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En relación con la cuestión lingüística catalana, los nacionalistas-independentistas verbalizan continuamente el mantra siguiente: el español ha sido impuesto a los habitantes de Cataluña por la legislación de los sucesivos poderes políticos del Gobierno de España; y su implantación coercitiva ha provocado no sólo la marginación de la lengua catalana sino también su sustitución por la lengua de Cervantes.

 

Es cierto que los poderes públicos han producido una legislación que prohibía o limitaba, sobre el papel, el uso o la enseñanza del catalán. Ahora bien, una cosa son las leyes y otra muy distinta la  aplicación de las mismas. Para analizar esta dicotomía, no quiero hacer uso del refrán, que reza así: “quien hizo la ley hizo la trampa”; ni tampoco quiero traer a colación ese rasgo de la cultura política española tradicional y actual, según el cual “las leyes han sido hechas para no ser cumplidas”.

 

Sin embargo, quiero poner el acento en otro aspecto de la aplicación de las leyes. Para que éstas, en general, sean aplicadas y rijan nuestros destinos son necesarias dos cosas: voluntad política de aplicarlas y disponer de los medios para que sean aplicadas. Diacrónicamente, estos dos medios han estado ausentes en la aplicación de la precitada legislación lingüística. Esta constatación permite explicar-comprender —de una manera más objetiva— la marginación del catalán y el ascenso y la utilización del español en cada vez más territorios, en cada vez más funciones y en cada vez más situaciones de comunicación y de más prestigio. Para abordar esta cuestión y desfacer muchos entuertos, hoy iniciamos una somera descripción diacrónica de la evolución lingüística de la Península Ibérica.

 

El Reino de España actual es una realidad plurilingüe, que hunde sus raíces en la larga y procelosa historia de la Península Ibérica. Antes de la llegada de los romanos, Iberia era un mosaico de pueblos y lenguas diferentes. Su conquista por Roma (ss. III y II a. de J. C.) provocó la desaparición de estas peculiaridades lingüísticas (con la excepción del vascuence), propiciando al mismo tiempo una cierta unidad lingüística, más o menos sólida, según la fecha, la intensidad y la efectividad de la “romanización” de los distintos territorios.

 

La llegada de los árabes-bereberes a la Península, en 711, y su estancia a lo largo de ocho siglos acabaron con la unidad lingüística, producto de la romanización, y fueron una de las causas de la fragmentación lingüística posterior y actual. En efecto, enseguida, a partir del 722, los cristianos, que se habían refugiado en las montañas de Asturias y de los Pirineos, organizaron la resistencia contra los invasores árabes y comenzaron la Reconquista a partir de cuatro centros diferentes e independientes: Covadonga (Asturias), Pamplona (Navarra), Jaca (sita en los altos valles aragoneses) y la Marca Hispánica (norte de la Cataluña actual). Esta pluri-resistencia dio lugar, a medida que avanzaba la Reconquista, a reinos diferentes e independientes, orientados de norte a sur. Ahora bien, la Reconquista propició, al mismo tiempo, el desarrollo y la implantación de cinco tipos lingüísticos o dialectos, que fueron, de este a oeste: el catalán, el navarro-aragonés, el castellano, el leonés y el gallego-portugués (Miguel Díez y alii, 1977). Por eso, Menéndez Pidal (1960) escribió que “la fragmentación lingüística actual de la Península Ibérica es, en lo fundamental y decisivo, resultado de la Reconquista”.

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Al final de la Edad Media, con la conquista del reino musulmán de Granada en 1492, los Reyes Católicos consolidaron la unidad espiritual de la Península. Por otro lado, gracias al matrimonio de Isabel y Fernando (los Reyes Católicos), la unión de los reinos de  Castilla y de Aragón estaba asegurada. Sin embargo, cada uno de estos reinos era, en realidad, una federación de territorios que conservaron celosamente sus fueros (leyes), sus cortes (parlamentos), sus aduanas, sus monedas, sus impuestos, sus pesos y medidas,… y también sus lenguas (Julio Valdeón, 1981; Pierre Villar, 1979). Así, un nuevo mosaico lingüístico, fruto de la romanización y de la posterior Reconquista, alicató el mapa de la Península Ibérica.

 

Desde la Edad Media y hasta el reinado de Felipe IV (1621-1665), todos los reyes respetaron las particularidades regionales; entre ellas, las lingüísticas. No obstante, Felipe IV, aconsejado por el Conde-Duque de Olivares, quiso imponer las leyes de Castilla a todos los reinos de España, provocando la separación de Portugal, la guerra de Cataluña y el paso de las tierras catalanas de allende el Pirineo a la soberanía francesa. Sin embargo, y a pesar de haber ganado la guerra de Cataluña, Felipe IV respetó las libertades catalanas (Josep Meliá, 1970). Pero esto no duró mucho tiempo.

 

Con la llegada al trono, en 1713, del primer Borbón, Felipe V, la centralización progresa y la prohibición formal y explícita de cualquier lengua que no sea el castellano es una decisión reiterada por los sucesivos monarcas. Así, Valencia, Aragón y Cataluña, que habían apoyado, en la guerra de Sucesión (1701-1713), al otro pretendiente al trono de España (el Archiduque Carlos de Habsburgo), perdieron sus instituciones propias y la mayor parte de sus libertades, entre las cuales la de utilizar la lengua catalana (primero, en los Tribunales; y luego, en las “escuelas de primeras letras”), en el caso de Valencia y Cataluña (cf. Decreto de Nueva Planta de 1716). Con Carlos III, una Real Cédula de 1768 hace explícita la orden de enseñar en castellano en la Corona de Aragón. Otra Real Cédula de 1780 extiende esta orden a todo el Reino de España. Y la Ley de Instrucción Pública de 1857 (o Ley Moyano, que dotó al sistema educativo español de un marco legal, que perduró sin grandes cambios hasta la Ley General de Educación de 1970) vuelve a reiterar la misma orden (Miguel Díez y alii, 1977).

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Ahora bien, este intervencionismo lingüístico se inició cuando el castellano gozaba ya de una hegemonía casi absoluta sobre las otras lenguas peninsulares. Por otro lado, estas órdenes, que postulaban una explícita política lingüística de castellanización, fueron más simbólicas o formales que efectivas, ya que sólo podían dirigirse a las elites regionales —la tasa de analfabetismo rondaba aún el 70% en 1875, más de un siglo y medio después (Carlos Lerena, 1976)—; y, además, no se previeron los medios necesarios para que fueran aplicadas (Alain Milhou, 1989).

 

El castellano, más bien, se fue imponiendo sobre las otras lenguas o dialectos peninsulares, ya desde la época de la Reconquista, gracias a los continuos avances de Castilla en la recuperación de los territorios bajo dominio musulmán, a su creciente poder político, económico y demográfico, así como al prestigio y peso del castellano como lengua común de los distintos reinos y como lengua internacional de cultura y de comunicación. En efecto, en tiempos de Alfonso X (1221-1284), el castellano era ya la “lingua franca” que permitió traducir y dar a conocer en Occidente las grandes obras históricas, jurídicas, literarias y científicas de la cultura de Oriente; y en esto jugó un papel importante la labor de la Escuela de Traductores de Toledo. Además, el castellano fue la primera lengua peninsular que fue objeto de “normativización”, gracias a la primera Gramática de la Lengua Castellana (1492) y a las Reglas de ortografía castellana (1517) de Elio Antonio de Nebrija (García Martín, 2003).

 

Por estos motivos, el castellano adquirió una gran relevancia como medio de comunicación en el campo jurídico y administrativo, como lengua vehicular de la enseñanza, de la creación literaria y científica y de la comunicación internacional. Por estas razones, las elites de las regiones con lengua diferente lo habían adoptado voluntariamente, sin ser obligadas a ello con métodos autoritarios ni coercitivos (Fernando González Ollé, 1995). Y por eso, se puede afirmar que, desde la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XIX, la cuestión lingüística no planteó ningún problema y el español o castellano fue adquiriendo cada vez más importancia y fue conquistando nuevos espacios de comunicación, no por la imposición autoritaria de los poderes del Estado, sino por su prestigio, su pujanza y su peso específico, largamente arraigados (Salvador de Madariaga, 1978).

 

Coda: « Je ne demande pas à être approuvé, mais à être examiné et, si l’on me condamne, qu’on m’éclaire » (Ch. Nodier).

Autor

REDACCIÓN