01/11/2024 06:14
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Rodrigo Fernández Diez. Licenciado en Derecho por la Universidad Panamericana (Méjico). Maestro en Ciencias Jurídicas por la Universidad Panamericana. Doctorando en Derecho por el Colegio Mayor de Humanidades (Méjico). Coautor del libro «Los contratos civiles de garantía» (Ed. Tirant lo Blanch) y autor de varios artículos de investigación. Articulista en el periódico «La Esperanza». Fue hasta el año 2023 catedrático de Derecho Romano en la Universidad Panamericana.

En esta entrevista analiza algunos aspectos de la implicación del católico en política según la enseñanza tradicional de la Iglesia.

El clero nos exhorta continuamente, como católicos, a participar en la política. Y hay algunos seglares que se animan a hacerlo a través de los medios que ofrece la democracia moderna, como también los hay que se rehúsan a ello. ¿Existe realmente tal deber? Y si existe, ¿cómo se debe cumplir?

Existe el deber de aportar al bien común a través de la acción política como parte del cumplimiento de nuestros deberes patrios. Pero no existe el deber de hacerlo a través de medios intrínsecamente inmorales. Por el contrario, hay obligación de evitar tales medios y acudir a otros que no sean inmorales, aunque no tengan el mismo grado de eficacia inmediata.

¿Pero la participación política a través de los medios que en nuestro tiempo se nos ofrecen es intrínsecamente inmoral?

Permítame desgranar el punto por pasos, recordando también que no es lo mismo participar como candidato que simplemente como elector.

François Hollande, presidente de la República Francesa entre los años 2012 y 2017, confesó en una entrevista que se le hizo en el 2012 que la relación entre la masonería y la República era tan grande, que en Francia todo aquel que quisiera hacer carrera política había de pasar necesariamente por las filas de la masonería. En los países en que tal condición sea necesaria, hay impedimento absoluto para la participación política por los medios convencionales, con ralliement pontificio o sin él. Y para los electores que voten por tales candidatos a sabiendas, tal vez el grado de culpabilidad sea menor, pero no inexistente.

¿Pero qué decir de los países en los que tal condición no es imperativa? Hasta donde sabemos, en algunos países, como España y la República Mejicana, no todos los partidos exigen esa membresía sectaria para hacer carrera en sus filas, cuando menos para los escalones inferiores de su jerarquía.

Yo también lo creo así. Pero en tales casos ello no es suficiente para resolver el dilema moral. En nuestros respectivos países —en realidad piezas desgajadas de una misma patria— la masonería puede no tener ya el mismo peso que tuvo en otro tiempo, pero si es así, se debe a que ya no tiene necesidad de él. El ciudadano ordinario y también el católico común ya piensan y actúan como liberales, sin necesidad de ser iniciados en logia alguna. La masonería de nuestros respectivos países bien puede decir que el trabajo arduo está hecho y sólo hay que esperar el devenir paulatino de las consecuencias, sin necesidad de afiliar gente nueva a un flanco y al otro.

En la práctica no hay diferencia alguna entre el iniciado auténtico y el no-iniciado que, por liberal, piensa y actúa como si lo fuera: sus frutos son los mismos. Por tanto, no es suficiente evitar el camino político que requiera la iniciación: también hay que evitar el partido o asociación que, sin requerirla expresamente, actúe sobre los mismos principios ideológicos, aunque lo haga por ingenuidad. Con ello en mente, se ve que la posibilidad de participación política a través de los medios convencionales es cada vez menor.

¿Sumarse al activismo opositor de las iniciativas moralmente disolventes, prescindiendo de los partidos políticos, podría constituir una vía aceptable?

Sí y no. Hay que considerar las causas y los medios. Vayamos primero a la cuestión de la causa. Debemos combatir las iniciativas moralmente disolventes con la mayor energía posible, pero no sólo las presentes, fijando nuestra atención exclusivamente sobre ellas como si aceptáramos las anteriores en calidad de irreversibles.

Para nuestra generación fueron especialmente graves la permisión del aborto y la eutanasia, así como la regulación civil de las uniones sodomíticas. La oposición a tales iniciativas marcó el activismo de nuestro tiempo y no puede soslayarse la influencia que tal activismo tuvo en nuestra formación. Pero por influencia del tiempo y de la propia perversión de la Revolución, siempre creciente, mucha gente ya considera tales temas como superados o cuando menos como poco urgentes, sobre todo considerando las nuevas iniciativas que se perfilan en el horizonte. La legalización de las perversiones tiene ese efecto: con el tiempo se dejan de considerar como tales, porque la sociedad se acostumbra gradualmente a ellas, provocando indignación o asombro sólo las perversiones inauditas.

Así, para la generación más joven que la nuestra los grandes retos serán, al parecer, la oposición al transexualismo y la oposición a la regulación permisiva de la pedofilia, porque son los nuevos temas polémicos. Como para la siguiente generación los grandes temas probablemente sean, en la medida en que se equiparen los estatutos jurídicos del hombre y del animal, el bestialismo como nueva unión contra natura y el canibalismo como nueva preferencia personal, entre otras aberraciones que hagan su aparición.

Pues bien, para combatir con sensatez la regulación de las nuevas uniones contra natura, a dichas generaciones convendrá tener una noción clara del matrimonio natural, lo que implicará no haber aceptado, ni por costumbre ni por resignación, las uniones sodomíticas que fueron polémicas en tiempos de sus padres. Y ello será difícil, porque la ley y el tiempo habrán hecho su respectiva mella. Es decir, para poder defender las posiciones futuras, no hay que rendir las presentes ni las pasadas, a pesar del transcurso del tiempo, porque entre ellas hay íntima conexión y la defensa, para ser sólida, debe ser coherente.

Pero debemos reconocer un error de nuestra generación y de las inmediatamente precedentes: ya nos olvidamos de las posiciones que la Iglesia defendió hace no mucho tiempo, aceptando, por negligencia o por resignación, una serie de errores que nos ha dejado parcialmente inermes, olvido que seguirá teniendo su efecto debilitador en el futuro.

¿Pero qué posiciones son esas? ¿En qué hemos claudicado ya?

Me refiero a los temas que fueron polémicos mucho tiempo atrás, que pocos católicos son capaces de recordar todavía, pero cuyo recuerdo es necesario para poder continuar. Creer que sólo son males las iniciativas que atentan directamente contra la familia como institución es una deformación reciente. Introducida, hasta donde puedo ver, por el modernismo eclesiástico. Espero no se malinterprete lo que intento decir. Es imperativo oponerse a los sacrificios humanos —conocidos hoy como «aborto»—, como también a la eutanasia, a la legalización de las relaciones contra natura y a la promoción de la promiscuidad en general, pero no exclusivamente. Los protestantes también se oponen a esas cosas y no dejan de ser enemigos del orden cristiano. Hay que oponerse también a las tres perversiones modernas originales: la promoción de los credos falsos —sean heréticos o sean paganos—, a la usura y a la propia democracia moderna.

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A algunos puede parecer una extravagancia y a otros hasta risible. Pero si se supiera que hace unas generaciones fueron los temas por los que nuestros mayores se jugaron la vida, se recapacitaría. Verá usted, esos son los tres temas o grietas a través de los cuales se infiltró la noción moderna de libertad y que sirvieron como ariete para derrumbar la ortodoxia pública, paso sin el cual habría sido imposible que la Revolución llegara hasta donde se encuentra hoy.

La aceptación de la libertad religiosa relativizó nuestros deberes de justicia para con Dios. La aceptación de la usura relativizó nuestro deber de justicia más básico para con nuestro prójimo: el neminem laedere de Ulpiano (no dañar a otros). Y la aceptación de la democracia moderna fue, y sigue siendo, la negación de los deberes de justicia para con las autoridades naturales, que son formas de paternidad: la política, la familiar, la sacerdotal, la monástica y hasta la magisterial. Claudicar en esos tres frentes hace que todo lo demás —desde el aborto hasta el canibalismo— no sea sino una avalancha de consecuencias irrefrenables. Desengáñese el que crea que es posible aspirar al orden cristiano sin resistirse a esas tres aceptaciones.

¿Pero no es posible una democracia buena?

La democracia que desde la infancia se nos presentó bajo la imagen de Pericles y los atenienses togados es la democracia antigua, que no es sino una forma de tomar decisiones prácticas de gobierno, y que en efecto puede ser buena. Es la participación popular que en cierto modo subsistió en el municipio durante los siglos de la Cristiandad. Y si quiere un ejemplo más gráfico, es lo que se practica cuando un grupo de amigos pide bocadillos a domicilio, ahora que la tecnología lo permite, eligiendo por votación a qué restaurante. Pero es para lo único que sirve: para tomar decisiones prácticas en el cabildo municipal y para pedir bocadillos. Su radio sensato de aplicación es muy limitado.

Y esa misma práctica —el sufragio corporativo— requirió, para subsistir, intervención monárquica que la protegiera de la corrupción y cooptación por parte de las oligarquías locales que, al menos desde el siglo XV, hicieron su aparición. Tal es la razón del nombramiento de regidores perpetuos por parte de la Corona, entre otras medidas. El caso de Italia es particularmente esclarecedor: donde no había presencia española —monárquica— protectora desde arriba de los municipios, imperaban los condotieros, que doblaban la voluntad de los funcionarios municipales con la mayor facilidad. En nuestro tiempo lo mismo ocurre en los municipios mejicanos, cooptados y regidos por narcotraficantes. El sufragio municipal sólo puede existir bajo una égida protectora que no esté sujeta a sus mismos principios rectores y que lo proteja de sí mismo.

Pero si pasamos a la democracia moderna veremos que es una cosa completamente diferente. No pretende sólo tomar algunas decisiones prácticas de gobierno. Es la pretensión de determinar por votación lo bueno, lo justo y lo verdadero, al grado de poder determinar, por mayoría, desde la abolición de instituciones de Derecho Natural hasta la transformación de pecados en derechos. Para quien no haya entendido: se pone en el lugar de Dios. Filosóficamente es una falacia, teológicamente es una blasfemia, históricamente una aberración y desde el sentido común una estupidez. Por donde se analice es indefendible. Y es el tipo de democracia que tenemos hoy, en todas las constituciones del mundo, sean confesionales o no. Y cuando el clero nos pide participar en ella parece no tener ni la noción más elemental de lo que nos está pidiendo.

Esas son las causas, ¿y qué hay respecto a los medios?

Hay cuando menos tres áreas concretas de acción cuyo grado de influencia es más o menos directo en lo que atañe al refrenamiento de las iniciativas moral y socialmente disolventes: 1) El cabildeo legislativo; 2) el litigio estratégico en los tribunales; y 3) lo que genéricamente podríase llamar «acción cultural».

En el ámbito del cabildeo legislativo hay asociaciones y movimientos de relativa organización que, en la época del democratismo obsesivo, aparentan ser fructíferos: apoyan las campañas de diputados pro-vida o pro-familia en general, presentan iniciativas de reforma a tal o cual artículo, incluso llevan a cabo el cabildeo en instancias internacionales como la ONU. Y tal vez ese tipo de activismo tenga su efecto, por lo que no debe descuidarse. El problema con él, sin embargo, es el tipo de alianzas que en ocasiones implica. En Méjico el partido que debería ser el primero en oponerse a las innovaciones perversas es el Partido Acción Nacional, pero como buen partido democristiano es tan inútil como el Partido Popular español. Con quienes hay que estar buscando alianzas es, en consecuencia, con los protestantes, que son los más activos cuando se trata de contrarrestar las perversiones de última generación, como también son enérgicos defensores de las de primera generación, de tal modo que la acción queda un tanto entorpecida, además de que suelen tener una influencia geopolíticamente favorable al gobierno estadounidense, lo que hace que su influjo político sea riesgoso a largo plazo.

El litigio estratégico en los tribunales, al cual yo mismo me dediqué hace muchos años, tiene la virtud de constituir el activismo más técnico y profesional, pero es también el de menor eficacia, creo yo. No sólo porque la mayoría de los jueces está ideologizado —situación en la que el grado de culpa de las universidades no es menor—, sino porque las propias asociaciones y los individuos que postulan las buenas causas se acostumbran a considerarlas bajo la óptica exclusiva de los derechos humanos, al ser el único lenguaje tendiente a la admisión procesal de los ocursos, constituyendo una suerte de corrupción intelectual que se vuelve conveniente por su eficacia.

Y esa corrupción intelectual que deriva de la ideología de los derechos humanos contamina el tercer campo de acción, el de carácter cultural, porque sustituye la noción clásica de lo bueno por la pseudo-ética de la autodeterminación, la noción clásica de lo justo por el pseudo-Derecho del «empoderamiento», y la noción clásica de la Caridad por su negación más radical, que no es la avaricia común y corriente sino la filantropía burguesa. Si en los dos campos anteriores hay necesidad de teñirse con los colores revolucionarios para obtener algún fruto inmediato, en el de la acción cultural, por el contrario, es imperativo abandonarlos para no corromper la causa y a las generaciones venideras.

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¿Podría dar algunos ejemplos clarificadores de ello?

Sí, le voy a dar tres ejemplos.

Primer ejemplo. La oposición al aborto bajo la óptica exclusiva del derecho humano a la vida, que es enteramente comprensible en los tribunales, en el campo social y cultural de acción es contraproducente a largo plazo, porque las mismas razones por las que tal derecho se opone al aborto se pueden invocar en favor de la eutanasia y el suicidio asistido, especialmente el del respeto a la libre disposición de la propia vida, que es el argumento de los libertarios como Javier Milei. Es decir, la idea de que la vida es un bien disponible en libertad sólo por su titular puede resultar en una victoria retórica en un frente, pero ser catastrófica en otro, además de ser una idea intrínsecamente falsa, porque nadie es realmente dueño de su vida.

Segundo ejemplo. El apoyo del uso y distribución de anti-conceptivos como alternativa al aborto, iniciativa que apoyan muchos activistas pro-vida estadounidenses, que en cuanto medida de carácter preventivo tiene una apariencia de bondad y que en el discurso tecnificado de las libertades individuales se puede invocar como «derecho sexual o reproductivo». Tal medida, aunque pueda constituir una victoria a corto plazo en la morigeración de las políticas administrativas, a largo plazo tiene un doble efecto destructivo, porque promueve la costumbre de la cópula como actividad lúdica y porque inocula la idea de que es una actividad a la cual hay derecho, consolidándose los pilares de la mentalidad abortista.

Tercer ejemplo. La insistencia, frente a las iniciativas de los gobiernos izquierdistas, de la propiedad como libertad individual. Que a corto plazo es una táctica que puede suponer una victoria legislativa y quizá también en los tribunales, sobre todo porque casi la totalidad de las constituciones modernas otorga tal derecho. Pero que también, a largo plazo, tiene el efecto de consolidar la cultura del egoísmo individual, porque al quitar a la propiedad su finalidad familiar y de aportación al bien común, rápidamente se convierte en una justificación para atentar en contra de ambas. Así, por ejemplo, la pareja sentimental que, para no hacer peligrar su patrimonio, decide abortar. O vea usted cuántos economistas van por el mundo diciendo, contra la lógica más elemental, que el motor de la economía es la avaricia individual, en lugar de decir que es el ánimo de los padres de familia de proveer al sostenimiento de sus familias, lo contrario de la avaricia individual.

Pero entonces, ¿qué podemos hacer?

Ahora que está de moda la apreciación de las religiones falsas, quizá no esté de más un detalle que los moros entienden bien y nosotros hemos olvidado. Dicen ellos que todo hombre debe librar dos guerras: la espiritual interna (que llaman yihad mayor) y la corporal externa (yihad menor). Hay una idea similar en San Bernardo de Claraval: la guerra simultánea contra las realidades visibles y las invisibles, que hasta hace no mucho fue común entre los católicos y que es necesario recuperar.

Naturalmente, para librar la guerra interior contra nuestros pecados y malas inclinaciones, hay que intensificar la vida espiritual en el seno de la piedad tradicional de la Iglesia. Pero al respecto no puedo decir gran cosa, porque no soy clérigo.

Contra las realidades visibles, pugna a la que estamos llamados los seglares de manera particular, me parece que antes de preguntarnos qué hacer debemos preguntarnos qué dejar de hacer, porque nuestros deberes de abstención son los más fáciles de cumplir y no requieren la existencia de estructuras políticas complejas. En tal línea, debemos, en primer lugar, dejar de creer en el error y debemos dejar de predicarlo. Ello implica el emprender una cierta formación, comenzar a leer, para que el día que sintamos el demonio del liberalismo saliendo de nuestra tripa por la garganta, podamos reconocerlo y mordernos la lengua. Y en tercer lugar, paso que para muchos entiendo es muy difícil, difícil al grado de no requerir sólo templanza sino incluso fortaleza: dejar de participar en los comicios electorales por costumbre o presión social, sobre todo considerando el efecto adictivo y corruptor del alma que tiene la democracia moderna.

Si logramos cumplir nuestros deberes básicos de abstención, quizá podamos, a continuación, dar un paso más. Al respecto creo conveniente advertir contra la tentación de creer que se puede cambiar individualmente el rumbo de las cosas. No se puede. Y quienes lo han podido, ha sido por auxilio demoníaco y siempre para mal. La Providencia no dirige así a los suyos y quien anda ese camino creyendo que hace bien suele acabar en la frustración.

Para hacer las cosas bien es necesario emprender tal esfuerzo en comunión con otros y bajo la disciplina que implica la subordinación a una jerarquía, para no desviarnos. Esa jerarquía, naturalmente, no debe ser la clerical, ni siquiera la de orientación tradicional, porque no es asunto de su jurisdicción ni suele tener formación al respecto. El lugar correcto para formarse, para orientarse, para encontrar a los compañeros en armas con el mismo objetivo y siempre contando con una capitanía de miras claras, es el círculo carlista de la localidad. Quien no se una a él, me temo que está condenado a vagar perpetuamente en su propia individualidad, por genial que sea.

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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todos los medios del sistema democrático liberal son inmorales, la democracia liberal está condenada por la Iglesia Católica -aunque hoy esto se calle- desde 1789 hasta el concilio destructor vaticano II. el beato pio IX calificó el sistema democrático liberal y su sufragio universal como «la mentira universal». Dentro de la democracia el bien común es imposible. la Doctrina católica, desde los padres del siglo I y II y por su puesto San Agustín o Santo Tomás, y la escuela de salamanca y Torras y Bages y Balmes y Menvielle, el gobernante tiene obligación de hacer el bien común. y el bien común la salvación y la salvación no está en la democracia, en el voto, en cambiar soberanamente gobiernos y reyes y repúblicas. la Salvación está en Dios. el gobernante, el Estado tiene obligación de encaminar la sociedad -es decir a las familias- a Dios.
Esto lo ha enseñado la Iglesia católica durante 1960 años y, de repente, llegó el nefasto concilio II vaticano y ocultó y se deshizo subvirtió toda este doctrina y enseñanza.

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