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Ayer fue 27 de octubre. No sé por qué razón hoy ha venido a mi memoria el coronel Luis Muñoz. Estaba leyendo Guerra y Paz, justo los párrafos que narran la nobleza de espíritu del joven conde Rostov, cuando la providencia le hace encontrar a la princesa María Bolkonski y la socorre en su apuro frente a una pequeña rebelión de campesinos que la tienen prácticamente secuestrada. Quizá haya sido el alto espíritu del joven ruso quien me ha hecho recordar la grandeza moral de mis mayores. Y entre ellos mi pensamiento se ha fijado en mi tío Luis Muñoz. Y he reparado en la fecha: ayer se cumplían 40 años de lo que comunmente se conoce como “el golpe de los coroneles”.

En varias ocasiones, con emoción, he escuchado a mis padres narrar la mañana de su detención, a causa de su participación, semanas antes de la fecha en que estamos, hace ya cuatro décadas. Un sentimiento encontrado de admiración y nostalgia me ha invadido, recordando al tío Luis. Admiración por los grandes hombres, cuya magnanimidad y gallardía hacía que inmolasen gustosos sus vidas por España. Y nostalgia por encontrarme cada día la bajeza moral de nuestro momento histórico, incapaz de reaccionar con valentía y entereza ante los atropellos más viles de los enemigos de nuestra patria. Grandes hombres que nos precedieron, que lucharon por mantener y perfeccionar el legado de la patria, a quien, después de Dios y precisamente por don divino, debemos la integridad de nuestro ser.

Estos días se cumplían también tres años de la exhumación los restos de Francisco Franco, principal responsable de la victoria y regenación que experimentó nuestra nación tras el 18 de julio de 1936. Y en estas mismas jornadas vuelven de nuevo las noticias a traernos desolación y tristeza por las grotestas acciones de las nuevas leyes de mentira memocrática. Y no puedo dejar de recordar con admiración y nostalgia a los que tanto debemos, y no puedo sino sentir desolación y tristeza por el silencio borreguil de muchos, cuando no por la traición de aquellos que más le deben, por ser sujetos de potestad en la Institución que fue el blanco de los ataques de los enemigos. Aquí, de nuevo, el Caudillo fue principal responsable de su restauración histórica en nuestra tierra, al rescatarla del pretendido exterminio durante la contienda y al otorgarle medios abundantísimos para su acción divina y su labor educativa en nuestra sociedad.

Soy sacerdote y, como a tal, no me corresponde la acción política directa en los problemas del siglo, sino la edificación espiritual de las almas. Pero esa acción para el espíritu implica el anuncio de la verdad y la denuncia de la mentira. Implica un discernimiento de los fundamentos sociales, y de sus consecuencias, que ilumine la conciencia de los fieles. Implica el juicio y confesión pública acerca de aquellos bienes comunes que están en juego o que, perdidos, es necesario restaurar. Implica, por ello, una palabra sólida sobre acontecimientos y hombres, sobre acciones y personas, ya para colocarlos como arquetipos, ya para poner en guardia al pueblo sobre ellos. Es, en definitiva, la labor profética de la Iglesia, de la que participamos de manera singular sus ministros. Y hoy, como ayer, y, con la ayuda de Dios, como siempre, protesto que para vivir y morir como católico cabal estoy profundamente agradecido y edificado y, en justicia, me sé deudor, de nuestros grandes héroes, tanto de los que regaron con su sangre los campos de nuestra patria al grito de “Viva Cristo Rey” y “Viva España Católica”, como de los que, sin haber obtenido esa gracia suprema, han sido transmisores fieles de ese bien común acumulado, de ese todo social continuo, que es nuestra amada España. Estos fueron hombres como tú, querido tío Luis; como los abuelos, Camilo Menéndez y Blas Piñar; como Francisco Franco, capitán de todos ellos; o como aquel cuyo sueño era “la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para aquellos que no pueden congraciarse con la patria porque carecen de pan y de justicia”. Y el odio visceral a todos vosotros, nuestros padres, es el odio a España, el odio a la Cruz y la bandera, el odio al altar y al trono que configuraron nuestra historia patria.

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Vaya hoy un memento por todos vosotros. Sed nuestro ejemplo y guía, como lo son tantos obispos y sacerdotes que estuvieron bajo el mismo lábaro, y cuyos pasos muchos han repudiado. Bien sé que la bendición apostólica de S. S. Pío XI “hacia todos aquellos que han asumido la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión” en España, se extendió a lo largo del tiempo a todos los que, como vosotros, se impusieron la misma sagrada misión y supieron advertir y combatir las funestas consecuencias de la colaboración con el marxismo, escuela de “advertencia para toda Europa y el Mundo entero”, según el mismo Papa. El tiempo os va dando la razón frente a aquellos que no quisieron dárosla entonces, porque esas consecuencias se hacen cada vez más patentes entre nosotros. Que los clérigos aprendamos de vosotros y que emulemos vuestra valentía, según nuestras propias obligaciones, para no ser de los “perros mudos” que denuncia Isaías.

 

28 de octubre de 2022

Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.

Autor

REDACCIÓN