
Siempre me ha parecido que confrontar opiniones acerca de cómo mejorar la vida de las personas -que, en su concepción más primigenia, es la finalidad del debate político- debería ser una obligación permanente entre nuestros gobernantes.
(Jesús Cabanas)
Vivimos tiempos en los que parecer importa más que pensar, y donde la política -ese arte antiguo y arriesgado de ordenar lo común- ha sido relegada al entretenimiento banal de las masas, y reducida a un juego de marketing, fichas electorales y obediencia tribal. Quien se interesa por la política desde la honestidad intelectual, sin rendir tributo a las banderas, se expone a ser señalado por todos los frentes. Porque pensar, como acto libre y desobediente, se ha vuelto una rareza subversiva.
Hoy no se milita por ideas, sino por identidades. El pensamiento de trinchera, ese reflejo tribal de fidelidad ciega al «nosotros» se ha convertido en la norma. Aplaudir lo propio sin juicio. Detestar lo ajeno sin comprensión.
La política de verdad, la que nos concierne, la que alguna vez tuvo la osadía de pensar en el bien común, exige exactamente lo contrario: el abandono del dogma, la sospecha frente a lo cómodo, el valor de disentir incluso con los nuestros. Es una práctica más cercana a la filosofía que al marketing, y más emparentada con la ética que con la consigna. El sectarismo, en cambio, es el enemigo íntimo de la razón. El pensamiento de trinchera no busca convencer ni comprender: busca vencer. A toda costa y a cualquier precio. Y en esa lógica de combate todo argumento es munición, toda duda es traición y toda autocrítica es debilidad. ¿Qué espacio queda entonces para la inteligencia política, si todo el terreno ha sido tomado por fanáticos de uno y otro color? Sin embargo, por algún motivo que escapa a los protocolos del cálculo y la conveniencia, todavía hay quienes se sienten atraídos por la política no como mecanismo de poder, sino por el interés de vivir mejor en común. Esta inclinación tan liberal resulta rara, incluso sospechosa en estos tiempos, pero existe, y por la cuenta que nos trae a todos conviene no desdeñarla.
El interés político genuino no se limita al recitado de consignas ni al aplauso automático al líder de turno. Más bien nace de una inquietud antigua: encontrar el modo de convivir sin matarnos, prosperar sin esclavizar, y disentir sin convertir al otro en enemigo. Estas cuestiones, que suenan tan ingenuas, fundaron la Polis. Y con ella, señores, fundaron la política.
Frente a la vulgaridad del discurso hay quienes todavía creen en el valor de la palabra, del matiz, del desacuerdo fértil. Quienes se detienen a escuchar una idea sin preguntar antes de dónde viene. Quienes leen al adversario sin convertirlo en enemigo. Quienes sospechan de las certezas incluso -y sobre todo- de las propias. Porque solo en ese terreno incómodo y fértil que es la disidencia honesta puede florecer algo parecido a la política. No a la partidocracia, no al espectáculo parlamentario, no a la coreografía de escándalos mediáticos, sino a la política entendida como tarea moral: «mejorar la vida de las personas» como dice Jesús Cabanas, a través del conflicto civilizado de ideas.
Reivindicar eso, en medio del estruendo de trincheras, no es solo nostalgia. Es una necesidad. Pensar, todavía, es un acto político. Y, como tal, un gesto de libertad.
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Articulista en ÑTV
Colaboradora de Las Nueve Musas, Ars Creatio, y ESdiario
Autora de la novela "La cala de San Antonio"
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Que buen artículo, vencer y no reivindicar esa es la cuestión del sectarismo que nos inunda , el nivel de violencia verbal banal diluye cualquier intento de dialéctica y debate y menos ganar por esa vía, la política de verdad que exige conocimiento 6 muchas habilidades personales
gracias por compartir
En efecto, pensar en libertad y poder exponer tu opinión en público es fundamental.
Así lo entiendo y desde hace años lo hago, aunque sea un pesado, pero no puedo evitarlo.