29/05/2025 21:49

En el Vallone della Fusa, en la provincia de Trápani, a 75 kilómetros al suroeste de Palermo, se halla el complejo arqueológico de Segesta. Desde la carretera, a varios kilómetros de distancia, se distingue, en su elevada ubicación, el gran templo griego, cobijado a los pies del monte Pispisa y realzado contra la oscura franja de pinos que tapizan su ladera.

Franqueada la entrada en la oficina dispuesta al efecto y tras un breve pero empinado ascenso, el viajero se percata abruptamente de la magnitud de la construcción que le recibe, deambulando empequeñecido entre las colosales columnas de piedra –seis de frente y catorce a los lados, de casi diez metros de altura. Columnas dóricas talladas en cálido travertino, una caliza muy porosa extraída de las cercanas minas de Alcamo. Llama la atención su rugosidad y la ausencia de estrías en los fustes –acaso roídas por los siglos–; así como que los frontones, triglifos y metopas carezcan de ornato, aunque esta circunstancia no reste, en absoluto, magnificencia al conjunto. De hecho, es tan poderosa la imagen global que se entiende que tales detalles puedan pasar inadvertidos.

Abrumados todavía por la impresión, nos encaminamos hacia el muy próximo monte Barbaro, volviendo la vista con frecuencia para contemplar, otra vez, el gran templo. A los lados del camino, el campo se muestra desbordante, teñido por el gualda del eneldo, el naranja intenso de las caléndulas y las tonos violáceos de la lavanda.

Alcanzada la cima, caminamos unos doscientos metros en llano hacia el norte, descubriendo el teatro griego, muy bien conservado; y desde la grada comprendemos su atípica orientación, pues el escenario que se nos ofrece del valle, con el monte Inici al fondo, es sencillamente espectacular.

Después de reponer fuerzas con una focaccia aderezada con tomates secos, anchoas y queso caciocavallo1, nos dirigimos a Selinunte, sesenta kilómetros al sur. El acceso al espacio arqueológico oculta la visión del parque, reproduciendo la experiencia del atleta antes de entrar en el estadio y amplificando de ese modo el efecto sorpresa. Pasado un muro, el panorama que se abre ante los ojos es sobrecogedor. Al frente, hasta donde alcanza la vista, una inmensa y verde llanura salpicada por nobles encinas, y, al fondo, matizado por el filtro de una ligera bruma, el mar. A la derecha, a unos trescientos metros, sereno y firme frente al paso del tiempo, se alza el Templo de Hera. Hay algo dulce, grave y misterioso en el paisaje, impregnado por la solemnidad de aquellas ruinas milenarias.

Un cielo ligeramente encapotado realza el tono cálido de la piedra, a la vez que nos guarda del sol a una hora en la que el calor puede resultar sofocante incluso en primavera. Curiosamente, estamos solos y reina el silencio… subrayado por el esporádico sonido de los pájaros y el suave zumbido de algún insecto. Rara y afortunada circunstancia que valoramos. Bien recordamos una coyuntura similar en nuestra mágica visita a Paestum y cuánto, por desgracia, nos faltó esa paz para disfrutar plenamente del grandioso Teatro de Taormina.

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Al lado del Templo de Hera observamos los restos derruidos de otro santuario, imaginando que tal vez pudiera reconstruirse, pieza a pieza, como fue hace siglos. Levantando la vista, en la distancia y muy cerca del mar, oteamos los vestigios de un tercero, el llamado Templo de Apolo, y nos aventuramos a seguir un camino que parece conducir hasta allí. Flanqueado en sus márgenes por los tonos violáceos de las vezas vellosas, descendemos hasta la playa para ascender nuevamente y alcanzar, al fin, nuestro objetivo. Se mantienen en pie casi todas las columnas de uno de sus laterales, en un entorno plagado de innumerables bloques de piedra erosionados por el tiempo. Unos vestigios que lejos de inspirar desolación, muy al contrario, componen un marco acogedor en el que reconocemos nuestro origen y Civilización.

Recorremos la zona descubriendo y escrutando los mil y un recovecos de lo que fueron las antiguas murallas y, tras recoger con nuestra cámara un puñado de encuadres, emprendemos el camino de vuelta. Antes de salir, echamos un último vistazo al grandioso espectáculo que dejamos atrás recordando las palabras del gran escritor siciliano Giovanni Verga: “sus ruinas mordisqueadas se dibujaban negras en el atardecer color púrpura”2.

Llegamos al coche justo cuando empieza a llover, reanudando la marcha en dirección a Agrigento (la antigua y griega Akragas). Una breve tormenta de primavera que apenas dura unos minutos, pero que podría habernos calado en segundos. Conducimos siguiendo la costa durante una hora y media hacia el Este, para llegar a nuestro destino de noche, a tiempo para cenar. Desde la ventana de nuestro alojamiento divisamos, un par de kilómetros más abajo, la impresionante vista de los templos iluminados en la noche…

A la mañana siguiente, temprano, nos encaminamos al Valle de los Templos, etapa final de nuestra pequeña odisea tras las huellas de la Magna Grecia en Sicilia. Siguiendo cuesta abajo la acera que bordea la carretera, rodeados a ambos lados por extensos campos de naranjos, limoneros y almendros, casi sin darnos cuenta estamos entrando en el valle. En primer lugar, topamos con el Templo de Juno, confirmando la evidencia de que los antiguos griegos sabían elegir muy bien los emplazamientos para sus construcciones. Allí identificamos dos encuadres escogidos por el extraordinario pintor Francesco Lojacono (1838-1915) que se conservan en la Pinacoteca Civica de Agrigento, sita en el antiguo Collegio dei Filippini. Un museo extraordinario aunque poco conocido que alberga la colección legada a la ciudad en 1933 por el sabio, coleccionista y filántropo Giuseppe Sinatra (1863-1948)3.

Continuamos por la llamada vía sacra, reparando en los restos de una necrópolis paleocristiana antes de llegar al famoso Templo de la Concordia, excepcionalmente bien conservado e inmortalizado en las pinturas de numerosos artistas: desde el ya citado Lojacono al menos conocido Raffaello Politi (1783-1870), o los alemanes Jakob Philipp Hackert (1737-1807)4 y Franz Ludwig Catel (1778-1856)5. Y es que no cabe duda de que los alemanes han sido y son grandes entusiastas de la Grecia Clásica. Recuerdo ahora al académico don José María Luzón cuando afirmaba que “para ser arqueólogo había que saber alemán”; algo indudable a tenor del número de autores germanos de referencia en el ámbito de la Antigüedad Greco-Romana. Pero es que también lo comprobamos al ver la cantidad de turistas germanos con los que nos cruzamos.

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Un poco más adelante, tropezamos con dos hallazgos curiosos e inesperados: por un lado, unas preciosas cabras afganas, blanquísimas, que viven a cuerpo de rey en un espacio acondicionado para ellas… donde, por cierto, asistimos por casualidad a la divertida escena de una pequeñísima cabritilla pegando un enorme brinco para aterrizar blandamente en el gran depósito del forraje al que su altura le impedía acceder. Por otro, el bonito palacete de un inglés en el que se exhibe temporalmente un excelente busto de bronce de Aristóteles6 ejecutado por el maestro napolitano Vincenzo Gemito.

Al final del recorrido hallamos los restos del Templo de Hércules y del Templo de Cástor y Pólux. De este último sólo se conserva una esquina completa con tres columnas y su entablamento, pero su equilibrio, encanto y el escenario en que se enmarca resultan ciertamente inspiradores7. Tranquilamente, tomamos un apunte a color de ambos y, satisfechos, damos por concluido aquí nuestro periplo.

Santiago Prieto Pérez 28-05-2025

1 Queso de vaca llamado así por secarse las ruedas por parejas sobre una viga y transportarse, también por parejas, a lomos de caballo.

2 “Al otro lado del mar”, Relatos rústicos (1883), La Línea del Horizonte Ediciones, 2017, p. 222.

3 La colección comprende obras de Francesco Camarda, Raffaello Politi, Giovanni Philippone, Mario Mirabella, Plinio Nomellini. Léase: Gabriella Costantino y Graziella Fiorentini, La collezione Sinatrapaesaggi di Francesco Lojacono e altri temi della pittura siciliana tra ‘800 e ‘900 in allievi e epigoni, S. Sciascia, Caltanisetta, 1997.

4 Autor del óleo “Vista de Agrigento” (1778), en el que se distinguen los templos de Juno y de la Concordia. Expuesto en el Museo del Hermitage en San Petersburgo.

5 Véase el cuadro titulado “Templo de la Concordia en Agrigento” (c. 1820), en la Galería Nacional de Copenhague.

6 Perteneciente a los fondos de la Casa di Resparmio di Terni e Narni (Caja de Ahorros de Terni y Narni).

7 Véase otro alemán, Carl Wilhelm Götzloff (1799-1866), enamorado del Mezzogiorno –donde vivió desde 1825 hasta su muerte en Nápoles– y autor de “Ruinas de un templo en Agrigento” (c. 1825), expuesto en la National Gallery of Art de Washington D.C. Y, por supuesto, el palermitano Francesco Lojacono, cuya obra “Templo de los Dioscuros” puede contemplarse en la misma Agrigento, en el Collegio dei Filippini.

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Santiago Prieto
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pavel

Muchas gracias por compartir tu experiencia del recorrido de la antigua Grecia por Italia. Las ruinas nos muestran su majestuosa historia y legado filosófico. Aristóteles todavía retumba con sus ideas de la polis.

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