21/11/2024 09:37

Por el sur, la inmensidad de las tierras llanas a las que corta el rio Tiétar. Por el norte, los gigantescos roquedales que configuran las montañas de Gredos, los cuales parecen manos huesudas con los dedos descarnados que imploran al Cielo. En el medio Candeleda. Y a su vera Chilla en cuyos entornos había transcurrido la existencia de aquella mujer, la cual siempre devino en los alrededores del Santuario de Nuestra Señora de Chilla que en aquel lugar se encuentra.

 Aquella mujer de bastos andares, de fuerte y tosca complexión y de greñas despeinadas y mugrientas, consumía sus días en la rutina de las horas vacías y en la muda compañía de las pocas cabras que, a la vez de facilitarle el escaso sustento, le hacían percibir que la vida no quedaba reducida a sus, inarmónicos y sucios miembros.

La imagen de la Santísima Virgen de Chilla constituía esa forma humana con la cual hablaba, a la cual rezaba y de la cual únicamente le cabía esperar el amor que todo ser humano, para no regresar a la nada, requiere y precisa.

El sol esa mañana lanzaba sus rayos con toda la crueldad que al fuego le es posible. Sólo entre las intimidades sombreadas de los riscos algunas cabras encontraban pequeñas hierbecillas. El sofocante silencio únicamente era punteado por las esquilas de las más glotonas y exquisitas, las cuales, apoyadas sus patas delanteras sobre algún tronco de zarza espinada, devoraban las más jugosas de sus hojas y los más tiernos y altos tallos. Todo era paz. Sentada en un saliente del terreno, la solitaria pastora con su mirada perdida en la canícula, que sobre las tierras planas del Tiétar se extendía, dejaba pasar el tiempo rebosante de silencios y repleto de soledades.

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Un brusco crujir de pisadas sobre duras piedras y ramas secas puso son de alarma en el deshabitado escenario. El pánico se apoderó de aquel rudo y femenino cuerpo. A pocos metros una enorme mole negra mantenía en nerviosa tensión todo su cuerpo. Su cabeza daba soporte a una gigantesca media luna formada por dos enormes cuernos. Erguida la testuz, sus parpadeantes ojos pusieron su mirada sobre la atónita mujer. Una mosca daba pequeños vuelos sobre el hocico húmedo de aquel toro desmandado. Su lengua, larga y áspera, depositó un rayo sonrosado en aquella cara de pelambre negra. Una de sus pezuñas escarbó con fuerza en el ardiente suelo. La cabeza inclinó su cornamenta bruscamente. Un mugido sonoro y ronco envolvió con estrépito de bravura la brutal embestida.

El pavor puso telón en los ojos de la estremecida pastora. La angustia se apoderó de sus sentidos. Solo el recuerdo de la imagen de la Virgen de Chilla afloró en su mente confundida. La única compañía que en sus soledades poseía, se hizo presente en tan crucial instante.

Una suave y misteriosa fuerza tomó a la mujer. En menos de lo que dura un suspiro, sus rústicos faldones tomaron asiento en un risco elevado.

Allá abajo, y sin saber cómo, quedaba la fiera desconcertada. Allá abajo, quedaba frustrada la iracundia del toro insolente. Allá abajo quedaba el animal furibundo que, persiguiendo una presa en la cual descargar los soberbios hachazos de su cornamenta, se encontró con el inaprensible hueco y el vacío inapelable.

Pasaron unos segundos. Lentamente, paso a paso, ya tranquilo el toro continuó su camino alejándose. Las jaras y las retamas acariciaban enamoradas los costillares de aquel animal lleno de noble bravura y orgullosa altivez. Una garcilla acompañaba a la valiente criatura posada en su lomo picoteando alegremente los parásitos que en su piel se ocultaban. Con el suave balanceo de su rabo la egregia bestia espantaba de su espinazo a un tábano. El día se complacía viendo que sus luces se posaban en el negro azabache de aquélla pelambre plena de sosegada fiereza.

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Transcurría el año 1762.

En el Libro Becerro del santuario de Nuestra Señora de Chilla quedó registrado el hecho.

Cuentan las viejas crónicas que a partir del suceso del que aquí hemos dejado constancia, se veía a la pastora tosca, ruda y desaliñada, muy feliz mientras oraba ante la Virgen, allá en Chilla,

Quizás, queremos pensar, no solo en esos momentos de oración, sino en todos aquellos que a su vida hilvanaban, ya que aquella mujer, desde aquel día, tuvo la certeza de que la soledad para ella había dejado de existir. La experiencia le había mostrado que en todo instante la Madre de Dios estaba presta -nunca mejor dicho- a hacerle un quite.

Dedicado a mi querida sobrina nieta Irene, de quien estoy tan orgulloso

Juan José García Jiménez

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Juan Carlos Ramos

EN TODOS LOS LUGARES DONDE SE HA APARECIDO LA VIRGEN SANTISIMA HAY QUE IR A ORAR, PORQUE ELLA MORA ALLI. ELLA ES MADRE DE DIOS PERO TAMBIEN ES MADRE NUESTRA.

LO DIGO POR EXPERIENCIA. LO HE SENTIDO EN MIS PROPIAS CARNES.

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