“¿QUÉ QUEDARÁ DE NOSOTROS?”
El título de este artículo quizás nos traiga la reminiscencia de una canción de amor. Aquellos que estamos atravesados por el bisturí de un amor que no pudo ser, nos martirizamos preguntándonos “¿Qué quedará de nosotros?”, qué de las vivencias y los perfumes, qué de las promesas y de los instantes que no han podido ser salvados de las llamas del adiós y las cenizas del tiempo. A nosotros, los paroxistas de la melancolía, se nos eriza la piel del recuerdo cuando escuchamos al trovador cantar aquello que dice:
“Mientras tú duermes deshilaré
en tuyo y mío lo que fue nuestro.
Y a golpes de uñas en la pared,
dejaré escrito mi último verso”
El título de este artículo parece evocar una canción de amor, pero no, es un lamento y quizás, un aviso de incendio.
Junto al desayuno el periódico de hoy, en ese antiguo maridaje aromático de café y de tinta que acompaña hace siglos la vida de los hombres. En el periódico, la voz imaginaria de Emilio Gutiérrez Caba y una queja desesperada: “El teatro es lo único que va a quedar de nosotros después de la inteligencia artificial”. El mítico actor vallisoletano que en septiembre cumplió 82 años, trepará a las tablas del Teatro Calderón de su Ciudad natal para recrear la poesía de Fray Luis de León con acompañamiento de música barroca interpretada por un puñado de paisanos de las tierras Urueña, la Villa del Libro.
Don Emilio, ya enjuto, con el caparazón de su espalda amortajado en luces y voces de apuntadores idos, aún conserva una mirada penetrante tras el cristal de sus anteojos. Su lamento sabe a resistencia y a bilis ácida, a dolor y a canto de cisne anunciando el final: “¿Qué quedará de nosotros?”
Son verdaderamente notables los vestigios de la guerra semántica que hemos perdido. Nos han acostumbrado a un elenco de eufemismos para bajarle la densidad ontológica a ciertas palabras, como llamar “IVE” al aborto, que siempre será un filicidio; como denominar “Ciudadano del mundo” al sin Patria, al desarraigado. Como llamar “segmento vulnerable” a la pobreza, que siempre será el arrebato de la dignidad humana impuesto por los adoradores del dios Mammón. Y así, un buen día, nos despertamos con ese nuevo engendro semántico que han dado en llamar “Inteligencia Artificial” (IA), una contradictio in terminis, como decían los antiguos latinos. Veamos:
La palabra “inteligencia” proviene del latín intus legere que significa “leer dentro”. El término nos dice, al menos, dos cosas: primero, que la inteligencia es una facultad que posibilita leer, intuir, ver. Un hábito de orden espiritual que nos transporta al interior de las cosas para captar su razón de ser. En segundo lugar, un elemento que se desprende de lo anterior: hay un “adentro” en todo ente, como si dijéramos, una intimidad ontológica que nos llama y nos exige aprender a deletrear su esencia.
A la sombra de la inteligencia –como dice Tomás de Aquino- crece la ratio, esa facultad que nos permite discurrir, comparar, argumentar, pero siempre sobre el dato que nos ofrece previamente la inteligencia.
De todo esto, se desprende que la inteligencia, excepto en las criaturas angélicas (en caso de existir), es siempre una facultad encarnada, es decir, se da únicamente en la persona humana concreta. Justamente por esta condición es que puede lograrse en el mundo humano una experiencia vivida con todo lo existente.
La inteligencia, en sentido propio, nunca puede ser un artificio de la ciencia. Los dones son de otra índole que los recursos artificiales, pues éstos, por más perfectos que aparezcan ante nuestros ojos, conservan siempre un sesgo humano. Sucede -y he aquí lo grave-, que en tiempos de profundo eclipse espiritual como el que nos toca vivir, el hombre delega sus facultades, suelta las riendas y las deja caer al vacío, porque necesita ser llevado más que conducir, entretenerse más que develar los caminos.
¿Qué quedará de nosotros? “El teatro no sucumbirá” –sostiene Gutiérrez Caba-, porque es irremplazable. Sucede que irremplazable también será la voz de mamá cantando una canción de cuna, porque al cantar, su voz y su mirada confirman en la existencia al ser de sus entrañas. Irremplazable será la piel y las facciones del rostro que amamos y se nos dibuja por dentro en las horas que marcan las coordenadas del día. Irremplazable será la presencia viva, sensible y operante del maestro cuyo solo estar, en carne y alma, nos invita a la verticalidad del ejemplo. Claro, hoy parecemos voces que claman en el desierto, pues hasta el Vaticano coquetea con morigerar los efectos de la inteligencia artificial, del mismo modo que maquilló su genuflexión ante el mundo con un dialoguismo de utilería.
Y una vez más, nos vuelve a la mente aquella parábola del payaso narrada por el danés Kierkegaard, otra vox clamantis in deserto como lo llamó León Chestov alguna vez:
En un teatro se declaró un incendio en los bastidores. Salió el payaso a dar la noticia al público. Pero éste, creyendo que se trataba de un chiste, aplaudió. Repitió el payaso la noticia y el público aplaudió más todavía. Así pienso yo que perecerá el mundo, bajo el júbilo general de cabezas chistosas que creerán que todo se trata de un chiste.
¿Qué quedará de nosotros? Quizás quede solo la pregunta…y un aviso de incendio.
Diego Chiaramoni para ÑTV España