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De todos es sabido que los italianos son grandes navegantes. Sin ir más lejos, ahí tienen a Cristóforo Colombo, antepasado sin duda del teniente de la policía de Los Ángeles que en su tenacidad y agudeza, travestida de simplicidad, revela parentesco con el pertinaz descubridor. Por cierto, que la mentada ciudad norteamericana, donde sienta sus reales la meca del cine y por él la mayor influencia en la sensibilidad universal de las últimas generaciones, debe su nombre a la herencia hispana, como tantas otras que el genovés hizo posibles.

En un mundo que ha olvidado su naturaleza terrestre para convertirse en (inter)nauta, la patria de Colón —ampliada y unificada por Garibaldi— ha optado  por el golpe de timón que nos devuelve la esperanza de recuperar el sentido común como antesala de la decencia. Sé que con estas palabras pierdo simpatías, pero tal vez por ventura gane otras. Nadie se escandaliza cuando oye hablar bien del comunismo. Acabo de estar en el Puerto de Santa María, santuario de mis recordados veraneos infantiles. Allí, un par de casas muy lujosamente restauradas aunque bastante destartaladas, albergan a la Fundación Rafael Alberti. Una parte nada desdeñable de la exposición permanente está dedicada al Alberti comunista, endiosado por la progresía española. Las visitas son continuas, previo pago de su importe. Unos metros más allá, frente al convento de la Concepción, se levanta la casa de Pedro Muñoz Seca. Una lápida bastante sucia reza así: “Los pueblos que honran a sus hijos ilustres, se honran a sí propios. El Puerto de Santa María a Pedro Muñoz Seca. Nació este insigne comediógrafo y poeta en esta ciudad el día 20 de febrero de 1879.” La inscripción, en relieve, está fechada el 8 de septiembre de 1920, y la adornan máscaras de comediantes, una lira, una pluma, un libro abierto y una rama de laurel, todo ello bajo una torre del castillo de San Marcos precedido de las arenas del río a punto de ser mar, el histórico Guadalete.

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Cuento esto como ilustración de la desigualdad estridente que se aplica a unos y a otros. Alberti, tras su incierta presencia en el Madrid republicano de la guerra, donde las checas regían la vida y la muerte (verbi gracia, Paracuellos del Jarama), marchó al exilio, más o menos dorado, en Roma primero y en varias repúblicas americanas después. En uno de los paneles se reproduce una alabanza suya sin pelos en la lengua, que él dominaba tan excelentemente, a los regímenes soviéticos que había visitado, de paso. Nadie se lleva las manos a la cabeza por ello. Pero a Muñoz Seca, como se encarga de recordar su sobrino Alfonso Ussía, le fusilaron aquí en su patria, nadie sabe bien por qué, aunque se sospecha que por haber estrenado meses antes “Anacleto se divorcia”, farsa de la reciente ley que autorizaba la ruptura.

El doble rasero nos ha acompañado a los españoles a lo largo de nuestras vidas desde hace más o menos dos siglos. En el fondo, se trata del zafio juego de las vendettas. Quien gana una guerra, se aprovecha de su victoria hasta las heces. Y después le toca el turno a los perdedores, como estamos viendo en nuestros días y en nuestra nación. Europa ha vivido desde la II Guerra Mundial a la luz o bajo las sombras del resultado de la contienda, lo cual ha distorsionado no pocas cosas, como por ejemplo la división en dos mitades por un telón de acero invisible, salvo el muro, pero feroz que tardó casi cuarenta años en ceder a la presión de los pueblos. De eso no hablan los comunistas. Ni los de antes ni los de ahora, ebrios de “memoria democrática”. Los italianos se han hartado de tabúes y prohibiciones tácitas. Ignoro si tras la Meloni se oculta algún monstruo fascista. Colgar de los pies para su escarnio los cadáveres de una pareja linchada no me parece en todo caso la imagen más saludable de la democracia. Hasta no hace mucho, los comunistas han participado en el Gobierno de Italia, y nadie abría el pico. El Parlamento europeo —cuya mayoría actual no me parece digna de encomio— dictaminó hace algún tiempo que tanto el nazi-fascismo como el comunismo eran regímenes condenables y recomendó a los estados la incorporación de dicho rechazo a sus normativas. La respuesta del Gobierno social-comunista español fue reactivar la persecución del franquismo.

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Llega el momento del golpe de timón para la política italiana. No creo que ni la vencedora en las urnas ni nadie con la cabeza sobre los hombros en las altas esferas del país vecino abogue a estas alturas por la vuelta a los totalitarismos. En todo caso, el bloque de derechas no es sólo el partido Hermanos de Italia. Pero lo indudable es que hay mar de fondo en la opinión pública europea, y estas corrientes exigen un manejo audaz del timón. Tras décadas de adoración al becerro de oro de la izquierda, disfrazado de progresismo, el arco parlamentario empieza a mutar, como ya lo hizo hace tiempo en Hungría y Polonia, por ejemplo. Aquí, en España, mientras una ministra corta la cinta de la era pedófila —lógico, tras el aborto, la eutanasia y la deseducación— y se erige en la moralista mayor del reino, acaba de estallar la tormenta de la división en la derecha radical por las ínfulas de una mala perdedora. Pero eso es otra historia, la desgraciada historia del también marinero mal de altura, que nos persigue desde Juana la Loca hasta Rafael Alberti.

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REDACCIÓN