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Allá por el año 1961, mis padres, hermanas y yo, el más pequeño de la familia, hasta ese momento, nos trasladamos de casa, desde la calle Milaneses de San Lorenzo de El Escorial a la vivienda que en el Valle de los Caídos iba a estrenar la familia Zarco, sin salir del mismo término municipal, en el nuevo centro de trabajo del recién creado monumento español a los caídos en la guerra civil de 1936-1939.

Entonces en San Lorenzo de El Escorial había varios centros educativos, tanto públicos como privados donde sus vecinos más jóvenes podían realizar sus estudios, desde su más tierna infancia hasta los universitarios. El más pequeño y humilde de sus centros, en este caso público se había ubicado en este pequeño poblado de trabajadores públicos, con el nombre de Centro Escolar de Enseñanza Nuestra Señora del Valle de los Caídos, que había tenido como primer maestro a D. Gonzalo de Córdoba, maestro recluso que educó a muchos hijos tanto de trabajadores reclusos como de trabajadores libres que realizaban su labor en las obras del Valle de los caídos y después a los hijos de los Empleados Públicos en este nuevo edificio escolar.

Pero esa es otra historia. No tuve la suerte de recibir la formación de este Maestro Nacional, del que hablaban maravillas, mis padres y hermanas, que sí recibieron su enseñanza, pero sí recuerdo esa escuela donde me formé hasta cumplir los 10 años y antes de comenzar a estudiar en otro centro los estudios de Bachillerato. Allí comenzó mi formación junto con otros 30 niños, Dª Martina, la maestra nacional que sucedió a D. Gonzalo, tras su jubilación, se encargó de la educación de tantos niños, que entre 4 y 10, incluso alguno más mayor, que yo recuerde, donde aprendimos y vivimos nuestra niñez en ese maravilloso bosque de nuestros recuerdos.

La escuela era un edificio rectangular al que varios escalones daban acceso a un porche cubierto donde, sobre una roca de granito, se erigía un mástil blanco en cuya cúspide ondeaba cada día la bandera nacional. Tras pasar la puerta de estrada se accedía a un amplio recibidor donde dejábamos nuestras prendas de abrigo o lluvia en la infinidad de colgadores que sobresalían de los muebles que cubrían sus paredes.

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Desde el recibidor pasábamos a un extenso salón que recibía la luz solar desde ambos lados, donde un gran número de amplias ventanas abrían sus luces al exterior a lo largo de ambas fachadas laterales, lo que convertía el amplio aula en un crisol de luz y color. Al fondo una gran chimenea, que el Sr. Mateo, operario de mantenimiento, conservaba encendida continuamente en los duros días de invierno, para alegría de todos.

Los pupitres se extendían por la sala, donde los niños, unos treinta aproximadamente, se agrupaban por edades para recibir las enseñanzas relativas a cada uno de los cursos. Esa amalgama de edades hacía de la clase un caos formativo que Dª Martina salvaba con una gran voluntad y una enorme paciencia.

Al fondo a la derecha, como debe ser, se encontraban los aseos, tanto para chicos como para chicas, porque la escuela nacional que nos ocupa, era una escuela nacional mixta.

Allí hasta los 10 años, aprendí con mis primeras lecturas, mis rudimentos de matemáticas, los primeros pasos de Historia y Geografía, Lengua Española, Religión o Ciencias de la naturaleza. En ella vi los primeros programas de Félix Rodriguez de la Fuente en TVE y gracias a la educación en la misma, llegué con una más que buena preparación a mi primer curso de Bachillerato, ya fuera de la misma.

De la chimenea en su exterior colgaba una campana que se hacía sonar para avisar a los vecinos de los incendios que se producían en el bosque en algunas ocasiones y que los ponía en alerta para ayudar en la extinción de los mismos, también para avisar de la misa del Domingo, porque la escuelita hacía las veces de Iglesia cuasi-parroquial, donde un monje Benedictino del Monasterio cercano, celebraba la misa para los vecinos. Así sentíamos cercanos a los monjes que como el P. Alejandro o el P. Joaquín, entre otros, nos acompañaban, unas veces como cuasi-párrocos, otras como fotógrafos e incluso a veces como practicantes, psicólogos o simplemente amigos.

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Pero a qué viene contaros esta mi historia escolar si no porque el otro día recibí las fotos que mostraban la situación de abandono en que se encontraba el edificio, en un delicado estado de deterioro por el único, increíble e impredecible problema de estar situado en el marco del innombrable Valle de los Caídos, eso sí, la escuelita no estaba cubierta por la montaña, la humedad no era imprevisible, de difícil y cara solución, como dicen algunos cuando hablan de la Basílica y tampoco en una situación de deterioro diferente al resto de los inmuebles de la finca.

Ya hubo una oposición al derribo que quiso llevar acabo Patrimonio Nacional hace unos años pero que gracias a la Asociación para la defensa del Valle de los Caídos quedó suspendida al considerarse que el edificio era “un edificio singular” por ser prefabricado y haberse expuesto su maqueta en la bienal de Venecia, como componente único del arte arquitectónico en 1952.

Tirarla no la han tirado pero la están dejando caer, como todo el Valle de los Caídos. Posiblemente una subvención de los que la Ley de Memoria Democrática suele otorgar la salvaría, aunque fuese “In memoriam” de D. Gonzalo de Córdoba.

Los Presupuestos Generales del Estado de este Gobierno de Pedro Sánchez, recogen en una adicional que el Valle de los Caídos tendrá que vivir de lo que recaude y que solamente el Patrimonio Nacional pagará las nóminas de sus empleados públicos, dicho en forma que todo el mundo lo entienda, la recaudación de las entradas y nada más, pandemia incluida.

Adiós a mis recuerdos, adiós a la escuela, adiós a las viviendas de los trabajadores, adiós al funicular, adiós a la Hospedería, adiós a la Basílica, adiós al Monasterio benedictino, adiós a la Cruz, adiós, adiós, adiós.

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REDACCIÓN