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Tiempo atrás desaparecieron nuestros ritos: unas veces los sustituimos, otras los ignoramos y a algunos, simplemente, los dejamos extraviar; en todo caso, ha transcurrido lo suficiente como para que constatar lo ocurrido resulte tan anacrónico como cantar las guerras púnicas.
El 18 de abril de 1914 se estrenó Cabiria en Turín; 3 meses después estalló la Primera Guerra Mundial, incoando una larga pira europea. Giovanni Pastrone —Piero Fosco, sin la máscara— el director, productor (Italia Films) y escritor de la película contaba entonces treinta primaveras y debía sentirse poco menos que el bastardo con más fortuna del condenado mundo. Hombres mediocres tildaron su ambición de megalómana; hoy sabemos que fue un genio precisamente por entender que aquel fenómeno, el cine, era el rito nuevo de un siglo nuevo capaz de dejar atrás el rito religioso y al que le quedaba descreer del rito político: tipos como ese o son locos o son profetas.
Hasta que llegó A corner in wheat (1909) el cinematógrafo había expresado tres posibilidades: el teatro filmado, el documentalismo naturalista y el ilusionismo de salón; su director, un Homero sureño, había escenificado el concepto de lo que hoy entendemos como cine y que, con Cabiria, cristalizaría en un intento de obra de arte total: confluencia y superación de las demás artes. Aquel Homero sureño, de nombre David Griffith, se obsesionó con Cabiria —se compró una copia de la película para sí: una actitud delirante en la época— habiendo terminado su The Birth of a Nation (1915) y decidió interrumpir el proyecto de The mother and the law —que finalmente vería la luz en 1919, aunque hoy es casi inencontrable—, para trabajar en la que sería su gran obra: Intolerance (1916). El devenir del cine quedaba trazado.
Antes, el género fantástico quedaba fundado con la publicación de Der Sandmann (1817) bajo la firma de E.T.A Hoffmann; mientras que el simbolismo surgía con Les fleurs du mal (1857), del gran Baudelaire. El fantástico y el simbolismo son coetáneos de un siglo mayormente emperrado en reducir todo hecho a científico (empirismo, racionalismo, positivismo, determinismo), y a defenestrar todo lo no encuadrable en estas categorías, especialmente lo imaginativo. Al tiempo que la dicotomía que distingue lo sublime y lo grotesco (lo bello y lo siniestro, en palabras de Trías), esencial para entender, nacieron, como clara reacción, el simbolismo y el fantástico cuyo eje es lo evocador. Ángel Faretta, a cuyo concepto de cine me remito, define al mismo como un arte fantástico a la par que expresionista por naturaleza. Siempre ha tenido algo de quimérico guiñol, el cine, al que le llegó la lírica de la mano de Griffith si bien el simbolismo y el elemento fantástico los introdujo, aprovechando un defecto ocular, Cabiria. Solo en esa sucesión de 25 fotogramas por segundo queda fielmente transcrito el lenguaje de los sueños.
Recuperar la inocencia de la primera mirada: eso se proponía, a través de un personal viaje al fin de la noche, de una odisea renovada, el protagonista de Ulysses´ Gaze (1995), hundiéndose en el corazón de las tinieblas europeas a la busca del primer cine perdido. Ver hoy Cabiria despojada de la liturgia ritual de la sala a oscuras, de la compañía de los desconocidos y el sonido de la pianola, es tratar de resucitar esa mirada.
En toda narración hay trama y argumento; acción y discurso; un primer nivel de historia y otro más elevado. Con esta clave —una llave para franquear el umbral del arte cinematográfico—, distinguimos tres tipos de cine: uno plano que es solo entretenimiento; otro alegórico que tiene una interpretación cerrada; y otro simbólico cuya interpretación permanece siempre abierta. Este último cine permite a su espectador —aquel que anula su presente lo que dura el metraje— volver a la realidad de la forma en que Teseo: vencedor de la muerte, aunque sea en el instante de cruce —la vuelta— entre realidad y ficción. “De todo laberinto, apuntó Leopoldo Marechal, se sale por arriba”. Solo este espectador autoconsciente (según Faretta, “saber que se sabe y saber qué se sabe” es ser autoconsciente), merece tal nombre. En cuanto a las obras “de género” —el péplum, terror, noir, fantástico, western, ciencia-ficción, melodrama y thriller— son las que mejor proponen la primera historia y, así, mejor disponen la segunda historia, puesto que han de respetar la expectativas del espectador en forma de convenciones que, precisamente, delimitan el género y que bajo ningún término se deben defraudar. En su primera historia Cabiria es un péplum no muy diferente de los de DeMille, Mankiewicz o Anthony Mann; pero es también un kolossal —y aquí entra la segunda historia—: la traslación a imágenes de una concepción decimonónica, a lo Wagner, que resulta totalizadora. Solo el cine puede “esculpir en el tiempo” (Tarkovsky), porque es el único medio capaz de aunar espacio y tiempo; un medio nacido del siglo en el que se descubrió que el espacio es tiempo, y que el tiempo es relativo.
Cabiria es una película simbólica desde el propio argumento donde quedan establecidos, negro sobre blanco, una serie de arquetipos (Maciste: el ayudante) y mitologemas (Cabiria: el niño divino; Sofonisba: el doble) y símbolos (de carácter dionisiaco), que favorecen un discurso mitopoético a la vez que ideológico: el nacionalismo imperialista fácilmente exculpable en el contexto histórico. La película propone un camino de iniciación atravesado por Cabiria —”hija del fuego”—, que sobrevive al volcán, escapa del dios de la destrucción, vence a los bárbaros, anula a su doble, supera la muerte y logra la salvación de Roma salvándose ella, culminando así una transvaloración que propone lo dionisiaco-báquico en lugar de lo apolíneo-cristiano. Precisamente el género fantástico queda enunciado por el tópico del doppelgänger: la otredad, el doble, que es el Cartago histórico de Aníbal y es, sobre todo, la figura trágica de Sofonisba: que salva a Cabiria de la muerte y que muere, en la tradición de la Carmen operística o de la Emma Bovary novelesca, para que aquella pueda triunfar.
Pero en términos cinematográficos, Cabiria se encuadra dentro del kolossal junto a otras películas de la época —Intolerance (1916), de Griffith; Greed (1924), de Erich von Stroheim; Oktyabr (1927), de Sergei Eisenstein; Napoleon, de Abel Gance (1927); Metropolis (1927), de Fritz Lang—, y cuya estela podemos rastrear por toda la historia del cine hasta toparnos con un Spielberg, un Nolan, un Cameron hoy. Son el simbolismo, la ambición artística y el elemento del fantástico lo que diferencian a Cabiria de otros péplums del cine italiano de Guazzoni o Maggi: películas de tono épico que forjaron una generación, como recuerda Martin Scorsese en su Il mio viaggio in Italia (1999): una afirmación que podemos seguir hasta toparnos con Bertolucci o Coppola. Quizás la explicación se encuentre tras la colaboración del escritor italiano Gabriele D´Annunzio: colaboración controvertida, por otro lado, en cuanto que unos aducen que quiso, como tantos otros artistas a la vanguardia en la época, involucrarse participativamente en el cine; mientras otros alegan que, sencillamente, cobró por firmar el trabajo de Pastrone, al que le interesaba asociar la película a la fama de D´Annunzio asegurándose, con ello, público y prestigio; dinero y caché. Lo cierto es que el poeta retornaba de un exilio francés al que se añadía la losa de la prohibición vaticana de sus obras y le urgía el dinero para saldar deudas. A él, futura fuente teórica del fascio mussoliniano, le debe la película el afán nacional-imperialista que conecta un pasado directamente extraído de fuentes literarias —Tito Livio, Los orígenes de Roma (I.a.C); Gustave Flaubert, Salambó (1862); y Emilio Salgari, Cartago en llamas (1908); — con el presente de la película: el cine histórico nos dice siempre más de la época desde la que está filmado que de la época en que se ambienta.
Cabiria todavía rezuma escenas acongojantes como las del Templo de Baal, los rescates y las persecuciones, la batalla naval ganada gracias al ingenio de Arquímedes, la toma del castillo, las recreaciones históricas, la muerte de Sofonisba —la diva Almirante Manzini—: ese personaje como extraído de una pintura prerrafaelita, de un cuadro de Klimt, de un retrato de Mucha, la escena final de danza mágica o cuando Maciste —el estibador Bartolomeo Pagano que protagonizó una serie de spin offs sobre el personaje que, de alguna forma, es un antecedente del star system hollywoodiense— interactúa con un grabado báquico. En el momento de estreno la envergadura de la arquitectura, la desmesura del vestuario, la enorme escenografía y los innumerables figurantes; pero también el uso de luz natural, los movimientos de cámara —el llamado “travelling Cabiria”— y otros recursos técnicos —en buena medida debidos al técnico español Segundo de Chomón, una vida a investigar—; y el coste o la duración —4.000 metros de película, más del doble de lo acostumbrado—, resultaron insólitos. Así, los rótulos de D’Annunzio palidecen —se calcula que el 80% de los asistentes al cine eran analfabetos— frente a la implicación de Pastrone, que vislumbró en ese arte capaz de emocionar a las masas que es el cine la posibilidad de un nuevo descenso a la caverna platónica donde uno se hunde de forma binocular: como persona y como comunidad.
El cine es el sueño de otros hecho nuestro; fuego sin incendio; nieve sin caída; huracán congelado; es luz que hiende la oscuridad, música que resuena sobre un hondo silencio. Quién sabe si no fue en ese silencio, en esa oscuridad, que aquel Homero sureño, de nombre Griffith; aquel perdedor nacido con el estigma de los derrotados; ese hombre sin hogar ni patria, sin pretérito ni porvenir; estuviera incubando la inocencia de la primera mirada al tiempo que veía desfilar ante sus ojos las sombras de Cabiria. Sombras que miramos, sombras que nos miran. Bellas sombras.
Con Griffith, con Pastrone, con esos hijos bastardos, solitarios sin esperanza, habitantes de la intemperie, condenados a muerte sin delito, futuros olvidados, con ellos, digo, nació la primera mirada que acabó de contarlo todo ya y a la que deberá remitirse todo amante del cine —y, por tanto, bastardo también— y que debería recuperar todo aquel que quiera hoy hacer cine, con la humildad de quien sabe que está todo contado. Que lo ha estado siempre.
Nosotros los bastardos hemos sido arrojados al mundo sin elección y nada más nos ha acogido el mundo de la imaginación, recogidos por el cine, que ha sido nuestro Paraíso Perdido; lo mejor de nuestra vida y nuestra auténtica vida: lo demás ha sido puta supervivencia. En el cine hemos sido libres y hemos amado; en el cine hemos proyectado nuestras pérdidas, que han sido tantas y tan insondables como la nada —el vacío en el que se desliza el yo—, que se prestan a disimular. Somos nada: todo eso. Reos sin exoneración del gobernante ni absolución del sacerdote. De Griffith, de Pastrone en adelante. Sin amaneramientos. Sin consuelo.
Está en el Barroco la idea de que “la vida es sueño”. Un tenue canto disimulado entre dos hondos silencios. Fantasmagoría. Sombra. Una pantomima. ¡Qué feliz hallazgo, Cabiria!
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