30/06/2024 17:40
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Tras meses de Hemeroteca y de lecturas amarillentas pude seleccionar un manojo de crónicas de los enviados especiales de la Prensa de Madrid, entre ellas las del socialista Indalecio Prieto, que se publcaron primero en «El Liberal» y luego en «El Socialista». Son, como digo, una verdadera lección del Periodismo de guerra y un anticipo del gran orador y político que llegaría a ser. Porque Prieto va más allá de lo que se ve y cuenta los entresijos del Desastre y la humanidad, salvaje a veces, heróica otras, de los protagonistas.
                   Pero, mejor es que lean:

  LOS MUERTOS  DE LA LEGIÓN

 

14 de septiembre de 1921  

MELILLA 

Viernes, noche. 

 

Esta tarde se enterró a los soldados que perecieron en el combate del zoco El Had, de Beni-Sicar, el día de la Virgen de la Victoria, patrona de Melilla. 

Alineados sobre la tierra, envueltos en la bandera española, hay veintitantos ataúdes. Sobre el mármol de las mesas del depósito yacen otros cuatro cadáveres. 

El Tercio entero ha venido al camposanto. De los que van a recibir sepultura, veintiuno son suyos, de la Legión, y los legionarios no rompen los vínculos de la solidaridad ni aun después de la muerte. ¡Extraños caracteres los de estos hombres! Ayer por la tarde feroces en la pelea, por la noche jubilosos en el retorno; ahora contristados, doloridos, llorando como niños. 

Concluyó el ímpetu frenético del combate; pasaron el bullicio y la algazara de la vuelta al campamento con las ropas salpicadas de sangre. Ahora la tristeza y el dolor se han adueñado de ellos. 

—Confieso —oigo a uno— que me falta valor viendo a estos pobrecitos. Ayer no temblaba, hoy sí. Espero que mañana, al volver a combatir, recuperaré el valor. 

Reza un sacerdote y los legionarios izan los ataúdes y ascienden con ellos en fila al mausoleo construido para guardar los restos de las víctimas de campañas anteriores. Nadie pensó que el mausoleo destinado a encerrar las cenizas de quienes sucumbieron aquí en 1894 y 1909 iba a recibir los despojos sangrientos de otros españoles muertos en las mismas lomas, en los mismos barrancos, junto a las mismas chumberas donde aquellos cayeron, donde caerán otros seguramente. 

Cuando baja un cadáver a la fosa, los legionarios dicen su nombre, o su apodo. 

—¿Y éste quién es? —pregunta uno del Tercio al ser descubierto un cadáver con la cabeza destrozada—. 

Se aproximan varios. Miran; nadie le conoce. 

—Debe de ser —exclaman— uno de los nuevos, de los que llegaron anteayer… 

A la fosa va el desconocido. ¿Qué más da el nombre si los años habrán de borrar el recuerdo de todos, de los altos y los bajos, de los célebres y de los obscuros? ¿Qué más da? ¿Hay anónimo más trágico que el de esos nombres borrosos, que nada dicen a nadie, esculpidos en las losas rotas de los cementerios viejos? 

—Dejad aparte ése; no le enterréis —ordena un jefe—. 

Es el cadáver de un hombre maduro, casi anciano. Es el del Sr. Blandes, unido por vínculos familiares a distinguidas personas de Madrid. 

No vino al Tercio huyendo de la vigilancia policíaca, ni escapando de un ambiente social hostil, ni buscando laudos guerreros con los cuales cubrir lacras de la deshonra, ni tampoco impelido por febriles delirios patrióticos. No, vino por una bagatela, por una discusión de Casino, por amor propio. Una tarde de tedio, en la Gran Peña, hablaron del Tercio; alguien puso en duda que él, Blandes se atreviera a formar en sus filas. «¡A que sí!» «¡A que no!» Y para que no le mordisqueara la chacota de sus camaradas, vino a África a alistarse de legionario. La muerte le hizo de sus favoritos. 

Cuando concluye la ceremonia llega un camión del Hospital con más cadáveres. Van hoy cuarenta. 

Al regresar del camposanto, vemos junto a portal de casa rica nutrido grupo de gente y oímos lamentos desgarradores. Nos acercamos. Ha muerto hace dos horas un hebreo acaudalado y va a verificarse su entierro. Ahora están purificando el cadáver, lavándolo y relavándolo, hasta que el agua queda limpia en la bañera llevada a la casa mortuoria por la Cofradía. 

A poco aparece en el portal el cadáver, sobre unas angarillas, cubierto por un paño negro. Redobla la gritería dolorosa dentro de la casa. Se abren con estrépito las persianas verdes de los balcones y aparecen en tropel mujeres desgreñadas que gritan, lloran, se arañan y se mesan los cabellos. Son parientes, servidoras, conocidas del difunto. De dentro tiran de ellas para meterlas en la habitación; pero agarradas a los hierros de la barandilla, se aferran a permanecer allí dando alaridos hasta que la comitiva silenciosa desaparece. 

Incorporados a ella caminamos hacia el cementerio judío. Marcha el cadáver, no a vanguardia del cortejo, sino entre un grupo compacto que forma el cuadro en su derredor. Es precaución. Si un perro pasase por debajo de las andas, el cadáver se impurificaría y habría que volverle al domicilio para darle nueva ablución en la pila sagrada. Y hay chiquillos moros tan traviesos que cuando ven el entierro de un judío azuzan a los canes para que crucen debajo del muerto. Además, hoy es viernes, y en cuanto aparezca en el firmamento la primera estrella anunciando la festividad del sábado, la religión prohíbe toda labor, incluso la de dar sepultura, hasta que al atardecer siguiente otra constelación diga que el día santo expiró. 

Estamos en el cementerio israelita. Nos descubrimos. Enseguida nos advierten el yerro. 

—Pónganse el sombrero. Descubrirse entre los israelitas es una falta de respeto. ¿No ven cómo todos los judíos están cubiertos? Cúbranse; lo tomarían si no a mal. 

Nos cubrimos. Nuestra mirada curiosa se esparce por aquel recinto —frontero al cementerio católico— poblado de enormes losas de caliza. Algunos acompañantes se desparraman por las estrechas callejuelas que dejan entre sí las hileras de estos sepulcros sin esculturas ni relieves; se arrodillan ante el monolito que libra de la temida profanación los huesos del ser querido, y besan, en un beso largo, prolongado, la piedra. 

En torno al cadáver del judío rico han formado cadena, enlazándose por las manos, varios correligionarios, los más significados, los de más rango por lo visto. Sobre el paño negro que cubre el cuerpo hay como una docena de piedras. Los judíos van dando vuelta en derredor de las angarillas, como niñas que juegan al corro, y entonan canciones extrañas, medio zortziko y medio fox-trot, por su ritmo. Al final de cada cántico, paran, y un hombre alto, tuerto, de blancas barbas de chivo —el rabino—, coge una de aquellas piedras y la arroja con fuerza por encima del muro del cementerio. Y otra vez a cantar y a dar vueltas cogidos de las manos, hasta que arrojadas ya, una a una, todas las piedras, la ceremonia concluye. 

Llevan el cadáver hasta la fosa, empezada a cavar después del fallecimiento —jamás antes— y arrojan entre preces y lloros el cadáver del israelita rico envuelto en sábana blanca. Cae sobre el cuerpo, desprovisto de protección, la tierra. Aquí no resuenan lúgubremente sobre las tablas del féretro, como en nuestras sepulturas, los terrones de las primeras paletadas. La tierra la apisonará luego uno de estos grandes bloques graníticos, sin estatuas, ni cruces, ni candelabros, ni flores, ni adornos; la piedra lisa y desnuda. 

Se van los acompañantes, y al salir, junto a la puerta del cementerio, se lavan todos ellos las manos en un grifo que deja caer su chorro de agua clara sobre profundo pilón. Esto es también el rito. 

¿Por qué sentirán tal devoción por el agua, gentes de ordinario tan sucias? 

 

 

CONVERSANDO CON DRIS BEN SAID 

 

15 de septiembre de 1921 

  

MELILLA 

Domingo. 

 

-SI QUIERE USTED que hablemos detenidamente -me dice Dris ben Said- venga mañana, por la mañana, a las nueve, a casa del Bachir ben Senah. 

Ha hecho un día pesado, cálido, de bochorno. 

A media noche, el aire, refrescado por un amago de tormenta, se aspira con fruición. 

Sigo paseando por las calles solitarias de Melilla en compañía de este moro culto, que ahora es el eje de todas las negociaciones para el rescate de los prisioneros. Dris ben Said es amigo de la infancia de Abd el Krim. Juntos estudiaron leyes en Fez, y juntos convivieron en Melilla. Viene ahora Dris del campo enemigo, donde pasó días viendo los campamentos devastados pasando ante montones de cadáveres calcinados por el sol y devorados por los chacales, y sabe cosas, muchas cosas. 

Pero en este paseo nocturno nos acompaña un grupo de amigos y Dris quiere hacerme a solas sus confidencias. 

Después de media noche nos despedimos. 

A las nueve de la mañana me encamino hacia casa del Bachir ben Senah. Cuando la busco en la calle de Isabel la Católica, entre los pabellones oficiales, allí construidos por el Estado, veo me llama desde la ventana de uno de ellos Dris. 

Atentamente me recibe en el portal y me conduce corredor adentro hacia una sala pavimentada de baldosas rojas. 

Adosado a las paredes hay colchonetas y cojines. Dris deja sus sandalias a la puerta. Yo voy calzado con zapatos de Pagay, que me aprietan algo. Vacilo un instante. ¿Qué hago? ¿Me descalzo también? Pero si me quito los zapatos, ¿cómo me los pondré luego sin la ayuda del calzador? ¿Voy a volver con ellos en la mano por la calle? Decido entrar calzado; este hombre talentudo sabrá perdonar mi falta de respeto, que sería mayor, mucho mayor, si la estancia estuviese alfombrada. Además -sirva de disculpa-, mis zapatos son nuevos y no traen ni barro ni polvo. 

Se sienta Dris en una de las colchonetas, con las piernas cruzadas, agarra un cojín, se abraza a él y me invita a imitarle. Me siento también con las piernas en cruz, conservando entre las manos, tímidamente, mi sombrero, como esos paletos que van a pedir colocación y se sientan siempre en el borde de las sillas. Dris habla correctísimamente el castellano. Su rostro revela inteligencia; su palabra reposada, justa y lenta, no os deja duda de que estáis en presencia de un espíritu perspicaz. 

Charlamos. Le dejo hablar. Estoy persuadido de que el peor sistema de averiguación es el de las preguntas, y aunque Dris me invita a interrogarle, prescindo de ello y cuido el no intervenir en sus narraciones con la menor pregunta. 

Entra en la sala el Bachir ben Senah, el dueño de la casa, representante del jalifa en Melilla. También deja sus sandalias a la puerta. Yo miro de reojo, como avergonzado, mis zapatos de color. Además, me asalta otra preocupación: la de que, por tenerlas cruzadas, se me duerman las piernas y no pueda ponerme en pie. 

Dris me presenta al Bachir. Es un viejo de aire venerable. Nos deja enseguida: se va a otro extremo de la estancia, se tumba y comienza a jugar con una chiquilla mora -¿su hija, su nieta?- que ha entrado tras él. 

Dris, como adivinando mi tortura me dice: 

-Colócate cómodamente; siéntate como quieras. 

Le contesto que estoy bien, muy bien; pero muevo una de las piernas para ver si se me ha dormido. No hay cuidado. 

Tenemos ante nosotros sendas tazas de humeante té y una bandeja con galletas. Un criado moro las ha llevado hasta allí, y otro, que, próximo a la puerta, medio echado sobre una alfombrita azul, cuida de la tetera, viene de cuando en cuando a llenar nuestros vasos. La infusión, recargada de hierbabuena, despide su aroma grato. Bebemos a pequeños sorbos y picamos en la bandeja de las pastas. Con una chilaba y sin zapatos -¡malditos zapatos!- yo estaría muy en carácter. 

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Dris, que tiene los minutos contados, porque debe regresar hoy mismo a Alhucemas a recoger el cadáver de Silvestre y a traer los prisioneros en poder de Abd el Krim, si, al fin; se aceptan las condiciones de rescate, me retiene cinco cuartos de hora. 

Y me cuenta cómo ocurrió lo de Annual, describiéndome aquellos tristes hechos sobre el paisaje de la posición reproducida en una fotografía que llevo en el bolsillo. 

En las cercanías de aquel campamento -de donde ahora aparta el hedor de los cadáveres- está el grueso de los prisioneros que Abd el-Krim tiene en su poder. En la casa del caudillo moro, junto a la plaza de Alhucemas, vive solamente el general Navarro, el coronel Araujo y los demás jefes y oficiales. 

¿Qué exije Abd-el-Krim por el rescate de todos ellos? Ni Dris me lo dice ni yo se lo pregunto. ¿Es sólo dinero lo que pide? 

Dris está aquí desde el viernes por la tarde, que le trajo a Melilla el cañonero Laya. Es de suponer que a los diez minutos de llegar lo que él sabe lo sabía el Alto Comisario. Han transcurrido dos días y el moro amigo espera de un momento a otro la orden de volverse a Alhucemas con dos médicos encargados de identificar el cadáver de Silvestre. Es evidente, dada la prolongación de la espera, que no es aquí, sino en Madrid, donde deben aceptar o rechazar las pretensiones de Abd-el-Krim. 

Y ya en el camino de la deducción, la lógica hace suponer que el presente amplio compás de espera en el comienzo del avance militar se relaciona íntimamente con estas negociaciones. Dije en las primeras cuartillas por mí escritas aquí que la situación de los prisioneros debió de pesar como losa de plomo en la conciencia del Alto Mando. ¡Ah! Los rigores de una acción ofensiva podría costar la vida y el martirio a los españoles cautivos. Y aunque sean pocos los prisioneros -unos centenares solamente-, un imperativo moral manda llegar hasta lo último por liberarlos. 

No recuerdo de problema en que más difícil y penosamente haya ido formando mi juicio que en este problema de Marruecos. En las tinieblas formadas por cien versiones distintas, por mil juicios mezquinamente apasionados, relampagueó fugazmente la luz cuando a las pocas horas de llegar conversé con Abd-el-Kader. Hoy, oyendo a Dris ben Said, se desgarraron bastantes sombras. Al desastre que se inició en Annual nunca le hallé explicación clara, no obstante la amplitud que concedía y concedo a los efectos del pánico, a pesar de haber podido contrastar con multitud de imparciales testimonios el estado de desmoralización de ciertos elementos militares… La débâcle era muy superior a todo ello; el desastre de venir empujados hasta este rincón de Melilla y Tres Forcas a velocidades locas, dejando en crestas y barrancos, con muchos millones de pesetas en material, millares de cadáveres para que los devoraran las fieras, o los pudriese el sol, o sirvieran de festín a los sapos; eso de abandonar posiciones repletas de víveres, con cientos de miles de cartuchos, parques de artillería intactos y fusiles y cañones en abundancia, sin siquiera ser atacados, eso era inconcebible… Lentamente voy dando con los hilos que han de tejer la verdad. Hasta que no los tenga todos callaré, que el callar, cuando el ánimo no está persuadido en absoluto de la posesión de la verdad, es de discretos y de honrados. 

Si los prisioneros en poder de Abd-el-Krim recobran la libertad, ¿no serán ellos quienes arranquen el velo que cubre los ojos de España, ávida de conocer la verdad, toda la terrible verdad? Acaso alguno para salvar su honra en entredicho quiera, no con palabras que guiadas hacia la exculpación pudieran tacharse de parciales, sino con documentos, revelas -¡triste resolución!- cómo aquello pudo ser posible. 

Y ya en su altar la verdad, quizá se apague la sed de sangre de los revanchistas de ahí, de España. 

Muerto Silvestre, si él no puede hablar, podrán hablar sus órdenes escritas, ya que no hablen documentos que destruyó él, por sí mismo, en Annual, después de evacuada la posición, al quedarse allí con una veintena de regulares indígenas y Kaddur Naamar, el jefe de Beni Said y Beni Ulixek. 

Cuando Silvestre creía ser el único europeo que estaba en Annual, se encontró con su asistente. «¿Qué haces tú aquí?» -le preguntó casi con enojo-. «Esperarle, mi general» -contestó el soldado fiel-. «No quiero que me esperes ni tú, ni nadie. ¡Vete con los demás, vete!» -contestó Silvestre. 

Y cuando el asistente se fue el general echó camino adelante, a pie, sin más compañía que la de Kaddur Naamar. Una granizada de balas les separó. Más adelante, ya yendo completamente solo, se encontró Silvestre con el coronel Manellas y varios oficiales que aguardaban ocultos. Reanudaron la marcha, y a poco el fuego de fusilería, hecho desde una casa próxima, los tumbó a todos en pelotón sobre la tierra. ¿Estaban en aquel pelotón los principales responsables? 

 

 

LA TOMA DEL ZOCO DE ARKEMAN 

 

17 de septiembre de 1921 

 

CUANDO ME PONGO a escribir, al día siguiente de ocupado por nuestras tropas el zoco El Arbaa, de Arkeman, ignoro cómo habrá llegado a la opinión española la noticia de este suceso a través de una doble o triple censura ejercida en Melilla, en Madrid y en las provincias respectivas. 

¿Es que no va a quedar en pie de cuanto aquí acontezca más versión que la versión oficial y ésta a cargo del señor Cierva? Pues en esa versión aunque llegue a ajustarse a la verdad, la opinión, recelosa, sobresaltada por hondos temores en cuanto al resultado de esta campaña, no creerá. 

Temo que la ocupación del zoco El Arbaa, de Arkeman, se haya presentado a España como una brillante página militar, como un éxito suficiente a producir los clamores del júbilo. Quien eso haya hecho, habrá engañado al país y habrá prestado un flaco servicio al Ejército. 

Indudablemente, como dije en un telegrama, sometido aquí a la censura de las autoridades militares, y que no sé si habrá llegado hasta los lectores de «El Liberal», este primer paso para salir de la reclusión en que se vive desde fines de julio se dio con fortuna, y lo que es más importante, sin costarnos sangre. 

Pero la toma del mísero poblado de Arkerman no era empresa erizada de peligros que pudiera inundar el alma de inquietud. Con los elementos acumulados en la Restinga, con la cooperación de la escuadra desde el mar libre, con el auxilio eficacísimo en Mar Chica de las gasolineras de guerra y con la blandura previamente conocida de los habitantes de Quebdana, el objetivo no podía suponer dificultades engendradoras de dudas angustiosas. 

Consistía la operación en avanzar siete kilómetros por la lengua de tierra ondulada de la Restinga, con los flancos insuperablemente protegidos, yendo contra escaso núcleo enemigo, dueño de un pobladillo de cuarenta casuchas, en un llano, batido por la artillería de tierra y por los cañones de la escuadra. 

Loco hubiera sido quien hubiese intentado resistir allí en tales condiciones de inferioridad, y estos cabileños, que tienen poco de locos y mucho de astutos, en cuanto advirtieron que el ataque iba en serio, después de unos cuantos tiros, se retiraron aprisa. Quedarse allí equivalía a dejarse achicharrar. Y se fueron sin dejar cosa que mereciera la pena. Viendo todas las casas desmanteladas, sin un solo mueble, con puertas y ventanas arrancadas, y viendo el barrio desprovisto en absoluto de obras de fortificación, se da cuenta el más lego de que los moros no pensaron en resistir, limitándose a permanecer en el zoco, para «paquear» el campamento de la Restinga, mientras les dejaran estar allí. Cuando han visto que iban a acometerles -y tenían descontado desde hace días el ataque-, se han ido, y en paz. 

¿Es el zoco El Arbaa una posición militar de gran importancia? No. Ni por el valor militar de esa posición, ni por las facilidades que la operación de ayer tenía, es cosa de echar las campanas a vuelo ni de hacer girar, para abrirla, las siete llaves con que Costa quiso cerrar la sepultura del Cid. 

La operación de ayer tiene el valor moral de haber tomado el Ejército por primera vez la iniciativa al cabo de un mes y medio; de haber dado movilidad a las tropas acampadas en condiciones lamentables en la Restinga; de haber hallado para ellos alojamiento más cómodo, y de haber producido en los soldados la sensación de que el moro no es un hombre invulnerable, sino que huye cuando advierte superioridad sobre sus fuerzas. ¡Ah, si de nuestra parte se pelease siempre con su misma cautela! ¡Cuánta sangre se habría ahorrado, prescindiendo de intrepideces tontas! 

Todo eso significa la operación de ayer, en la cual lo más plausible para mí -imparcial espectador de los hechos-, ha sido la superacumulación de elementos ofensivos para ahorrar hombres. 

Pero quien, desquiciándolas, saque las cosas de ahí y las infle con la hipérbole narrativa de corresponsal taurino, ése habrá perjudicado, en vez de beneficiar al Ejército, al que esperan jornadas mucho más duras en terreno montañoso, donde el enemigo, en vez de huir, resiste. No debe darse al país la impresión de que todo va ser tan liso y tan llano como lo de ayer; porque entonces el país dará un brusco salto del optimismo a la decepción. 

No hacen mucho favor al Ejército las medidas adoptadas por el Gobierno en coincidencia con la iniciación del avance. Eso indica en el Gobierno, por hábiles que sean los pretextos urdidos para taparlo, miedo, solamente miedo. 

Si en política estuviera yo en el período de candor en que se produce el asombro, a mí me asombraría que dos ministros liberales se hiciesen cómplices de tanta insensatez y de tanta majadería. 

 

FUEGO DE CAÑÓN 

 

18 de septiembre de 1921 

 

MELILLA 

Miércoles. 

 

LA PARTE DE tertulia del café del Boulevard que se ha trasladado a Melilla y los demás elementos de la jarca bilbaína, han instalado sus reales en la Peña. La Peña es un quiosco circular que se levanta en la plazoleta formada por las dos calles principales de Melilla, Alfonso XIII y O’Donnell. A treinta metros de esa plazoleta asoman las palmeras decorativas de la magnífica Plaza de España, antesala del puerto, sobre cuyas aguas parpadea fantásticamente por las noches el reflejo de las múltiples lámparas eléctricas de la Residencia general. 

Allí, en uno de los veladores que festonean el kiosco de la Peña, nos entretenía anoche, Rafael Sánchez Mazas con magníficas paradojas acerca de la verdad y la mentira. Para él, en las crónicas de guerra siempre la verdad es la mentira y la mentira la verdad. Para él, la suma de mentiras de cronistas e historiadores constituye la verdad. 

Zumbaban en el aire los estampidos de los cañones. Cada vez el estampido parecía más cercano. 

De pronto se advirtió con el estampido una pequeña trepidación. Púsose la concurrencia en pie, y enseguida los más curiosos fuéronse hacia la Plaza de España. En ella acababa de caer un proyectil de cañón, enterrándose debajo de los raíles del ferrocarril, a media docena de metros de un depósito de municiones. Poco después otro en el mismo sitio. Tiraban los moros y tiraban bien. Sus granadas llovían en un espacio pequeño entre la tierra y el mar, junto a las gabarras en que se están montando baterías flotantes para meterlas en Mar Chica. 

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Esta mañana, cuando embarcamos en el remolcador para hacer una nueva excursión al zoco El Arbaa, de Arkeman, los marineros nos enseñaron puñados de balines de las granadas de anoche. Ya las granadas estallan y caen más próximas. 

Viendo cómo se desplazaban las guerrillas protectoras del convoy, rebasamos en el Jubilé el Atalayón y nos acercamos a la costa de Nadar. Paramos la máquina. La corriente, suave, muy suave, nos llevaba, sin advertirlo nosotros, hacia la playa. Yo, tumbado en la popa, leía La guerra de África, del coronel francés Frisch. Sánchez Mazas y Bandrés disputaban sobre un tema kilométrico; si estábamos a mil o mil quinientos metros de Nadar. Los demás expedicionarios escrutaban con los prismáticos las calles y plazas de Nadar, advirtiendo que estaban cuajadas de moros. 

De pronto Sánchez Mazas gritó: 

-¡Que nos tiran! 

Sentimos un moscardoneo por encima del toldo que nos protegía contra las inclemencias del sol. Quince metros más allá, por babor, se hundió el proyectil en el agua, levantando un surtidor de espuma. Nos habían disparado un cañonazo y el tiro había resultado largo. Hubo otro segundo disparo con la puntería rectificada. Esta vez el tiro quedó corto. 

Yo dejé las enseñanzas de Frich y me tiré al suelo en cubierta, detrás del puente. Al mirar para atrás vi que me seguía, haciendo la serpiente, el señor Hurtado de Saracho. 

Echamos a andar hacia el Atalayón, procurando desenfilarnos. 

Otros dos cañonazos más -éstos desde las Tetas de Nador­ nos hicieron apretar el paso. 

Sánchez Mazas estaba imponente. Abrigado con inmaculado jersey blanco, y resguardada la cabeza con un sombrero ceniza, iba agarrado a la barandilla profiriendo insultos. 

-¡Cochinos, cobardes! -gritaba iracundo el cronista, temblándole las gafas sobre la picuda nariz-. 

En el Atalayón abrieron el fuego contra nuestros agresores. Habíamos servido para descubrir el cañón de la playa que los moros estrenaban con nosotros. 

Subimos al Atalayón, dejando el remolcador en el embarcadero, y desde el torreón vimos una hilera de prisioneros españoles en libertad que caminaban hacia nuestras posiciones arbolando bandera blanca. 

Pero desde algunas avanzadillas no se veía la bandera blanca y les hacían fuego de fusilería y de ametralladora. ¡Pobre gente! Se tiraban al suelo para librarse de los tiros. Tremolóse desde nuestro puesto una gran bandera blanca, funcionó el heliógrafo y al fin dejaron de tirarles, avanzando unos soldados a recogerles. Joaquín Ereño quería descubrir si aquellos desventurados, entre los cuales iban varias mujeres, eran gente de Setolazar. Le daba el corazón que era gente de su mina. 

Volvimos al barco, y después de una visita al zoco El Arbaa, donde la tranquilidad es absoluta, vimos cómo se libraba una batalla para asegurar la retirada del convoy salido por la mañana. Tronaba el cañón por todas partes, a derecha y a izquierda, delante y detrás. 

En medio de la rada el Alfonso XIII largaba andanadas sobre el Gurugú. La muchedumbre, apiñada en los muelles, contemplaba el espectáculo. Dimos un rodeo para salir de la zona de fuego, y al fin, atracamos. 

Con avidez pedimos y nos pidieron noticias. Los moros cañoneaban la plaza, apuntando al barrio industrial, donde habían causado destrozos y alguna víctima. 

Y en el muelle supimos que aquellos pobres prisioneros de cuyo suplicio fuimos testigos durante una hora, eran efectivamente -como le había dado en el corazón a este Joaquín Ereño tan activo y tan listo- gente de la mina Setolazar. 

 

 

18 de septiembre de 1921. 

 

                                                                               LA RECONQUISTA DE NADOR

 

MELILLA 17 (urgente).- Clarea el día cuando nuestro auto, a fuerza de bocinazos, ábrese lentamente paso entre la columna de reserva que marcha por la carretera del Hipódromo a colocarse a retaguardia de los miles de hombres acampados anoche entre la segunda Caseta y el Atalayón para acometer la toma de Nador. 

Todas las fuerzas de Melilla se movilizaron para cubrir el riesgo de cualquier sorpresa, se reforzaron todas las posiciones y se dejaron dentro de la plaza cuatro mil hombres. La inquietud y la duda estaban enseñoreados de todos los ánimos, y a aumentar la zozobra contribuyó la jornada de ayer, en que los moros se apoderaron de un blocao, y envalentonados, pasaron la noche agrediendo a las fuerzas en el vivac. 

Cuando remontamos en el remolcador Jubilé el Atalayón, es ya de día claro. Acaban de atracar en el embarcadero las lanchas de la escuadra con el Cuartel General, que sube a pie por el empinado sendero hasta la posición donde presenciará las operaciones. Nosotros, en nuestro palco flotante, la veremos desde más cerca. Situámonos tras una pequeña flota constituida por dos gasolineras y dos gabarras artilladas, que están haciendo fuego desde antes del amanecer. 

El avance no ha comenzado aún. No vemos un solo soldado. Por lo visto, el prólogo es un furioso cañoneo sobre las laderas y barrancos que dominan el camino que deben recorrer las tropas. Pegadísimas a la costa, hasta donde el calado lo consiente, se sitúan las gasolineras barcazas. 

Fuera, en el mar libre, ataca la escuadra, cuyos proyectiles pasan por encima de nuestro barquito quebrando el aire con alaridos siniestros. 

Los moros están callados. No contestan ni con un cañonazo ni con un tiro de fusil a la flotilla, ni a la escuadra, ni a las baterías terrestres, que levantan espirales de humo y tierra por todas aquellas barrancadas. 

De pronto, desde las Tetas de Nadar disparan los cañones sus proyectiles, que se hunden en el agua entre las gasolineras y nuestro barco, al mismo tiempo que intensa fusilería levanta junto a nosotros burbujas de agua y espuma. 

Prudentemente nos colocamos más a retaguardia, presenciando desde allí el monótono cañoneo. Son las 9. Aparece en lo alto de una loma la vanguardia de la columna Sanjurjo, recibida con cañonazos por las piezas emplazadas en las Tetas de Nador y en un picacho del Gurugú, y con violenta fusilería desde las casas de Nador y desde las tupidas chumberas. Vemos con todo detalle el avance: tras los primeros soldados caminan las acémilas de la Sanidad y unos cantineros con sus borriquitos y sus garrafas. Hácese alto unos minutos y luego vuélvese a avanzar. Nuevo alto y nuevo avance. Esto va bien, con orden, con método, y sobre todo con eficacísima protección de la artillería. 

Ella lleva el peso de la operación, que extiende por el peligrosísimo flanco derecho una imponente cortina de metralla. Vense cómo serpentean monte arriba hileras de hombres y bestias. Entre ellos estalla alguna que otra granada certera del enemigo. De pronto, vemos que en carrera agitadísima lánzanse loma abajo los legionarios y regulares para buscar el abrigo de una casa abandonada. Allí protegen con sus tiros la marcha de las tropas que vienen detrás, y cuando éstas se parapetan en la trinchera del ferrocarril, ellos siguen camino adelante, en tanto que los otros legionarios y regulares van cuesta arriba, sin vacilar, hacia las Tetas. 

Ya los cañones de allí han callado; sólo la fusilería, nutridísima, intenta vanamente contenerles. Adviértese claramente cómo unos por arriba y otros por abajo, van a envolver a Nador. Frente a nosotros, los regulares cercan la casita de recreo desde donde les dispararon. Aparece un moro en la puerta, le matan y entran. Es la primera casa de Nador donde penetran las fuerzas. 

Son las once y cincuenta. Sigue el avance hacia el centro del poblado; pero los prismáticos se enfocan con preferencia a los legionarios, que escalan las Tetas y ya están arriba. 

Las doce y diez. Uno de los primeros tremola en el sitio donde disparaban el cañón, la bandera española. 

Nuestro barquito toca, jubiloso, la sirena, izando el telégrafo. En aquel instante la caballería, rebasando a los infantes en la vanguardia, se lanza a galope y se pierde entre nubes de polvo en las calles de Nadar. 

«¡A tierra!», gritan a bordo. Nadie discute la imprudencia, y el Jubilé pone proa hacia el espigón de madera, adonde todavía no han llegado las tropas. Dos minutos más tarde estamos en tierra los mismos que el lunes en zoco El Arbaa, es decir, toda la «jarca» bilbaína, reforzada hoy por D. Carlos Levison. Desembarcamos precisamente en el sitio desde donde nos cañonearon días atrás. Allí estaba el cañoncito de montaña, resguardado por un parapeto de piedra. A no sé quién se le ocurre hacer una fotografía del grupo alrededor del cañón rescatado. Aun caen otras dos granadas de la escuadra, que no advirtiendo que habían llegado allí tan rápidamente las tropas siguen disparando allí mismo. 

Junto al reducto hay varios cadáveres pudriéndose al sol, ya en esqueletos y mecidos por el agua en la orilla del mar. Son cadáveres de soldados asesinados en julio. Hieden. Recorremos el pueblo, tapándonos las narices con los pañuelos. Los soldados registran las casas que están todas saqueadas por los moros fugitivos. La metralla alcanzó a tres de éstos, sobre cuyos cadáveres se posan millares de moscas. Próximo a ellos, con una pierna atravesada por un balazo, hay un niño moro. La ambulancia le recoge y le cura. Llora, tiene miedo; pero le dan monedas y se tranquiliza, quedándose dormido en la puerta de la iglesia nueva, donde los moros se entretuvieron en descabezar a los santos, agujereándoles los ojos. 

En la puerta del café denominado Congreso hay un piano roto. Salen a nuestro encuentro siete españoles, cuatro soldados y tres paisanos. Estaban prisioneros. Para evitar que los moros les degollaran al entrar las tropas, se metieron en un algibe, en el fondo del cual oyeron todo el combate. Están extenuados, medio muertos. 

Los legionarios y regulares no se muestran satisfechos. En el botín sólo encuentran algunas gallinas y dos fardos de tabaco. No puedo continuar el recorrido. Me apesta el hedor de los cadáveres y me quedo en la playa sentado en una silla vieja, mientras llega el grueso de la fuerza dando vivas y palmoteando. 

La operación constituye un éxito rotundo. No conozco, al hacer este relato, el número de bajas; pero, desde luego, lo supongo escaso. Nador se ha tomado derrochando metralla y ahorrando vidas. No puede ponerse tacha a la operación, que fue un acierto en la forma de planearla y efectuarla.

 Por la transcripción Julio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.