31/03/2025 05:26
Mi dilecto amigo Agustín Martínez Tejeda, que es un ratón de biblioteca -y no un erudito a la violeta-, ha tenido la gentileza de enviarme por correo certificado un ejemplar de ‘Las mujeres de la literatura’, cuyo autor es mi tío abuelo, el poeta, novelista, periodista y diplomático Luis de Oteyza.
Fechado en 1917 -el malhadado año de la Revolución Rusa- y editado por La Librería Viuda de Pueyo, sita en la madrileña calle del Arenal, con un prefacio primoroso de la Condesa de Pardo Bazán, al abrir sus páginas color sepia y deshilachadas, he tenido la sensación de adentrarme en una suerte de gineceo, la estancia reservada a las mujeres en la Grecia Clásica. No en vano, la primera en asomarse a este universo embalsamado de aroma de mujer, es la bellísima Helena, que provocó la Guerra de Troya por echarse en brazos de Paris. Continúan su estela Penélope, Hécuba, Antígona, Electra, Medea…y Lisistrata, la heroína de Aristófanes que promovió la primera huelga de sexo…
Sin olvidar, cómo no, a Margarita Gautier, ‘La dama de las camelias’, ni a Finea, ‘La dama boba’, ni a Julia de Aiglemont, ‘La mujer de treinta años’, alumbrada por Balzac. Y pensar que entonces esa edad se consideraba otoñal para una señora…
Forman también parte del medio centenar de ‘elegidas’, las adúlteras, Emma Bovary y Ana Karenina; así como ‘nuestras’ Pepita Jiménez, Doña lnés, Currita de Albornoz, Doña Perfecta, La Celestina…y Dulcinea del Toboso, a la que Don Quijote y Sancho, veían con distintos ojos, claro está. Al fin y al cabo, ¿q ué es el amor sino una cuestión de perspectiva?
Pío Baroja, que fue director de la revista El Globo donde Luis de Oteyza inició su singladura profesional, distinguía entre dos tipos de periodistas: los de mesa y los de patas; y nuestro protagonista pertenecía sin duda alguna a estos últimos, como refleja la audaz entrevista -uno de los mayores hitos de la profesión en nuestro país- que siendo director de La Libertad realizó al caudillo rifeño Mohamed Abd el-Krim, el verano de 1922, justo un año después del Desastre de Annual, propiciando, tras un enconado debate en el Consejo de Ministros, la liberación de los quinientos prisioneros abandonados a su suerte en la bahía de Alhucemas.
La Libertad fue un periódico de ideología liberal, vinculado al político Santiago Alba Bonifaz y al empresario vasco Horacio Echevarrieta, que contaba entre sus ilustres colaboradores con Manuel Machado, Pedro de Répide, Eduardo Ortega y Gasset, Antonio Zozaya, Teresa de Escoriaza y el que fuera Gran Maestre del Grande Oriente Español, Augusto Barcia.
Autor de una obra sicaliptíca -‘Anécdotas picantes’-, de laxa moral, republicano recalcitrante y furibundo anticlerical, a decir verdad, Luis de Oteyza -tío carnal de mi madre- era la antípoda de mi padre, Juan José Espinosa San Martín, un ferviente católico que nada más estallar la Guerra Civil, con apenas dieciocho años, partió desde Madrid a Sevilla para alistarse voluntario en una bandera de Falange, y en la década de los sesenta ocupó la cartera de Hacienda durante cuatro largos años en el Gobierno de Franco.
Tal vez por eso, cuando salía a relucir nuestro  pariente letraherido en alguna conversación familiar, mi padre, sin desmerecer su innegable talento -‘La vuelta de los vencidos’ figura entre ‘Las mil mejores poesías de la lengua castellana’-, solía apostillar:
– Era un librepensador…
Dicha expresión, caída hoy en desuso, iba entonces estrechamente ligada a aquellos intelectuales que se apartaban de los dogmas, y solía a asociarse al agnosticismo o la pérdida de la fe, como le sucedió al tío Luis; lo que no era óbice para que cuando tenía un asunto peliagudo entre manos, le pidiese a su pía, paciente y abnegada esposa, María Hernández de Tejada, con quien tuvo seis vástagos, que rezase por él, como si confiara ciegamente en que las preces de su santa mujer serían atendidas por el Altísimo.
En todo caso, a mí me fascinaba ese aura de dandysmo, transgresión y misterio que envolvía a nuestro antepasado poeta, que compartió tertulias con Valle Inclán, Azorín y Cansinos Assens, y se codeaba con los políticos de la época.
Extravagante y contradictorio, de espíritu aventurero y sangre caliente, Luis de Oteyza defendía sus ideas con ardor.
No por nada, en el prólogo de uno de sus libros de poemas, ‘Versos a los veinte años’, Manuel Machado lo definió como ‘agrio polemista’.
Y vaya si lo era…
Siendo diputado por Huelva del Partido Radical, en una acalorada discusión llegó a las manos, y se batió en duelo más de una docena de veces.
Cuando se personaba en su casa el maestro Rivas, su profesor de esgrima, y sacaba del armario el florete, las espadas y los sables para practicar, su esposa se echaba a temblar.
Era señal inequívoca de que se avecinaba peligro.
– Anda, María -le decía a su mujer-, haz el favor de rezar por mí una de esas novenas…
Aunque no tuve el honor de conocerlo -falleció en el exilio en Caracas a principios de los sesenta-, sí trate, y mucho, a su hermana Pancha, soltera y gruñona, que residía en Núñez de Balboa y venía a comer todos los domingos a nuestra casa de Joaquín Costa.
Era ella quien, durante la sobremesa, mientras tomábamos café en el cuarto de estar, nos contaba jugosas y desopilantes anécdotas de su hermano, por quien sentía adoración.
Al parecer, durante un viaje a los Estados Unidos, rellenando un formulario, se topó con una insólita pregunta:
-¿Polígamo?
– Un simple aprendiz- respondió.
Su afilada e hiriente pluma, le causó al tío Luis no pocos quebraderos de cabeza.
Hallándose en el ‘buffet’ del Congreso, junto a su amigo y colaborador en La Libertad, Eduardo Ortega y Gasset, irrumpió en el bar, hecho un basilisco, Miguel Molla Gastón de lriarte, director de El Liberal, el diario de la competencia y, sin mediar palabra, lo abofeteó al tiempo que insultaba al hermano del celebre filósofo, quien, ni corto ni perezoso, agarró una silla y la estrelló en el costado del agresor.
Por su parte, Oteyza, sin más requilorios, sacó un arma de fuego del bolsillo, hasta que amistades comunes lograron separar a los contendientes, apaciguando así la trifulca.
Ni que decir tiene que la prensa se hizo eco del incidente.
Tras el asalto al Expreso de Andalucía, que tanto conmovió a la sociedad española en el año 20, fueron condenados a muerte tres reos.
A los periodistas se les negó la entrada.
Sólo tuvieron el ‘privilegio’ de presenciar la ejecución, llevada a cabo con garrote vil, el escritor cubano Eduardo Zamacois, que solicitó un permiso a fin de documentarse para su novela ‘Los vivos muertos’, y el director de La Libertad.
Antes de ser conducidos al patíbulo de la cárcel Modelo de Madrid, los condenados pasaron por la capilla.
Después degustaron fiambres, dulces y vinos.
Y a continuación se despidieron de sus seres queridos.
Como era costumbre entonces, había dos verdugos: el ‘titular’, madrileño, joven e inexperto, enjuto y malencarado.
Y el ‘suplente’, natural de Burgos, con frondosas barbas blancas y achaparrado.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, cuando le tocó el turno al último de los condenados, Honorio Sánchez Molina, el verdugo madrileño,  como era costumbre, cubrió su rostro, le ató los brazos y las piernas, y le colocó la ‘corbata fatídica’ alrededor de la garganta, sin embargo, no logró girar la palanca lo bastante como para segar su vida.
De modo que el sayón burgalés, más fornido y experimentado, tuvo que verse obligado a echarle una mano dando otra ‘vuelta de tuerca’.
Al concluir la ejecución, cuando izaron la bandera negra en la prisión, Oteyza se dirigió al avezado verdugo para felicitarlo efusivamente.
– Lo ha hecho usted francamente bien. Si alguna vez me veo en este trance, le ruego que sea usted quien me ajusticie.
– Lo siento, señor Oteyza -le contestó el verdugo burgalés-, pero me temo que para entonces yo estaré jubilado. Llevo ya 58 ejecuciones a mis espaldas.
– Lástima…
Espléndido y dadivoso, el único piso que se compró mi tío Luis a lo largo de su azarosa vida, se lo regaló precisamente a su hermana Pancha, a la que recuerdo siempre mascullando:
– Me quiero morir, me quiero morir…
Un día a los postres se atragantó.Tras unos instantes tosiendo, con el rostro congestionado, ante la atenta y tensa mirada de todos nosotros, mi padre, resuelto, se levantó de la silla, la cogió del talle y después de voltearla, agitó su cuerpo menudo boca abajo, con las enaguas al aire, hasta que expulsó el gajo de mandarina que le había obstruido la glotis.
Una vez recompuso su maltrecha figura, la tía Pancha, muy digna, se atusó el cabello, se alisó el vestido, tomó asiento de nuevo y en cuanto apuró el vaso de agua, suspiró aliviada:
– Menudo susto…
Entonces entendí que su apego por la vida era mayor del que proclamaba, y ese afán por abandonar este mundo no dejaba de ser una ‘pose’ para que la hiciéramos caso.
También supe por la tía Pancha que su hermano tuvo un amante, Teresa de Escoriaza, una mujer fascinante.
De belleza arrebatadora y deslumbrante elegancia, adelantada a su tiempo, pionera del feminismo en España, fue corresponsal de La Libertad en Nueva York, donde firmaba sus artículos con el seudónimo de Félix de Haro.
Posteriormente, cuando se incorporó al equipo de reporteros del periódico para cubrir la Guerra de Marruecos, pasó a publicar sus brillantes crónicas con su nombre verdadero.
Teresa de Escoriaza está considerada la primera mujer enviada especial de nuestro país, y sus textos, escritos desde el prisma de quienes sufren los daños colaterales de la contienda: las madres, las novias, las hermanas de los soldados…emanan una exquisita sensibilidad.
‘En el frente bélico es una aparición asombrosa’ -así la retrata Antonio Zozaya en el liminar de ‘Del dolor de la guerra’, recopilación de los artículos que publicó en La Libertad. -Y, más adelante, añade-: ‘Una rubia montada a horcajadas de un caballo alazán blanco, vestida con calzones, tocada con sombrero de ala ancha y con un cordón al cuello del que cuelga una pistola automática de nacarado culatín’.
Delicada como una ofelia, y a la vez osada e intrépida,Teresa de Escoriaza cuenta en sus reportajes como los mismos soldados con los que comparte rancho y trincheras, y se desplaza apretujada en los blindados que repelen las balas, le enseñan a disparar con ametralladora.
Además de ser compañeros en La Libertad, Teresa de Escoriaza y Luis de Oteyza compartieron también su asombro por Nueva York, a la que dedicaron respectivamente sendas novelas -‘El crisol de las razas’ y ‘Anticípolis’-, cuando la ciudad de los rascacielos se perfilaba ya como la gran urbe del futuro.
Tampoco estuvo ajeno Luis de Oteyza a experimentar nuevas sensaciones a través de las drogas, tan en boga en la Belle Epoque, y hay entre sus versos una poesía -incluida en su poemario ‘Brumas’- dedicada a la absenta, el elixir de los vates de aquel periodo finiprimisecular.
También flirteó Luis de Oteyza con la política.
Animado por Santiago Alba Bonifaz, uno de los mentores de La Libertad, se presentó a los comicios de junio del 23 en las listas del Partido Radical de Alejandro Lerroux, y obtuvo el acta de diputado a Cortes por la circunscripción de Huelva; la misma formación en la que militó Clara Campoamor, que abogaba por el sufragio femenino cuando la izquierda española -ironías del destino- se oponía al voto de la mujer.
Desde su escaño, Oteyza se solidarizó con las reivindicaciones de los trabajadores de las minas de carbón de Riotinto, que soportaban unas condiciones de vida infrahumanas.
Sin embargo, aquella legislatura tuvo una vida fugaz -apenas tres meses-, al verse abruptamente interrumpida por el pronunciamiento de Primo de Rivera, que acabaría teniendo consecuencias nefastas para Luis de Oteyza.
Al convertirse en máximo accionista de La Libertad el banquero Juan March, modifica la línea editorial del periódico, y nuestro protagonista, fiel a sus principios, opta por abandonar la dirección del rotativo.
Parte entonces a Filipinas, donde reside su hermano Carlos, y se dedica a recorrer el mundo.
Fruto de esos viajes son algunos de sus libros de aventuras más exitosos, como ‘De España al Japón’ o ‘El diablo blanco’, traducido a catorce idiomas.
Siempre atrevido, en ‘El remoto Cypango’ nos describe prolijamente una jornada en una casa de placer japonesa, donde disfruta de los encantos y la sabiduría de una refinada cortesana, mientras que en ‘Tierra de negros’, relata con humor como los nativos le ofrecen la Venus de Ébano a su inseparable fotógrafo ‘Alfonsito’, y él mismo le disuade, arguyendo que si se la llevaba a España, ‘le afectarían los fríos del Guadarrama’.
Expedición de ‘Al Senegal en avión’. Antoine de Saint Exupéry, primero por la derecha; Luis de Oteyza, segundo por la izquierda
En ‘Al Senegal en avión’, coincide al final del trayecto en Cabo Juby con Antoine de Saint Exupéry, cuando el autor de ‘El principito’ todavía no era universalmente conocido, y trabajaba de piloto comercial en la compañía francesa Aeropostale, que cubría la ruta entre Toulouse y Rabat; un encuentro inmortalizado por ‘Alfonsito’, quien, además, realizó unas espectaculares fotografías aéreas con su cámara Goertz.
Y donde sobrevivieron a una tempestad en el desierto: ‘El avión parecía una hoja mecida por el viento’.
Esos años ve la luz también ‘¡Viva el Rey!’ -una feroz invectiva contra la monarquía-, y ‘El hombre que tuvo harén’.
Con el advenimiento de la ll República vuelve a España. Su amigo Niceto Alcalá Zamora le ofrece entonces la embajada de Caracas, donde alza la voz contra los excesos, abusos y arbitrariedades del sátrapa Juan Vicente Gómez Chacón, un enajenado personaje que tuvo siete hijos fruto de su primer matrimonio y más de setenta vástagos ilegítimos.
Tras el asesinato de José Calvo Sotelo, el 13 de julio del 36, el Gobierno de la República convocó urgentemente a los embajadores.
Después de la reunión, Luis de Oteyza se dirigió a casa de su hermana Amalia y su marido -mis abuelos maternos-, que residían en la calle Lagasca,13.
Tras subir parsimoniosamente en el ascensor acristalado con banqueta hasta el sexto piso, se reunió con su familia, que le aguardaba ansiosa.
-¿Qué os han dicho?- le preguntó hecha un flan mi abuela, en presencia de su marido y sus siete hijos, entre quienes se hallaba también la benjamina de ellos, mi madre, que apenas contaba quince años.
– Que defendamos la República a toda costa, dentro y fuera de España- contestó el tío Luis mientras se enjugaba con un pañuelo el sudor que perlaba su frente.
-¿Y tú qué has opinado? -inquirió de nuevo mi abuela Amalia.
– ¡Que la República ya se ha ido a la mierda!
Y así fue…
Aunque adonde él partió fue al exilio, tras dimitir de su cargo, horrorizado ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos en el bando republicano.
De golpe se encontró sólo, con los bolsillos vacíos y en tierra de nadie.
Primero marchó a Nueva York, luego a La Habana, para establecerse definitivamente, desde 1943, en Caracas.
En esa etapa colaboró con diversos medios iberoamericanos: El Excelsior, de México; El Diario de la Marina, de Cuba; El Mercurio, de Chile; La Nación, de Buenos Aires; La Esfera, de Caracas…donde con su prosa limpia y clara, elegante y refinada, dio buena muestra de su agudo ingenio y su satírico sentido del humor, que traslucía acaso un poso de amargura.
En el exilio ya nunca volvió a ser el mismo.
Desengañado y escéptico, la suya fue desde entonces una suerte de existencia póstuma, con la mirada puesta en su añorado país, adonde nunca más regresó, pasando a formar parte, al no identificarse plenamente con ninguno de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil, de la ‘Tercera España’, algo similar a lo que le sucedió a Manuel Chaves Nogales, quizás junto a nuestro hombre, las dos plumas más brillantes del periodismo español de los años veinte-treinta.
En cuanto a Teresa de Escoriaza, también se exilió en América, concretamente en la costa este de Estados Unidos, en Nueva Jersey.
En 1938 obtuvo la nacionalidad americana.
Ella y Luis de Oteyza todavía mantuvieron algún encuentro furtivo, aunque su pasión se diluyó entre el tiempo y el espacio, si bien en el fondo de sus corazones permaneció un rescoldo de ese fuego.
Teresa de Escoriaza regresó años más tarde a España y murió el 18 de julio de 1968, donde vio la luz primera, en San Sebastián, en el anonimato, sóla y sin descendencia.
Luis de Oteyza falleció en Caracas el 11 de marzo de 1961.
En el lecho de muerte, algunos de sus familiares, muy creyentes, porfiaron para que se confesase.
Aunque a regañadientes, accedió a recibir la visita de un sacerdote jesuita, estrechamente vinculado a los suyos, el padre Machimbarrena.
Tras permanecer ambos más de una hora encerrados en la estancia, conversando sobre lo humano y lo divino, mientras desde la habitación contigua se oía la salmodia de un rosario, el sacerdote salió con los ojos empañados.
– No ha querido confesarse -les dijo a sus familiares cuando se arracimaron expectantes junto a él.-Y después, al contemplar sus rostros contrariados, añadió-: Pero no sufráis por él. lrá al cielo porque vivió con arreglo a sus ideales.
Quizás por eso expiró con serenidad horas después en brazos de su esposa María, rodeado de sus hijos y sus nietos, como si confiara secretamente en que las plegarias de su mujer, al igual que otras veces, serían atendidas.
‘Cuando somos jóvenes y acariciamos el muslo de nuestra novia, sentimos una sacudida; cuando somos viejos y acariciamos la pierna de nuestra mujer, ya no sentimos nada, pero si a nuestra mujer le cortasen la pierna, nos dolería tanto como si nos la hubiesen cortado a nosotros mismos’.
Esas sabias palabras de Miguel de Unamuno, probablemente reflejen lo que sentía el uno por el otro en el crepúsculo de sus vidas.
Miguel Espinosa García de Oteyza

Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
LEER MÁS:  Abd el-Krim y la teoría del caos. Por Miguel Espinosa García de Oteyza 
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Aliena

De las «adúlteras» falta nombrar a Ana Ozores, la Regenta, mucho más interesante que Emma Bovary, por cierto.

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