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Franco y Ortega

El 23 de marzo de 1914, el incipiente Ortega y Gasset pronuncia en el Teatro de la Comedia de Madrid una conferencia sobre la «Vieja y nueva política» que causó impacto a nivel nacional. Durante meses no se habló de otra cosa en la España oficial y las palabras del filósofo llegaron hasta el último rincón de las clases sociales leídas…, incluso a África, porque allí cayeron en manos de un jovenzuelo teniente, aunque ya «casi capitán», el capitán Franquito, que se bebió el texto íntegro de la conferencia. Quizás porque Ortega hablaba con palabras claras y rotundas de los males de España e incluso de la guerra de Marruecos, es decir, de «su» guerra. En relación con ella, Ortega decía lo siguiente:

 

«No tenemos fe en la buena organización de nuestro ejército… Acaso muchas de las razones corrientes contra esta guerra no sean tales razones contra esta guerra, sino manifestaciones de un cierto estado de espíritu, innegablemente muy generalizado, en relación con nuestro ejército… Tanto como me sería repugnante cualquier adulación al ejército, me parecería sin sentido no entrar con los militares en el mismo pie de fraternidad que con los demás españoles. Por eso, no creo herir ningún mandamiento ni ninguna prescripción, si solicito a los militares jóvenes, a los que son en el ejército una nueva generación, para un cierto género de colaboración ideal y teórica, para una comunión personal con los demás españoles de su tiempo que se preocupan de los grandes problemas de la patria».

 

Pero la lectura de esa conferencia de Ortega no sólo significó el encuentro de Franco con el filósofo, con el que sólo se llevaba nueve años de diferencia, fue también el encuentro de «España como problema» y con la realidad política del momento, sin duda,  una de las más desastrosas del reinado de don Alfonso XIII.

Esa admiración por el filósofo fue aumentando a medida que iba leyendo lo que escribía (en su Biblioteca figuraban encuadernados los artículos de «El Espectador» y muy subrayadas y con anotaciones laterales de su puño y letra «La España invertebrada» y «La Rebelión de las Masas»… Algunas pude copiar.

«Empezando por la monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás.

Han hecho todo lo contrario: Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales (1); han fomentado, generación tras generación, una selección inversa en la raza española. Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas.

Ella mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir a los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables. (…)

Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo, deshaciendo… Hoy ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo…

Así, pues, yo encuentro que el catalanismo y el bizcaitarrismo es precisamente lo que menos suele advertirse de ellos, a saber: lo que tienen de común, por una parte, con el largo proceso de secular desintegración que ha segado los dominios de España; por otra parte, con el particularismo latente o variamente modulado que existe hoy en el resto del país.

Lo demás, la afirmación de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, la crítica de la política central, me parece que, o no tiene importancia, o si la tienen, podría a provecharse en sentido favorable.

Pero esta interpretación del secesionismo vasco-catalán como mero caso específico de un particularismo más general existente en toda España queda mejor probada si nos fijamos en otro fenómeno agudísimo característico de la hora presente y que nada tiene que ver con provincias, regiones ni razas: el particularismo de las clases sociales.»»

(«La España invertebrada») 

«Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas. (…)

La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora? Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo o pequeño grupo ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad.

Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías. La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro. (…)

La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por lo tanto, una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. Claro está que en las superiores, cuando llegan a serlo, y mientras lo fueron de verdad, hay más verosimilitud de hallar hombres que adoptan el «gran vehículo», mientras las inferiores están normalmente constituidas por individuos sin calidad.

Pero, en rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica. Como veremos, es característico del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la calificación, se advierte el progresivo triunfo de los seudointelectuales incualifícados, incalificables y descalificados por su propia contextura. Lo mismo en los grupos supervivientes de la «nobleza» masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, que antes podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almas egregiamente disciplinadas.»

(«La rebelión de las masas»)

 

O sea, que bien podía considerársele «un orteguiano». No me extraña, pues, que Serrano dijera que Franco era un forofo de Ortega. Por ello, no me sorprendió saber (contado por su hija) que cuando lo ascendieron a general y se tuvo que trasladar a Madrid de las primeras cosas que hizo fue organizarse una entrevista con «El Filósofo» (así le llamaba siempre a Ortega, cosa que me ratificaría su cuñado, Serrano Súñer).  Al final se vieron un día en casa de Don Natalio Rivas (1927) y, según la hija, Franco, su padre, se quedó encantado y convencido de que «El filósofo» era ciertamente una cabeza privilegiada

Una admiración que se mantuvo hasta que Ortega, años más tarde, publicó su famoso artículo «El error Berenguer», el que terminaba con lo de «Delenda est Monarchía», en «El Sol», el 15 de noviembre de 1.930, porque rápidamente se dio cuenta que aquello era fatal para la Monarquía y para el Rey.

«Pues sí -me dijo un día don Ramón Serrano Súñer- el error Berenguer le cayó como una bomba, tanto que en cuanto volvió de aquel viaje que hizo a Francia se vino a verme con el artículo publicado y casi me lo tira a la cara. «Esto -me dijo- es cargarse la monarquía, tu filósofo -y recalcó lo del tu- se ha cargado la monarquía» y me tuve que tragar la lectura de alguno de sus párrafos, que Franco leía con verdadera ira y como muy cabreado. Creo recordar aquellos párrafos -y don Ramón tuvo la paciencia de buscarlos en un tomo de las Obras Completas-. Fueron estos párrafos»:

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerables, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanto mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extremado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política del español, haciéndolo hiperestésico para el derecho y la divinidad civil, persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces es ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. Ese Estado, en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.

Pero esta vez se ha equivocado. Éste es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la gran viltá que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado, como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esa última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.

Supongamos un instante que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela ni lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese con leal entereza, con nacional efusión, abrazado al pueblo y le hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. Españoles: ¡reconstruid vuestro Estado!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «Aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo a un general amnistiado.

Éste es el error Berenguer, del que la historia hablará.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros, gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

Delenda est Monarchia.» 

Y frías y lejanas permanecieron sus relaciones mientras Ortega, ya abiertamente, rompía con la Monarquía, y con sus amigos Marañón y Pérez de  Ayala fundaron la «Agrupación al Servicio de la República» (con Antonio Machado como Presidente de Honor) el 11 de febrero de 1931, o sea, casi dos meses antes de la llegada de la República.

Y con esas siglas se presentaron a las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio, en la que obtuvieron 14 Actas de Diputados, entre ellos, la del propio Ortega. La Agrupación permaneció en activo, como tal, hasta el 13 de octubre de 1932, pues ese día los fundadores (Ortega, Marañón y Pérez de Ayala), hicieron público un manifiesto con el título de «Firme el nuevo Régimen sobre el suelo de España, la Agrupación debe disociarse sin ruido ni enojos», por el que se retiraban de la política activa y trataban de buscar una salida airosa ante el compromiso que tenían con sus electores: 

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La Agrupación al Servicio de la República nació con estos dos propósitos: combatir el Régimen monárquico y procurar el advenimiento de la República en unas Cortes Constituyentes. Pudo juzgarse entonces que esto último era utópico; pero ello es que los hechos, por una vez, confirmaron la utopía, y con una velocidad y una sencillez tales, que dejaron atrás nuestro utopismo. La índole de ambos propósitos eliminaba todo intento de dar a la Agrupación el carácter estricto de grupo político. Por eso llamamos no sólo a los que pudieran discrepar en la concreción de sus programas políticos, sino muy especialmente a los que no eran políticos, invitándoles a suspender provisionalmente las tareas de su vocación personal para acudir a una urgencia nacional de histórico rango.

Cuando se hizo por el Gobierno provisional la convocatoria a elecciones para Cortes Constituyentes, fueron reunidos en asamblea los representantes de todos los grupos locales, y se acordó no acudir al cuerpo electoral con aspiraciones de grupo político, si bien la mayoría de los asambleístas creyó conveniente conservar la Agrupación como tal, sin los caracteres rigurosos de un partido.

Al terminar la discusión constitucional, el señor Ortega y Gasset creyó llegada la hora de no mantener juntos los que habían sido unidos para una tarea ya lograda; pero casi todos los demás diputados de laminaría parlamentaria opinaron que debía proseguir ésta su labor, teniendo en cuenta que se avecinaba obra legislativa tan importante como el Estatuto catalán y la reforma agraria. Una vez promulgadas estas dos grandes leyes, no parece que deba darse nueva demora a la disolución de nuestra colectividad.

«Claro que a los pocos meses, sin llegar al año, Franco me mandó el recorte de Crisol (del 9 de septiembre de 1931) donde se publicaba el famoso artículo de Ortega del «¡No es esto, no es esto!», con unas palabras de su puño y letra que decían: «Dile al filósofo que estoy de acuerdo con todo». Estaba entonces en la etapa de retiro forzoso que vivió en Asturias tras el cese como director de la Academia de Zaragoza y temiendo que su carrera militar quedase truncada para siempre por una de aquellas leyes de Azaña que tanto malestar produjeron en el ejército. Por cierto, que en aquella ocasión se salvó por los pelos, ya que le nombraron gobernador militar de La Coruña pocos días antes de su pase definitivo a la reserva.»

Aquel artículo de Ortega en Crisol se llamó «Un aldabonazo», y entre otras cosas decía: 

«No es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra República, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo», es decir, el modo tajante de imponer un programa.

Una cosa es respetar y venerar la noble energía con que algunos prepararon una revolución y otra suponer que ésta se ha ejecutado. Llamar revolución al cambio de Régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse. Lo digo así, taxativamente, porque ya es excesiva la tardanza de muchas gentes en reconocer su error, y no es cosa de que sigan confundidos los ciegos con los que ven claro.

Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!»

La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.»

 

Y, aunque no sea ya el objetivo de este libro, podría decir que tras la guerra y el exilio voluntario volvieron a verse en dos ocasiones.

 

Ortega

Franco y Valle-Inclán

Aunque parezca mentira el escritor predilecto de Franco fue siempre don Ramón María del Valle-Inclán. Increíble, pero cierto…, y digo increíble porque si hubo dos personajes más dispares en esos años fueron el escritor gallego y el general (aunque también era un gallego de fondo y formas). Lo cuenta -como ya habrá observado el lector-la propia doña Carmen Polo de Franco en la entrevista que se publicó en la revista Estampa el 29 de mayo de 1928, y que ya se ha recogido anteriormente en este libro. A la pregunta del periodista, el conocido barón De Mora, sobre el autor preferido de su esposo, la joven y recién casada doña Carmen responde: «Valle-Inclán. Vea todas sus obras en la biblioteca.»

«Sobre todo Las Sonatas -me diría muchos años más tarde su hija, la duquesa de Franco-, se las conocía al dedillo. Tanto es así que hasta yo me las tuve que leer. A Valle-Inclán le llamaba siempre el genio porque según él no había conocido a nadie con tanto ingenio y con tanta mala leche.»

Hay que tener presente que Las Sonatas se publicaron cuando Franco se lo leía todo: la del otoño en 1902, la del estío en 1903, la de primavera en 1904 y la de invierno en 1905… «Aquellos tomitos de Valle-Inclán le acompañaban hasta en la sopa», diría luego el coronel José Villalba Riquelme, breve director de la Academia toledana y hombre que tuvo gran influencia en la vida profesional del joven ferrolano, sobre todo, durante la formación de la XIV Promoción de Infantería de la Academia de El Alcázar de Toledo, donde fue su primer maestro militar. Años más tarde sería su coronel en el regimiento «África 68», en su primer «encuentro» africano.

De Las Sonatas hablé largo y tendido con Carmen Franco Polo en su casa pidiéndole datos para mi obra «El otro Franco» y puedo decir que, según su hija, Franco llegó a sabérselas casi de memoria. «Y no te puedes imaginar cómo se lo pasaron ambos un día que Don Ramón María se vino a comer con nosotros a casa. Ver a mi padre hablando y discutiendo con Valle Inclán -según mi madre-fue un poema»

Pero Franco conocería a don Ramón María del Valle-Inclán tiempo más tarde, y cuando ya era el general más joven de Europa. Por cierto, fue en la casa de don Natalio Rivas, el célebre político liberal andaluz, donde en 1926 se rodó una escena de la película La mal casada, del director Gómez Hidalgo, en la que ambos, el escritor y el general, intervinieron y debutaron conjuntamente como actores. La casa ubicada en la calle Velázquez, 19, de Madrid, sirvió para tomas de interiores y en una fotografía histórica de aquella película se puede ver «al actor» Francisco Franco -en un clásico plano tres cuartos junto a la familia Rivas, la actriz María Banquer y a otro de sus viejos amigos, el general Millán Astray, que como Franco gustaba interpretar papeles cinematográficos.

De ahí, de esos casi dos años que pasa en Madrid, de febrero de 1926 a febrero de 1928, le vino la afición por el cine, que llegó a ser uno de sus hobbies perennes. La pena es que aquellas Sonatas subrayadas y anotadas por el joven Franco se perdieran en los avatares de la guerra y los tomos que yo pude ver en casa de su hija ya no eran los mismos.

 

Valle-Inclán

Franco y Unamuno

Otro de los escritores preferidos por Franco en esos años fue don Miguel de Unamuno…, lo cual no debe sorprender si se tiene en cuenta que el vasco es el mentor de la llamada Generación del 98 y el látigo de la intelectualidad española desde que aparecieron sus primeras obras y sus primeros ensayos en revistas y en periódicos e, incluso, hasta su muerte. La Pasión por España de Unamuno caló hondo en aquel militar que sólo vivía para la guerra y la lectura, y lo demuestra el que en su mochila de soldado llevase el tomito de los cinco ensayos que Unamuno había publicado en 1895 bajo el título común de En torno al casticismo.

Andando el tiempo, ¡y tanto tiempo!, una noche de 1969, mi «jefe», don Emilio, o sea don Emilio Romero Gómez, el entonces director de Pueblo y el mejor periodista que he conocido, al terminar de despachar el periódico del día me contó que venía sorprendido de la audiencia que había tenido con el Caudillo en El Pardo esa mañana.

Pero, no por cuestiones políticas -dijo- sino porque Franco le dio por hablar de Unamuno y es increíble cómo se conoce la obra y la vida del escritor vasco. Ni yo conocía la obra de Unamuno como Franco. Novelas, ensayos, artículos, conferencias, discursos… ¡qué cabrón!, se lo ha leído todo.

– Sí, pero al final casi lo fusilan los suyos -le interrumpí yo un poco inocente.

– Eso mismo me atreví a decirle yo, ¿y sabes que me contestó?… «Sí, es verdad, pero eso fue una estupidez de Millán Astray, cuando lo supe casi le mando al destierro… También es verdad -me añadió- que los momentos que vivíamos y las pasiones que había a flor de piel no estaban para florituras. Don Miguel estaba muy por encima de todos nosotros. El día que murió (la noche del31 de diciembre de 1936) sentí que España había perdido a uno de sus mejores hombres y a uno de los nuestros, porque usted ya sabrá lo que le llegó a decir don Miguel a un periodista francés…»

Todos recordamos esas declaraciones de don Miguel de Unamuno al periodista francés Jerome Tharand en octubre de 1936. En ellas, según se recoge en el libro Histoire de la Guerre d’Espagne de los escritores Robert Brasillach y Maurice Bardéche, se decía:

 El salvajismo inaudito de las tropas marxistas sobrepasa toda descripción… El verdadero Gobierno de Madrid no ha podido ni ha querido resistir a la presión de la barbarie marxista… El movimiento a cuya cabeza se encuentra el general Franco tiene por fin salvar la civilización cristiana occidental y la independencia nacional. 

Mi relación con el maestro de periodistas, Emilio Romero, es como la de un padre con su hijo. Trabajé a las órdenes directas de Emilio Romero desde junio de 1969 a febrero de 1978, tanto como subdirector de Pueblo, como de director de la agencia Piresa y subdirector de El Imparcial. Fruto de esos años de intenso trabajo, colaboración y contacto profesional y personal fueron 67 cuadernos de manuscritos en forma de «Diario» que todavía no he podido publicar, pero que guardo como oro en paño. Porque la historia del periodismo español de la segunda mitad del siglo XX no se puede escribir sin Emilio Romero presente. Emilio Romero triunfó en todos los géneros periodísticos y literarios (incluido el teatro y la novela, La paz empieza nunca, fue Premio Planeta en 1956). Y sus obras Cartas al Príncipe y Cartas al Rey influyeron poderosamente en la llegada de la monarquía de don Juan Carlos.

Franco le tenía una simpatía especial y mientras fue Jefe del Estado fue su mejor «abogado defensor» en todos los pleitos políticos que tuvo que soportar.

Pero volviendo a la admiración de Franco por Unamuno, sería en 1931 cuando el general se apasionara definitivamente con el que fuera rector de la Universidad de Salamanca. Fue durante los debates de la Constitución republicana, en los que Unamuno participa como diputado por la ciudad helmántica. A mediados del mes de septiembre, comienza a discutirse el artículo 4º, que hablaba de las lenguas regionales, y don Miguel pide la palabra (día 18) y pronuncia un discurso que conmociona a todos, ya que a los catalanes se dirige en catalán, a los vascos en vascuence y a los gallegos en gallego, y todo para reafirmar y dejar rotundamente claro que por encima de las lenguas está la unidad de España.

Naturalmente aquellas palabras de Unamuno llegaron a manos de Franco, que en esos momentos estaba atravesando la peor crisis emocional de su vida, pues Manuel Azaña le acababa de cerrar «SU» Academia General de Zaragoza y estaba pendiente de destino y con un pie fuera del ejército. Sin perder tiempo se dirigió a su amigo y ya pariente Ramón Serrano Súñer para que le organizara una entrevista, reunión o comida, daba igual, donde dijera el rector de Salamanca. Era la «pasión por España» de dos españoles.

La entrevista de mi pariente (don Ramón siempre se refería a Franco como «mi pariente») con don Miguel al final se celebró, pero algunos años más tarde. Fue en los primeros días de febrero de 1936, a su vuelta de Inglaterra donde acudió a la coronación de Eduardo VIII y cuando ya se habían convocado las elecciones que darían el triunfo al Frente Popular.

Don Miguel, que pasaba ya de los setenta años aunque muy bien conservado, llegó a la cita en el hotel Nacional, vestido de negro y con su tradicional jersey de cuello alto, con la puntualidad del castellano serio. Mi pariente y yo, que ya estábamos esperando, nos levantamos y le saludamos con verdadero afecto. Franco vestía de uniforme de diario, sin condecoraciones ni medallas, aunque en esos momentos era todavía Jefe del Estado Mayor Central del Ejército. Como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra estaba don Manuel Portela Valladares.

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El primero en hablar fui yo, dada mi condición de anfitrión y el que había provocado la reunión, y mis palabras fueron sólo para recordar la petición que mi pariente me había hecho ya en 1931, cuando don Miguel pronunció su famoso discurso sobre las lenguas regionales y la unidad de España en las Cortes Constituyentes.

A continuación tomó la palabra «mi pariente», y con aquella voz tan especial que tuvo siempre, y con el máximo respeto, dio las gracias a don Miguel por todo lo que había escrito y por su amor por España. En aquella ocasión hasta a mí me sorprendió por el conocimiento de la obra de Unamuno que demostró…, así y de seguido Franco le habló de «Paz en la Guerra», de «Niebla», de «Amor y Pedagogía», de «En torno al catecismo», de su «Vida de don Quijote y Sancho», de «La agonía del Cristianismo», etc. Pero, al final se centró en sus discursos y sus artículos sobre la República.

Don Miguel siguió con atención y en silencio las palabras de «mi pariente» y luego tras un corto silencio vino a decir más o menos:

– Mire usted, general (le llamó así durante toda la comida), le agradezco sus palabras y el que haya leído mis obras, obritas o lo que sean…, pero le quiero decir algo que quizás no haya dicho nunca. Yo no me siento escritor, ni catedrático, ni político (que nunca lo he sido), yo pienso que no he sido otra cosa en toda mi vida que un simple maestro de escuela, sí, sí, un maestro de escuela, ¿y sabe por qué?, porque siempre he pensado y sigo pensando que el problema de España es un problema de educación y que los españoles son como niños que lo ignoran todo. Aquí se cree que ser culto es saber leer y escribir y conocer las cuatro reglas… ¡y eso hasta grandes próceres que he conocido! Verá, general, tras muchos años de estudio y meditación sobre el ser español he llegado a una conclusión: el español no es ni mejor ni peor que otros pueblos, pero… tiene algo especial: que es como un péndulo que sólo tiene extremos, o sea, o todo o nada… o apatía total o pasión sublime… Tal vez por eso Galdós dijera aquello de que el español es el que sabe hacer un 2 de mayo y no sabe hacer el 3 y el 4. Los españoles no quieren saber nada de nada durante años y de pronto un día se llenan de pasión y pierden la noción de todo… Y entonces, ¡ay, entonces!… te pueden conquistar un Imperio o te incendian las iglesias y los monumentos. No hay términos medios. Por eso creo que también yo me he equivocado, yo quise despertar espíritus y ahora ya me temo que lo que he despertado han sido fieras… Es un pueblo éste que no sabe lo que es la libertad… quizás porque nunca la conquistó, porque cuando la tuvo fue más bien un regalo de alguien.

Bueno, y así se pasó un buen rato. Porque don Miguel era una enciclopedia de saberes y pensares. Naturalmente mi pariente y yo mismo nos pasamos la comida embobados y sin atrevernos a decir palabra. Luego, y ya a los postres, se centró en la República y en la actualidad política.

– Mire, general, y que conste que hablo de esto porque usted me ha preguntado… verá, cuando los monárquicos trajeron la República y la República me trajo a mí, yo viví como una cierta esperanza, creí entonces, ¡iluso de mí!, que por fin había llegado la hora de España … ¡Era todo tan bonito!, un pueblo que se echa a la calle y que cantando arroja por la borda a una Monarquía de siglos, ¡era todo un acontecimiento!… una ocasión histórica… Pero no. La República se suicidó recién nacida, quizá porque la «comadrona» fue el resentimiento. Ya saben que su mentor, el señor Azaña, como dije en su momento, era un escritor sin lectores capaz de hacer la revolución para que le leyeran… No, y me di cuenta en cuanto me hicieron diputado y entré en las Cortes… aquello no era un lugar de encuentro, aquello fue desde el primer día el paraíso del desencuentro, una Torre de Babel a lo pobre. Ortega lo denunció enseguida con su «¡No es esto, no es esto!» famoso, pero yo preferí retirarme a mi Salamanca y seguir predicando en el desierto…

– ¿Y ahora?

– Ahora, aquella mi esperanza del comienzo es ya un túnel sin salida. Mejor dicho, con una única salida: la del enfrentamiento, la del exterminio, la de siempre… o tú o yo. ¡No, no me gustan como van las cosas!… Las izquierdas, o eso que llaman izquierdas, se han vuelto locas, y las derechas, o eso que llaman derechas, están ciegas… o sea, que estamos entre locos y ciegos… ¡Y esto no puede terminar bien!

– ¿Y qué se puede hacer?

– La verdad es que no lo sé. A veces pienso que habría que hacer una evangelización nacional para convencer a estos y aquellos de que la República, como la Monarquía, son meros accidentes en el tiempo y que lo importante, lo trascendente, es España… pero, los hechos diferenciales pueblerinos han hecho imposible esa vía. Otras veces pienso que lo que esta España necesita es fundirla, refundirla y recrearla… Habría que acabar con eso de las izquierdas y las derechas y convencer, que no vencer, a todos que sólo un movimiento unificador de pasiones y ambiciones puede salvarnos. ¡Y educación, mucha educación, política y de la otra!

Hubo un momento, ya de despedida, que mi pariente se atrevió a preguntar tímidamente (Franco se había vuelto tímido, huraño e introvertido desde que Azaña le cerró «su» Academia de Zaragoza y casi le echa del ejército):

– ¿Y el ejército, don Miguel?

– Mire usted, general… El ejército es como el resto de los españoles… Ya vio lo que pasó con Primo de Rivera y sus generales…

Este relato que don Ramón Serrano Súñer me hizo de aquella comida de Franco con Unamuno, es el resumen de toda una tarde de charla en la biblioteca de su casa de la calle Príncipe de Vergara, número 36, el día 19 de junio de 1988, en la que también se habló de la polémica que mantuvo el vasco con Ángel Ganivet sobre «el porvenir de España». En esta ocasión don Ramón echó mano de unas fichas manuscritas que tenía en una carpeta en cuya portada se podía leer: «Temas pendientes para artículos».

 

Unamuno

Franco y Ganivet (sobre el porvenir de España)

Unamuno y Ganivet (y pongo al vasco por delante porque según él mismo escribió en 1912 tenía un año, tres meses y catorce días más que el granadino) se conocieron en Madrid en la primavera de 1891, cuando ambos preparaban oposiciones a cátedras de griego, y tras unos meses de intensa amistad se separaron y ya no volvieron a verse en vida. Ganivet se suicidó en 1898.

Pero, ambos mantuvieron la polémica más importante de todos los tiempos sobre el futuro y el ser de España, tras la publicación en 1897 del Idearium español de Ganivet, uno de cuyos párrafos decía así:

Somos una isla colocada en la conjunción de dos continentes y si para la vida ideal no existen istmos, para la historia existen dos: los Pirineos y el Estrecho; somos una «casa de dos puertas» y, por tanto, «mala de guardar», y como nuestro partido constante fue dejarlas abiertas, por temor de que las fuerzas dedicadas a vigilarlas se volvieran contra nosotros mismos, nuestro país se convirtió en una especie de parque internacional, donde todos los pueblos y razas han venido a distraerse cuando les ha parecido oportuno; nuestra historia es una serie inacabable de invasiones y de expulsiones, una guerra permanente de independencia.

Las cartas-ensayos que se cruzaron entre ambos pensadores, escritores y amigos, se publicaron en El defensor de Granada entre los meses que precedieron a la muerte del precursor de la Generación del98 (así ha pasado a la historia) y fueron editadas en 1912 por Biblioteca Renacimiento con el título Sobre el porvenir de España.

En ellas, Unamuno y Ganivet se lanzan una serie de interrogantes que impactan en la clase política imperante (y en una España que ya está ante el «desastre del 98» ): ¿qué debe hacer España, mirar hacia Europa y europeizarse o mirar hacia África y enraizarse en el africanismo?, ¿qué impera en España: la insubordinación y la anarquía o la ramplonería y la insignificancia?, ¿qué es mejor, despaganizar a España y despegarla del pagano moralismo de Séneca o darle una pasada de espiritualismo que la devuelvan a su origen romano y árabe?…

Naturalmente, el tomo Sobre el porvenir de España llegó a manos de Franco. Serrano Súñer me recordó que en aquella comida con Unamuno de 1936, Franco hizo hincapié en el famoso cuento que Ganivet también incluye en su Idearium y que a corto plazo se transformaría en una trágica profecía… El malogrado escritor granadino decía:

«Siendo yo niño leí el relato horripilante de un suceso ocurrido en uno de estos países cercanos al Polo Norte sobre un hombre que viajaba en trineo con cinco hijos suyos. El malaventurado viajero fue acometido por una manada de hambrientos lobos, que cada vez le aturdían más con sus aullidos y le estrechaban más de cerca hasta abalanzarse sobre los perros que tiraban del trineo; en tan desesperada situación tuvo una idea terrible: cogió a uno de sus hijos, el menor, y lo arrojó en medio de los lobos, y mientras éstos, furiosos, excitados, se disputaban la presa, él prosiguió velozmente su camino y pudo llegar a donde le dieron amparo y refugio. España debe hacer como aquel padre salvaje y amantísimo, que por algo es patria de Guzmán el Bueno, que dejó degollar a su hijo ante los muros de Tarifa. Algunas almas sentimentales dirán de fijo que el recurso es demasiado brutal, pero en presencia de la ruina espiritual de España, hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón y hay que arrojar, aunque sea, un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos.»

Esta casi profecía de Ángel Ganivet se cumplió, desgraciadamente, entre 1936 y 1945. Según relataría años más tarde Franco Salgado-Araujo, primo hermano y ayudante secretario del general Franco, «desde ese momento Paco amplió su campo de relecturas hacia la política y los orígenes de la España más actual».

Fue en 1976, ya muerto Franco, cuando la editorial Planeta publicó las memorias de su familiar con el título Mis conversaciones privadas con Franco. Un libro muy interesante en testimonios, pero limitado, ya que sólo abarca desde el 2 de octubre de 1954 hasta el 8 de enero de 1971.

El primo de Franco había nacido también en El Ferrol, pero dos años antes que él, es decir, en 1890. Ingresó en la Academia de Infantería de Toledo en 1908. Ya con el grado de capitán se incorporó a la Legión a las órdenes inmediatas del entonces comandante Franco. Herido en varias ocasiones fue ascendido a comandante en 1922, pasando a ser su ayudante de campo. Colaboró íntimamente con su primo en todo; por ejemplo, le ayudó en la preparación del Alzamiento, acompañándole en el vuelo de Las Palmas a Tetuán el19 de julio de 1936. Luego fue nombrado jefe de la Secretaría del Caudillo y jefe de la Casa Militar del Generalísimo.

Yo conocí a Francisco Franco Salgado­ Araujo, precisamente, en el año 1971, siendo subdirector de Pueblo, en una visita que le hizo a Emilio Romero. Esa primera entrevista sirvió de prólogo para posteriores citas y charlas sobre el «Franco de Marruecos» y «el general más joven de Europa». Nadie como don Francisco conocía la vida y las costumbres de Franco desde sus tiempos comunes en Oviedo, y en aquellos años «africanistas», entre otras cosas, porque ambos eran puritanos hasta la médula y vivían por y para al ejército. Por él supe lo que Franco leía y hasta lo que escribía, porque ya, desde entonces, don Francisco se convirtió en su fiel secretario.

En muy pocos libros como el de Franco Salgado Araujo se lee a Franco diciendo frases sin cortapisas, ni censuras obligadas. Curiosamente murió en Madrid el mismo año que Franco, su pariente, su compañero de armas y su gran amigo.

Y ya lo saben, yo ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor y mi señor serán siempre la verdad y la Historia… (o la intraHistoria).

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