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Alocución de Blas Piñar en RNE el 1 de abril de 1.958
Desde aquel escuetamente «gracias”, hasta el parte que anuncia «la guerra ha terminado», corren dos trienios de gloria y de dolor.
Aquella mañana -hecha de abril y de azul, de risas y rosas, de alegría y color de multitudes- ilumina para España un horizonte nuevo y fecundo.
Mas lo que importa en la altura de los años transcurridos es averiguar en qué medida, durante ellos y después de ellos, hemos seguido y seguiremos inaccesibles al desencanto, a la mueca triste, al vaho de mezquindad que, como un fleco sucio, sigue a toda empresa humana que, por serlo, se hace y camina sobre la tierra.
Para mí, este ascético ejercicio de luchar contra aquello que nos arrastra al descanso y a la siesta o nos urge, por el despecho, a montar la guerrilla que hurga y rebusca en lo que hiede, constituye la sagrada lección de la victoria, porque entonces, como siempre, también era más fácil desentenderse o gruñir.
De otro lado, la línea marcada por la victoria sigue en pie y a su trazado deben examinarse hechos y conductas. Porque es verdad que a los pueblos los mueven los poetas, mas no basta con mover y arrancar. Es preciso seguir la marcha, manejar el volante en la revuelta peligrosa, cambiar velocidades en el repecho y en el llano, acelerar y amortiguar según las incidencias del viaje, reponer combustible y hasta hacer un alto, repasar las piezas y renovar los conductores.
Y ello con la misma ilusión primeriza del poeta, conservada sin un gesto amargo ante la quiebra del plan o de los hombres, con la fe absoluta del soldado que hizo posible la victoria orando en la vigilia de su guardia:
«Haz, Señor, que la sed y el hambre, el cansancio y la fatiga, no la sienta mi espíritu, aunque lo sientan mi carne y -mis huesos.
Te lo pido, Señor, por mis horas en vela, el fusil y el oído atentos a los ruidos misteriosos de la noche; por mi guardia constante en el amanecer de cada día.
Si lo alcanzo, ya mi sangre puede correr con júbilo por los campos de mi patria y mi alma subir tranquila a gozarte en el tiempo sin tiempo de la eternidad».
Para que el tiempo de aquí -amigo que te fuiste sembrando con júbilo tu sangre- sea un tiempo medido con el reloj de la paz y del trabajo, con la prosa de una administración ágil e inmaculada, con el verso de una gran política, yo te saludo, Día de la Victoria, hecho de abril y de azul, de risas y rosas, de alegría y color de multitudes.
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