de comunicación (prensa, radio y sobre todo televisiones y redes sociales) no nos permiten analizar con suficiente detenimiento la dimensión del proceso de cambio y transformación social en marcha, pero sí sus intenciones y dirección.
Quienes intentan romper ese cerco son inmediatamente tachados de conspiranoicos, trasnochados, difamadores y, ante las dudas o críticas de la gestión sanitaria, negacionistas. Si vemos que la división de poderes de un estado democrático se desdibuja e incluso desaparece, estamos, cuanto menos, en la antesala de una dictadura.
Cuando en el Parlamento desaparece de un plumazo la oposición mayoritaria sumándose al discurso único de un gobierno con todos los dejes del nuevo despotismo iletrado, estamos ante una dictadura en ciernes.
Cuando desde los poderes se insta al control, vigilancia y a la adopción de medidas para supuestamente “prevenir la propagación de mensajes de odio” (sic) de quienes se atreven a disentir, cuestionar o denunciar una gestión política que tuvo como consecuencia la muerte de decenas de miles de ciudadanos anónimos, estamos ante una dictadura.
Como definió acertadamente el italiano Marcello Veneziani, estamos ya ante una dictadura sanitaria más que evidente. Podríamos enumerar muchas otras muestras de ella e inclusive profundizar en los efectos devastadores a todos los niveles, pero creo que con los citados bastan.
Lo más grave de todo esto, más allá del brutal impacto de distinta intensidad en cada país, es que esta dictadura discrecional, ligera, amable, sostenible e inclusiva tiene carácter global. En esta primera etapa de expansión y desarrollo utiliza como instrumento la implantación y asimilación colectiva del miedo. Y por esto funciona.
Da igual que los responsables al frente de las administraciones sean inoperantes, ineficientes, incoherentes e incluso malintencionados si responden a un modelo ideológico impulsado por las elites del poder y a los organismos internacionales que operan como correa de transmisión de eso que se dio en llamar globalismo.
Este modelo político e ideológico totalitario de control poblacional es compartido por el llamado progresismo, lo que queda de la izquierda extrema, comunistas, socialdemócratas y demoliberales, con los dueños del entramado financiero, industrial, económico y mediático que no responde ante nadie ni nada más que a sus intereses.
Detrás de ello se encuentra un cambio de civilización ante el derrumbe de la que hemos conocido hasta ahora como la Occidental y el remplazo por otra mucho más maleable y dócil. Ya está en marcha una ingeniería social que avanza a pasos agigantados y en la que la pandemia viral y el miedo implantado en la población han acelerado su funcionamiento.
Esta nueva gobernanza mundial, como muchos gustan en llamarla, es totalmente compatible con el modelo chino: libertades básicas prohibidas y las restantes controladas o limitadas a su mínima expresión, en una sociedad de mercado hipervigilada y autoritaria.
Las luces de colores de las megalópolis chinas de sus ultramodernos rascacielos, la tecnología digital y los coches de alta gama para una parte de la sociedad ocultan la esclavitud y sumisión de las mayorías conformadas con simulacros de bienestar y entretenimiento. El globalismo y el modelo chino son compatibles y ambos funcionan de manera sincronizada.
En Europa nos fuerzan a decidir entre susto o muerte, entre virus o dictadura sanitaria, y las mayorías parecen que ya no tienen duda. En estos días estamos viendo como en Nápoles, Roma y en otras ciudades de Italia comienzan a producirse violentas protestas en las calles frente al cierre forzado de la economía para salvaguardar a la población de la pandemia. De momento han sido revueltas como tantas otras que hemos visto antes por distintos motivos y protagonistas.
Personalmente no creo que ninguna rebelión callejera provoque algún cambio real ante la situación. Este solo puede llegar a producirse cuando se transforme la concepción y visión de la realidad de las mayorías, cuando se produzca un cambio cultural en sentido contrario al modelo actual.
La algarada, la protesta, la manifestación callejera es efímera, ineficaz e incluso ante su fracaso termina desmovilizando y desmotivando. Pero sí son una llamada de atención, un síntoma de malestar popular justo y comprensible. Y para superarlo y encaminar la situación en la dirección adecuada debería protegerse y cuidar lo más importante: los lazos y principios familiares identitarios. Solo ahí se encuentra la posibilidad de recuperar el espacio perdido y comenzar a avanzar hacia una verdadera comunidad democrática y libre.
La responsabilidad de la clase política ante la catástrofe ha sido trasladada a los ciudadanos, al contacto incluso familiar, en lugar de ser asumida por ellos. No han tomado las mínimas medidas adecuadas en una gestión de lo público, de lo que está en sus manos y de lo que son responsables, como las infraestructuras hospitalarias y el aprovisionamiento del material indispensable para su correcto funcionamiento. Están para ello, no para culpabilizar al ciudadano, imponer el miedo, restringir la movilidad e incluso prohibir trabajar para ganarse el pan.
Indudablemente hoy vivimos en una sociedad enfrentada ante el dilema de la identidad de las naciones soberanas y el globalismo a nivel mundial. Frente a la homologación nihilista que pretende acabar con la historia y la riqueza de nuestras identidades, española, italiana, francesa, alemana y de las demás naciones europeas, aún nos queda la Familia y la Tradición.
Nuestra identidad radica en nuestra sangre y nuestros ancestros. Ellos descansan en la tierra, en esa tierra que compartimos en comunidad y que nos une con lo Eterno y con lo Sagrado. Como dijo Dostoyevski: “Si Dios no existe, todo está permitido” y si todo está permitido todo está perdido.
Aún podemos recuperar fuerzas, sumar aliados y dar esa batalla cultural que llevará mucho tiempo todavía. Ante el avance cada vez más veloz de los acontecimientos no hay tiempo que perder. Un viaje de mil millas empieza con el primer paso, dijo un sabio alguna vez, luego solo resta caminar. Y nadie lo hará por nosotros.
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